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Domingo 16 de diciembre de 2018

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Cultural El Duende

Cuatros historias junto al álamo de los sinsontes

16 dic 2018

Emilio de Armas

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UN PÁJARO DE MADERA

Una mañana, las manos de un hombre muy hábil, acostumbradas a tallar en la madera los sueños de este hombre, quisieron convertir una rama de almendro en pájaro bellísimo. La rama era dura y nudosa, pero el hombre había sentido muchas veces volar el pájaro a través de sus deseos, y al tocar con los dedos la corteza, la pareció que acariciaba ya las alas abiertas en el aire. Pasaba por allí un viajero, y al ver al hombre de que hablamos sentado en una piedra, bajo los primeros rayos del sol, quiso saber por qué sus manos iban y venían así, con una vieja cuchilla, sobre aquel pedazo de madera. Pero nuestro hombre ni siquiera oyó las preguntas del viajero, de tanto que se afanaba en convertir la rama en pájaro. Pasó después un seños de la ciudad, con alto sombrero y bastón reluciente, y aunque llevaba gran apuro, se extrañó de aquel hombre tan callado, tan quiero que sólo sus manos se movían, como dos pájaros tenaces, sobre un esbelto pedazo de madera. Y el señor de la ciudad se detuvo un momento junto al hombre, y tosiendo para llamar su atención, le preguntó: "¿Por qué pierde usted el tiempo?" Si alguna respuesta hubo -y sospechamos que no hubo ninguna- fue en voz tan baja y en palabras tan breves, que el buen señor de la ciudad se fue sin saber nada.

Era ya la tarde, cuando un niño salió de entre los árboles, y sin hacer preguntas ni extrañarse, vino junto al hombre y se quedó en silencio, no como quien miera lo que no comprende, sino como quien acompaña. El pájaro de madera vibraba ya entre las manos agilísimas, y el hombre no pareció notar la callada presencia del niño. Un momento después, sin embargo, las manos se detuvieron sobre la forma ya en vuelo del ave, y entonces fue posible ver que eran manos anchas y fuertes, casi pesadas en su reposo. Y el hombre se volvió lentamente hacia el niño, como si hubiera sabido siempre que allí lo encontraría, y con sólo una sonrisa le tendió el sueño de sus manos.

LA ZORRA Y LOS CAZADORES

(1)

La zorra y los cazadores salieron muy de mañana; la zorra y los cazadores, con sus brillantes polainas.

La zorra en busca de estrellas que vio caer en el alba, los cazadores siguiendo un rastro en la nieve franca.

Buscó la zorra su estrella muy arriba en la montaña, los cazadores buscaron donde la luz se levanta.

Estrellas halló la zorra: las que buscó, las más altas. Es ya de noche en el monte: los cazadores aguardan

(2)

Y hoy se asombra el buen viajero cuando aquellos montes pasa: ante una callada puerta ha visto una estrella blanca.

EL VELERO

(1)

"¡Quién lo viera zarpar!", decía soñando el marinero, con el grabado antiguo sobre sus piernas cansadas de andar mundo. Y sus ojos se hacían más azules, mirando las henchidas velas y el lago pendón desplegado en el cielo. "¡Quién subiera ahora por sus cuerdas, hasta lo más alto del palo mayor, para buscar la tierra que se adelanta desde el horizonte, como una mano oscura que extiende sus dedos hacia el mar!" Y ya le parecía ver, delante de los rayos de un sol recién salido de las aguas, el perfil de las islas y el color -primero pardo, luego verde y marrón- de las costas sedientas. (En este momento, nadie sabría decir cuán azules brillaban sus ojos.) Y así se quedaba en silencio el viejo marinero, que ya nunca volvería a zarpar hacia las tierras que nacen donde el sol se levanta. Y en secreto, sus labios iban componiendo un poema, a la vez que sus manos echaban al agua un barquito de papel

(2)

Dispuestas las velas, propicios los vientos, ¿adónde navegas que no vemos puerto?

¿La luz de qué estrella sigues por el cielo? ¿Contra quién aprestas tus cañones ciegos?

Dispuestas las velas, propicios los vientos, ¡contigo me fuera por el mar abierto!

(3)

¿Cómo se llaman los puertos que quisieron retener tu luz de noche de vísperas para la espera y la sed?

Dicen que un mapa sin nombres nos quisiste proponer, donde ni en puerto ni en playa baste al pesador la red.

(4)

¿Te acuerdas tú de las manos que te hicieron navegar? Pues no digas tu canción sino a quien contigo va.

Mi barquito de papel, mi barquito de verdad.

Dicen que eras hoja madre de un libro que no será. Yo sé que eres hoja en blanco para que la escriba el mar.

EL BUF?N Y LA FLOR

(1)

En el gran salón del trono están llamando al bufón, y el bufón se ha ido al monte para buscar una flor.

El rey y sus cortesanos se aburren en el salón, en el gran salón del trono donde hace falta un bufón.

Salen de a dos los soldados, lo llaman con ronca voz: regresa el bufón del monte, trae en su mano una flor.

Ya está el bufón ante el rey, ya va a cantar el bufón. Señores y cortesanos se sientan de dos en dos.

En el gran salón del trono, bien oiréis lo que cantó

(2)

"Esto que está en mi mano, ¿cómo habré de nombrarlo? ¿Será su nombre el mío, y lo he olvidado?

Esto que está en mi mano, ¿cómo habré de perderlo? ¿Se hará agua, se hará arena entre mis dedos?

Esto que está en mi mano, es tan sólo una flor.

Quien busque entre los pétalos, su rostro verdadero encontrará. Quien la guarde del viento, en reino verdadero reinará.

Esto que está en mi mano, ¿quién se atreve a tomarlo si es tan sólo una flor?

(3)

En el gran salón del trono, esto fue lo que cantó.

Soldados y cortesanos se miran con estupor: el bufón se ha vuelto loco, no place al rey su canción.

El rey enarca una ceja, o dicen que la enarcó: "¡Márchese el bufón al monte, ya está en el monte la flor!"

Ya está el bufón en el monte, ya está en el monte la flor.

Señores y cortesanos se aburren en el salón, en su gran salón del trono donde hace falta un bufón.

Emilio de Armas. Cuba 1946

Doctor en Ciencias Filológicas.

"Junto al álamo de los sinsontes"

(Premio Casa de las Américas, 1989)

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