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Entre 1966 y 1968 Herbert Marcuse, quien ya gozaba de una enorme reputación, fue catedrático visitante en la Universidad Libre de BerlÃn, donde yo realizaba mis estudios. Era el autor de El hombre unidimensional, libro de culto y la Biblia de los izquierdistas de aquella época. Lo conocà personalmente y mantuve con él un breve intercambio de cartas. Era un hombre de un gran magnetismo personal y poseedor de conocimientos enciclopédicos. Al mismo tiempo irradiaba una gran simpatÃa y un considerable calor humano. Por sus modales y su forma de hablar se notaba que provenÃa de la alta burguesÃa alemana y que habÃa sido educado antes de la Primera Guerra Mundial. Me impresionó mucho, por supuesto. Pero aquà debo señalar que sus conferencias y su estilo de conversación (tenÃa algo del profeta religioso que predica una verdad irrefutable) me gustaron menos que sus escritos. Mi libro Los tortuosos caminos de la modernidad, publicado en 1992, está dedicado a la memoria de Marcuse.
Mi admiración por la Escuela de Frankfurt se mezcló con una actitud crÃtica frente a Marcuse. Sus simplificaciones sobre el Tercer Mundo me parecieron simplemente una tonterÃa. Desde el primer instante no me convenció la doctrina de que todos los afanes de la razón se reducirÃan a ser o a fomentar los instrumentos de dominación, como lo postuló más tarde el padre del postmodernismo, Michel Foucault. El liberalismo conducirÃa siempre al fascismo y el mundo moderno serÃa una jaula inescapable de total alienación. Estas afirmaciones categóricas no tienen ninguna base empÃrica en la realidad histórica y pertenecen al terreno de las profecÃas religiosas. Durante mi época estudiantil Marcuse y sus amigos de la Escuela de Frankfurt exhibÃa una sintomática incomprensión de la dimensión polÃtica, un arrogante desinterés por la esfera institucional, una ignorancia casi absoluta acerca del funcionamiento, los problemas y los logros de la moderna democracia pluralista y un apego ridÃculo por los fundamentos de las teorÃas marxista y freudiana, particularmente por aquellos temas que han estado bien alejados de las propias áreas de trabajo (como la economÃa). Marcuse representaba a mis ojos esa inclinación irracional y anacrónica hacia la teorÃa marxista en su forma aparentemente primigenia (purificada de los aditamentos posteriores), posición insostenible y, además, desautorizada por el desarrollo de la historia fáctica.
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Mi admiración por la Escuela de Frankfurt se mezcló con una actitud crÃtica frente a Marcuse. Sus simplificaciones sobre el Tercer Mundo me parecieron simplemente una tonterÃa. Desde el primer instante no me convenció la doctrina de que todos los afanes de la razón se reducirÃan a ser o a fomentar los instrumentos de dominación, como lo postuló más tarde el padre del postmodernismo, Michel Foucault. El liberalismo conducirÃa siempre al fascismo y el mundo moderno serÃa una jaula inescapable de total alienación. Estas afirmaciones categóricas no tienen ninguna base empÃrica en la realidad histórica y pertenecen al terreno de las profecÃas religiosas. Durante mi época estudiantil Marcuse y sus amigos de la Escuela de Frankfurt exhibÃa una sintomática incomprensión de la dimensión polÃtica, un arrogante desinterés por la esfera institucional, una ignorancia casi absoluta acerca del funcionamiento, los problemas y los logros de la moderna democracia pluralista y un apego ridÃculo por los fundamentos de las teorÃas marxista y freudiana, particularmente por aquellos temas que han estado bien alejados de las propias áreas de trabajo (como la economÃa). Marcuse representaba a mis ojos esa inclinación irracional y anacrónica hacia la teorÃa marxista en su forma aparentemente primigenia (purificada de los aditamentos posteriores), posición insostenible y, además, desautorizada por el desarrollo de la historia fáctica.
En las conferencias que dictó en mi universidad en julio de 1967, con un inmenso éxito de público, Marcuse hizo gala del mencionado desconocimiento de lo que era la democracia pluralista moderna y reprodujo lugares comunes sobre las guerrillas revolucionarias del Tercer Mundo y las bondades de la lucha armada. HabÃa un trasfondo patéticamente triste y confuso en las alocuciones de Marcuse, que sobresalÃa aun más cuando él insistÃa en la solidaridad universal y en la vigencia irrestricta de un marxismo radicalizado. Se percibÃa que Marcuse tenÃa un conocimiento muy superficial de lo que ha significado el marxismo en el ejercicio real del poder en Europa Oriental y el Tercer Mundo. Más aun: tuve la impresión de que no querÃa enterarse de los detalles desagradables de la praxis gubernamental cotidiana de todos los regÃmenes socialistas y comunistas. Todo esto no impidió que poco después (1969) y en mi universidad Marcuse fuera tratado como un pequeño burgués derechista por los dirigentes del movimiento estudiantil, que se habÃan radicalizado de forma enfermiza y que esperaban de él una ardiente declaración de fe revolucionaria y dogmática.
Aparte de ello debo confesar que leà muy cuidadosamente, lÃnea por lÃnea, Eros y civilización, el mejor libro de Marcuse, al cual debo muchas de mis ideas centrales. TodavÃa hoy recuerdo la poderosa impresión que esta obra hizo sobre mi mente: ideas originales, estilo brillante, conclusiones irreprochables. Este libro me ganó para las ideas de la Escuela de Frankfurt. Recuerdo, sin embargo, lo siguiente. Entre los seguidores de Marcuse reinaba una competencia muy marcada, que civilizadamente se desenvolvÃa mediante palabras. Aquel que parecÃa tener la razón o que explicaba el tema en disputa de la manera más difÃcil, impresionando a la pequeña audiencia, se quedaba con la chica más guapa y ascendÃa posiciones en la jerarquÃa que se formaba sin falta en cada agrupación. Todo esto pertenece a lo más habitual de la historia humana, pero entonces ocurrÃa en nombre del marxismo y de la revolución. Esta teorÃa era usada para legitimar las ansias de poder y para mejorar la auto-estima de los jóvenes estudiantes progresistas. Innumerables veces escuché que era imprescindible erigir una "dictadura pedagógica" al estilo de Jean-Jacques Rousseau, idea que no era ajena a Herbert Marcuse. HabÃa que obligar a la gente a ser libre y feliz, pues las masas no se daban cuenta de sus propias necesidades y potencialidades. Los jóvenes progresistas tenÃan la pesada, pero agradable obligación de dirigir estos procesos, sobre todo la dictadura educativa.
Marcuse y sus amigos llevaban una vida bien enraizada en el mundo "burgués", jamás visitaban otros paÃses que no sean los centrales del "capitalismo", citaban solamente a unos cuantos filósofos clásicos y no salÃan de ciertos temas bien delimitados. Ellos se abstuvieron deliberadamente de poner en cuestión los principios esenciales del corpus teórico de Karl Marx y Sigmund Freud, pese a todas las evidencias de la realidad. Me acuerdo claramente de los partidarios y discÃpulos de Marcuse en aquellos años (1967-1969): conformaban manadas de universitarios jóvenes que aterrorizaban a los profesores y a todos los que se les oponÃan. Siempre actuaban al abrigo de grupos numerosos, propagando un discurso anti-autoritario en un tono francamente autoritario que no permitÃa disidencia alguna. Estaban iluminados obviamente por una razón histórica superior. Eran los más entusiastas para abrazar cualquier causa extremista. Marcuse y sus discÃpulos acariciaba ideas románticas en torno a los guerrilleros barbudos que aparentemente daban su vida por la liberación de sus pueblos y leÃan grandes obras de filosofÃa en las pausas entre batalla y batalla, pero Marcuse no sabÃa y no querÃa saber nada acerca de las estructuras internas de los movimientos guerrilleros, sus jerarquÃas severas, su falta de democracia interna y su carencia absoluta de humanidad práctica. TenÃa, además, una opinión algo infantil sobre el carácter fundamentalmente bueno del ser humano y de los experimentos socialistas. Pese a su estudio de décadas en torno al psicoanálisis, los vericuetos de la psique de seres humanos concretos le eran extraños. Al igual que los socialistas de ideas convencionales, creÃa que la eliminación de la propiedad privada constituÃa la panacea universal y que significarÃa el fin definitivo del egoÃsmo individualista. La realidad cotidiana de los paÃses del bloque socialista le tenÃa sin cuidado. Ese hombre, tan fino, culto y delicado, era partidario del uso indiscriminado de medios para alcanzar el fin supremo, la construcción del socialismo, que asà justificaba la utilización de cualquier procedimiento e instrumento. También Marcuse fue para mà un desencanto.
Me disgustó el lenguaje innecesariamente enmarañado, la sintaxis deliberadamente enrevesada y el carácter ambiguo de la mayorÃa de los pensadores frankfurtianos -con la excepción de la ya mencionada obra Eros y civilización-,porque creo percibir aspectos autoritarios y esotéricos en la obra de estos maestros pensadores. Marcuse se consagró también a la producción de un saber libresco neobizantino: mediante las acreditadas artes de la exégesis, la combinación, el oscurecimiento y la reelaboración se ha logrado fabricar textos a partir de otros textos, lo que, en cadena ininterrumpida, genera el progreso del conocimiento cientÃfico y el avance de la discusión académica. Y todo esto ha tenido lugar dentro de la mejor tradición de la universidad alemana, en un lenguaje casi ininteligible, cuyo objetivo es amedrentar al público en general y a los colegas en particular. En sociedades algo más primitivas se conoce este procedimiento como la magia de las expresiones altisonantes; en el ámbito germánico las cosas son obviamente más refinadas. Lo nebuloso y abstruso se mezcla con testimonios de una notable erudición y con destellos de genuina creación. Con el paso de los años este método ha alcanzado una reputación tan eminente que toda crÃtica a él es recusada como una simplificación inadmisible de una problemática difÃcil y como la tÃpica incomprensión de teorÃas originales por parte de espÃritus anacrónicos y mal informados. Como se sabe, una superficie turbia no garantiza que el agua sea profunda.
* Hugo Celso Felipe Mansilla.
Doctor en FilosofÃa.
Académico de la Lengua