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Domingo 27 de enero de 2019

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Cultural El Duende

Trascendencia del pensamiento crítico

27 ene 2019

H.C.F. Mansilla

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Para mostrar la atmósfera intelectual boliviana, sobre todo en el campo universitario, creo conveniente describir el ambiente de una conferencia cualquiera, de las muchas que he pronunciado a partir de 1982, porque con este motivo paso a describir una mentalidad muy difundida en el área andina y, en realidad, en gran parte del Tercer Mundo. Primeramente admito que el contenido de mis temas ha variado poco en el curso de las décadas: la cultura política del autoritarismo, la crítica de las concepciones indianistas e indigenistas, la necesidad de fortalecer la democracia moderna, las ventajas del pluralismo cultural y el debate sobre las causas y las formas del colapso del sistema socialista mundial. Hay que reconocer que todavía hoy existe en Bolivia un interés muy fuerte por este tipo relativamente tradicional de escuchar a un orador en un lugar público y debatir posteriormente con él. Los asistentes ocupan con preferencia las últimas filas, como si sentarse adelante, en las cercanías del orador, fuera exponerse a un examen o a una posible vergüenza pública.

Para mostrar la atmósfera intelectual boliviana, sobre todo en el campo universitario, creo conveniente describir el ambiente de una conferencia cualquiera, de las muchas que he pronunciado a partir de 1982, porque con este motivo paso a describir una mentalidad muy difundida en el área andina y, en realidad, en gran parte del Tercer Mundo. Primeramente admito que el contenido de mis temas ha variado poco en el curso de las décadas: la cultura política del autoritarismo, la crítica de las concepciones indianistas e indigenistas, la necesidad de fortalecer la democracia moderna, las ventajas del pluralismo cultural y el debate sobre las causas y las formas del colapso del sistema socialista mundial. Hay que reconocer que todavía hoy existe en Bolivia un interés muy fuerte por este tipo relativamente tradicional de escuchar a un orador en un lugar público y debatir posteriormente con él. Los asistentes ocupan con preferencia las últimas filas, como si sentarse adelante, en las cercanías del orador, fuera exponerse a un examen o a una posible vergüenza pública.

Tengo el hábito de empezar mi intervención declarando el carácter hipotético y provisional de lo que voy a decir. Esto sirve, como afirmo con énfasis, para iniciar un diálogo pluralista entre gente de buena voluntad. Y luego reitero mi frase favorita, tomada del gran novelista británico George Orwell: "El único deber del intelectual es decir al público lo que este no quiere escuchar". Por las dudas aclaro que estas palabras sólo constituyen una provocación pedagógica, una especie de impulso cognoscitivo. Nunca nadie me preguntó por el significado y las consecuencias de este aforismo programático. Los oyentes habituales suponen que es una especie de epígrafe poético, un verso sin mayor importancia. Y los más cultos sospechan que es una treta a la moda del día para captar la benevolencia del público.

Normalmente los asistentes me escuchan con atención y respeto. Y luego viene lo realmente interesante: la ronda de preguntas y comentarios. Hay que señalar que los participantes en la discusión son generalmente varones; rara vez una mujer toma la palabra. Pero todos se sienten muy revolucionarios. Lo que digo generalmente no agrada al público, pues este desea oír certidumbres, un mensaje de esperanza, la perspectiva de un futuro mejor para la patria y para ellos. Como me dijeron muchos oyentes a lo largo de los años: en la casa ya tienen suficientes dudas, problemas y falta de conocimientos como para escuchar una larga conferencia llena de marcadas hipótesis, meras posibilidades y perplejidades incomprensibles. Además: muchos afirmaron que invierten tiempo y dinero en llegar hasta el auditorio y asistir a la conferencia, y que lo hacían para aumentar sus conocimientos positivos sobre asuntos concretos y no para retornar al hogar llenos de cuestionamientos y vacilaciones. Hay que reconocer una cierta justificación con respecto a estas opiniones y anhelos. Pero si no criticamos estas posiciones, existe el peligro de robustecer una cultura del autoritarismo que viene de muy atrás y que cubre los terrenos de la política, la educación y la vida cotidiana. Al público asistente le encantaría abandonar la conferencia experimentando una especie de consenso general, aunque sea bastante laborioso y casi compulsivo, pues detesta la diversidad de puntos de vista y nunca conoció las ventajas del disenso creador. A riesgo de equivocarme, sostengo que en las primeras décadas del siglo XXI a la mayoría de los bolivianos les disgusta si alguien osa contradecirles. El ciudadano habitual ve como una acción hostil y una actitud odiosa si alguien afirma algo distinto de lo que él piensa.

En el debate no se dan preguntas genuinas. Si hablo, por ejemplo, sobre la crisis del socialismo a nivel mundial y menciono países y situaciones que no son temas habituales, nadie pregunta jamás dónde está Albania o por qué menciono a Cambodia o qué pasó realmente en la Unión Soviética. Los asistentes, con muy pocas excepciones, hacen largos comentarios en torno a los temas recurrentes que realmente les preocupan: la dignidad nacional, la justicia social, las identidades indígenas, las amenazas del imperialismo, la explotación de los recursos naturales. Son materias importantes, sin duda alguna, pero representan cuestiones muy trilladas, que no se pueden explicar o debatir en pocos minutos y que, por otra parte, no inspiran políticas públicas claras y sostenibles. Me acuerdo de que existe una revista mexicana con el título: Dignidad, identidad y soberanía, con un envidiable éxito de ventas. Son típicas consignas altisonantes, que tocan fibras íntimas de la emotividad colectiva. A nadie le molesta que estos conceptos sean gelatinosos y dependientes de modas efímeras, manipuladas por partidos de izquierda y también de derecha.

Me atrevo a decir que la conferencia propiamente dicha no interesa a los oyentes. Lo que quieren es ser escuchados por audiencias públicas. Los que intervienen en el debate jamás se refieren a la temática del expositor y se consagran, en cambio, al tema que les preocupa: para ellos es una verdad absoluta que los males de estas naciones se deben a la acción perversa, continua y planificada de las potencias imperialistas, especialmente de los Estados Unidos. Otra certidumbre indubitable que expresan ingenuamente es la total bondad de las posiciones de izquierda, lo que corresponde a la firme creencia de que la derecha es lo negativo por excelencia, sin analizar cuáles políticas públicas concretas han implementado las dos corrientes. Para el público no existe nada, políticamente hablando, fuera de esta oposición tajante de dos corrientes mutuamente excluyentes. Estas certezas serían tan claras y manifiestas que no necesitarían de ninguna comprobación o análisis. He notado también que el público reacciona desfavorablemente, y a veces de manera agresiva, si uno hace alusiones al carácter ambivalente de la cultura popular en la actualidad, o si el expositor llama la atención sobre un hecho muy difundido de la vida social: la misma gente que dice detestar el imperialismo y sus manifestaciones, utiliza a cada instante la medicina, los transportes, las discotecas, los avances tecnológicos y hasta las tonterías del consumismo de Occidente. Los oyentes ponen caras largas de desagrado si el expositor no les complace dándoles la razón. Me atrevo a afirmar que hay algo de infantilismo en estas actitudes tan difundidas.

Debo señalar que los asistentes aborrecen mi propuesta de cuestionar las convicciones profundas de cada uno y de la sociedad. El método de poner en duda lo obvio, lo sobreentendido, lo convertido en natural de toda comunidad, les parece una especie de pecado imperdonable. Yo estoy, sin embargo, orgulloso de haber puesto de mal humor a muchos asistentes a mis cursos y conferencias. ¿Por qué utilizo estas expresiones tan desagradables y hasta arrogantes? Creo que mi actitud es una especie de contribución para reducir el espíritu inquisitorial que todavía hoy es frecuente en América Latina, sobre todo en las regiones y en los estratos sociales que se hallan más alejados de la modernidad. Supongo que la religiosidad popular y los valores preconscientes de orientación de una buena parte de la población han heredado algo de la mentalidad proclive a la intolerancia, a la suspicacia y al miedo frente al Otro, mentalidad que fue alimentada, entre otros factores, por la Inquisición española. Según el historiador británico A. S. Turberville, la atmósfera de la sospecha generalizada, que duró siglos, "colocaba a los distinguidos a merced de los vulgares, a los valientes a merced de los cobardes, a los nobles de corazón a merced de los maliciosos". En esta atmósfera cultural se piensa que el principio liberal de la tolerancia es la virtud fácil del escéptico que no cree en nada. La tolerancia sería, en el fondo, una forma de la indiferencia ante la distinción elemental entre la verdad y la mentira, la que estaba, por supuesto, decretada y determinada desde arriba. Y las enseñanzas del catecismo católico han sido evidentemente un poderoso dique contra esa laxitud intelectual y aflojamiento ético. Un aspecto problemático puede ser visto en que la preservación de esta mentalidad en nuestra época dificulta la implantación de la democracia pluralista moderna. El espíritu de los antiguos catecismos católicos ha quedado bien preservado en la literatura marxista para consumo popular, que todavía está muy difundida en el área andina.

Por otra parte, en la superficie de estas actitudes se puede percibir un igualitarismo muy marcado, que algún observador ingenuo puede tomarlo como testimonio de un espíritu profundamente democrático y hasta socialista. Esto es lo que practican los intelectuales europeos que celebran sin cansancio y sin pausa la naturaleza auténticamente democrática, solidaria e igualitaria de las clases populares y de las comunidades indígenas en el Nuevo Mundo. Los asistentes a mis conferencias hacen gala de un acendrado ideal de igualdad, que, como tal, siempre es ambivalente. Pero se trata, como en muchos otros casos a nivel mundial, de la envidia de los mediocres ante lo que logran los más hábiles o los más audaces. Tanto en los regímenes populistas como en los modelos socialistas, las ideologías oficiales propugnan la supresión de estratos y grupos privilegiados y la construcción de un orden "justo", en el cual debería prevalecer la igualdad fundamental de todos los ciudadanos. Con énfasis sostengo la tesis de que esta intención de igualitarismo es sólo una parte de un asunto más complejo. Los procesos sociales en general y los políticos en particular no suceden en un ámbito racional, transparente y aséptico, sino en la esfera de la concupiscencia, la ambición y la codicia. Y la envidia ha resultado ser una de las pasiones más fuertes y persistentes del género humano, que se expande también a través de todos los experimentos de reforma social, alcanzando precisamente a los más radicales. La historia está llena de ejemplos que nos deberían dar motivo de reflexión y preocupación� si es que el estudio de la historia sirviese a un fin práctico.

Pero yo continúo, impertérrito, afirmando que el igualitarismo ha demostrado ser una ideología justificatoria para encubrir las verdaderas intenciones de las cúpulas dirigentes socialistas y populistas. Es, sin duda, una doctrina muy bien aceptada y hondamente sentida en los estratos inferiores de casi todas las sociedades. La auto-organización de la envidia ocurre en los estratos medios, en los cuales se originan casi todos los grupos que luego conducen los procesos revolucionarios. Y estos grupos se distinguen por una relación ambigua con respecto a las clases altas tradicionales: sienten envidia por su dinero, su poder y sus privilegios, y anhelan simultáneamente su eliminación. O, de modo más realista, su suplantación. Al tomar el lugar de las antiguas élites, las nuevas dirigencias populistas y socialistas renuncian a los oropeles de aquellas, a los aspectos aristocráticos, a la estética tradicional y a los valores de orientación de las clases altas desplazadas, pero se apropian de sus elementos decisivos: el poder, el dinero y los privilegios fácticos.

Así termino adquiriendo nuevos enemigos, en lugar de conseguir adherentes para la causa del pensamiento crítico, racionalista y abierto a la modernidad.

* Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua

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