A Candela, Elmi le parecÃa un oso de su propiedad, porque tenÃa panza y ella, algunas noches, se la acariciaba para demostrar que no le tenÃa miedo, aunque le hubiera encantado que el oso Elmi la hubiera sorprendido de pronto con un buen zarpazo o un mordisco y la dejara manca.
Miró a su alrededor y vio sus papeles sobre una butaca, en la mesa, en carpetas, en orden y en desorden; sus archivadores con documentos y cartas, sus libros en anaqueles o en el suelo formando torres de Babel. Iba a cumplir sesenta y ocho años y, cuando se fuera de este mundo, Candela llamarÃa a alguno de sus viejos discÃpulos, el más galán o el menos inteligente, para que diera sentido a todo lo que encerraba ese cuarto o venderÃa los libros a un librero anticuario o de viejo y el papel lo irÃa tirando al cubo de la basura o lo venderÃa al peso.
Sintió una oleada de calor y, por un momento, su corpachón desfondado respiró con cierta dificultad. "Disnea", se dijo, y añadió: "del griego dyspnoia", y sonrió.
Oyó la llave en la puerta del piso. Candela volvÃa de hacer compras, del cine, de la peluquerÃa, de ver a una amiga o de ver a un amante real o imaginario. Daba igual. La llamó. Bajo los lentes empañados le brillaban los ojos.
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