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Domingo 02 de diciembre de 2018

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Cultural El Duende

Soñé contigo

02 dic 2018

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Una vieja película con... ¿cómo se llamaba? El actor ese. No puedo creer que ahora no recuerde su nombre, si fue mi primer ídolo de Hollywood, aunque no lo conocí de una película sino de una serie de televisión. Hombre rico, hombre pobre, se llamaba. La serie, digo. Era la historia de dos hermanos que tienen una vida completamente diferente, uno boxeador y alcohólico, y el otro político millonario, como decir el bueno y el malo, la víctima y el hijo de puta. Y así eran, claro. Fue una serie muy exitosa, que mi madre no se perdía, y este actor, del que no me acuerdo el nombre, creo que debutó en ella. Era grandote y muy rubio, con la cara y la actitud típicas del duro norteamericano, silencioso, hecho a golpes, dado a los golpes, golpeador él mismo y muy bueno para recibir, también. En el ring le daban unas palizas sólo comparables con las tundas que afuera le propinaba el trago. Era grandote y guapísimo, más viril que el hombre Malboro, muy salido de la clase obrera, todo él tallado en madera. Manos grandes, frente amplia, ojos clarísimos, anglosajón puro. ¿Te acuerdas? No sé cómo puedo... Bueno, no importa. Lo cierto es que en esta peli, en la peli que te estoy contando, claro, no la otra que solamente era una serie de televisión, este actor hacía de periodista. De fotógrafo, si quieres ser preciso, de corresponsal de alguna agencia extranjera cubriendo la revolución nicaragüense, la caída de Somoza. Creo que está basada en un hecho de la vida real. Al final el tipo es el héroe. Es el que logra, el que precipita, el que hace inevitable el derrocamiento del dictador que no puede ser más que Somoza, aunque nunca se lo nombre directamente. Lo que demuestra que muy real no puede ser, la peli, digo, un gringo sacando una foto y liberando a todos los pinches nicas que hasta ahí luchaban enconadamente, le daban y daban a los fierros sin lograr persuadir sin embargo al dictador a tomar las de Villadiego. (¿Te imaginas lo que acabo de decir? "Tomar las de Villadiego". Eso me lo enseñó mi profesor de primero de primaria que tenía ochenta y pico años. Pero es inevitable: comienzo a contar algo y la frasecita sale. Se me sale.) Bueno, como te decía, pese a la guerra de guerrillas, a la muerte de miles y miles, a los bombardeos e incendios, el dictador se negaba, se resistía a abandonar su puesto. Hasta que llega el fotógrafo éste, bien armado con una Nikkon, y toma una foto, retrata con ella el asesinato de otro, que para la mala suerte del dictador también era periodista, y que para colmo de la salmuera del dictador también era gringo, y entonces el fotógrafo, con una efectividad que envidiaría un pelotón, no, qué digo, con una capacidad operativa que ya quisiera una brigada completa, el fotógrafo, con más belicosidad que la Cuarta Flota, hace la foto y...

-¡Nick Nolte!

Aquí cabe un silencio que cabría calificar como embarazoso. Nick Nolte, el mismo. Vaya, lo tenía en la punta de la lengua. ¿Y ahora dónde estaba, qué decía? No lo sé, me he perdido. No era esto, sin embargo, lo que quería contarte.

¿No? No. ¿Y qué entonces? Que el Nolte éste iba con la chica, en el auto. Ella era el personaje femenino puesto ahí para que se acueste con el protagonista, ¿sabes?, un personaje sin ningún valor excepto ese, ser el objeto del deseo. Encima era fea, aunque no sé, hay que tomar en cuenta que todas las chicas del mundo eran feas en los ochenta. Mira a Madonna, por ejemplo, que treinta años después sería un verdadero bombón, una cincuentañera muy acostable -aunque la expresión exacta es muy encamable-, y en los ochenta era francamente horrible, enfundada como andaba en unas camisas tipo costal de papas (costal de papas convertido en ponchillo), y con calzas renacentistas. Bueno, pero no nos desviemos. Lo cierto es que el tal Nolte se la quería follar, a la chica, digo, fea y todo.

Aunque quizá no era tan fea dentro de esa blusa desbocada que le llegaba a los muslos. Los ochenta. Y entonces, no sé muy bien cómo, mientras ambos están manejando, patrullando las calles desiertas y en ruinas de Managua, ella, no sé muy bien cómo, le confiesa que soñó con él. Y entonces él, que por supuesto no podía desaprovechar una oportunidad tan obvia, un lugar común, en realidad, casi no hay película que no tenga a alguien que no diga lo mismo, yo mismo seduje una vez a una chica así, aunque con una ligera variante pues le dije que soñé con ella mientras suma de fiebres, de una altísima fiebre que me tenía delirando, y que grité desesperadamente su nombre, cuando lo normal hubiera sido que exclamara el nombre del antibiótico, no sé, la frase "paños fríos", el apellido de mi doctor, lo que fuera; pero en lugar de eso chillé otra cosa completamente diferente, que sobresaltó a mi madre, devotamente inclinada a mi lado, como puede suponerse, y que no sabía a qué Juanita me refería.

En fin, lo del sueño es fácil. Era una bola regalada y Nick Nolte no iba a dejarla picando. No lo hizo. De inmediato le preguntó a la chica la pregunta obvia, la pregunta que todos los hombres del redondo mundo habríamos escogido de en medio de una lista de cien o mil interrogantes distintos:

-¿Y cómo fue? (Cómo fue follar conmigo en tu sueño, claro).

A lo que la chica respondió rápido. Es decir, no es que le hubiera impreso cierta velocidad a su respuesta -lo hizo pero no es esto lo que quiero decir-, sino que la chica respondió "rápido" (así me fallaste, amiguito, en el sueño: "rápido" como la vida de una polilla). "¿Realmente?", atinó a replicar Nolte, siendo ahora él quien se la puso fácil a ella, hay gente a la que le gusta sufrir, que hace preguntas como esa. Igual le hubiera valido desnudar el cuello, agachar la cabeza y reclamar al filo, apúrate verdugo que más tarde tengo mucho que hacer. "Realmente rápido", dijo ella. El polvo de un chihuahua jadeante.

Bueno, pero no era de esto de lo que quería hablarte. ¿No? ¿Y entonces de qué? De que anoche soñé contigo.

***

Duró toda la noche. El sueño, digo. Pero no estoy tratando de mandarme la parte, porque no fue un sueño erótico. Debo confesar que ni siquiera estabas desnuda ni a medio vestir, sino que llevabas un atuendo cualquiera, veraniego, eso sí, sexy. Siempre estás sexy. ¿Siempre? Sí, siempre. Eras muy joven además, no sé, de dieciocho o veinte años, y me mirabas con una curiosidad que, si yo hubiera sido algo menor, quizá hubiera sido deseo. Una curiosidad que casi era deseo. Pero como en el sueño yo tenía la misma edad que ahora, tu mirada venía hacia mí y se detenía un poco antes, en el límite del interés, un tipo interesante, parecías decir, no muy lindo pero quizá también, visto desde cierto ángulo, y con cierta benevolencia, sexy. Lástima que sea tan viejo, parecías decir entonces, con la mirada, que se detenía en el borde. Veinte o veinticinco años... sí, por lo menos veinte años más que tú, en el sueño podía ser tu padre. El deseo, entonces, quedaba vedado. De tu lado, quiero decir, y tú, que en ese momento estabas bajo un árbol, era una plaza o algo así donde te soñé, lo tenías bien claro. De ahí la auto-limitación, la contención. En cambio yo sentía cierta confusión porque, como sabes, nadie, y mucho menos un hombre, es consciente de su edad y por eso tiende a considerarse a sí mismo, toda la vida, el pimpollo que fue, capaz todavía de levantar jovenzuelas sin problema. En la vida real esa actitud normalmente me ha chocado, se me antoja lo menos lúcido que hay, no me gustan las Lolitas o quizá reprimo drásticamente la posibilidad de que me gusten, da lo mismo, no les concedo ni aun una segunda ojeada. El libro de Navokov sólo me excita literariamente, y con reticencias.

Sin embargo, en el sueño yo deseaba a esa muchacha que eras tú, la observaba intensamente, me había vuelto verde. Te veía bajo el árbol, mirándome con esa curiosidad sin compromiso, y sabía que lo próximo que haría sería acercarme a ti y meterme en algún lío grueso. Sin embargo, el sueño no derivó en eso (ya te dije que no). ¿Qué pasó? Fue algo raro. Estaba yendo hacia ti, me acercaba a tu árbol y a su sombra, estaba en eso, lo recuerdo bien, cuando súbitamente supe, como si me hubiera desdoblado, que eso era un sueño y que yo no iba hacia ti sino hacia una imagen onírica generada por las zonas subcorticales del cerebro. Iba y no iba, porque al mismo tiempo me miraba yendo. Era dos al mismo tiempo y pensaba con dos mentes. Una mente me decía que, sin importar lo que pasara cuando nos encontráramos, tal vez el levantamiento de las barreras y el desborde, pese a todo, igual sería falso, inexistente, psicológico, vicario. La otra mente, la segunda, que era la que me guiaba hacia ti, la que me permitía verte, entre irónica y preocupada, viéndome a la vez mientras me acercaba, esa mente creía en ti, confiaba en ti, quería llegar a ti, tenerte muy cerca aunque tú no estuvieras invitándome a eso, sino todo lo contrario, cada vez parecieras más preocupada por esa incesante aproximación sin freno. Esa mente producía el anhelo. La otra, asentada en el escepticismo, intentaba alertarme respecto al carácter evanescente de tal expectativa. La quiero, decía una de las mentes. Es un espejismo, respondía la otra. Busco, necesito alucinar. De qué serviría. Quizá este sueño podría volverse erótico. Quizá, ¿bajo un árbol? Es un sitio como cualquier otro, conozco gente que... No es tu caso. Por ella podría cambiar. Siempre será un sueño. Todo lo que hacemos, al final, lo hacemos dormidos. Duerme, abandónala. No. Vamos, déjala, mueve la cabeza, voltéate en la cama, invoca otros paisajes, otros sucesos, otros espectros. No.

Luego me desperté. Todavía era el principio de la noche, ni siquiera había cambiado el día. Creí que me desvelaría, pero en lugar de eso me volví a dormir enseguida. Mientras lo hacía, mientras caía por segunda vez en el sueño me propuse aterrizar en tu cama, tú y yo entrelazados, besándonos. Lo siento, pero eso era lo que quería. A pesar de ello aparecí nuevamente en la misma plaza, no pude dirigir mi caída hacia otro sitio, la plaza de antes, idéntica, y tú mirándome, muy joven, en fin, la misma situación que antes, y eso me anunció automáticamente, dentro del sueño, que, obvio, estaba soñando, que soñaba otra vez. El desdoblamiento. La lucha de mentes. E invicta, finalmente, la palabra no. Me la pasé así toda la noche. De nada sirvió tratar de salir del círculo, de cambiar de tema, por decirlo así. Una y otra vez volvía al mismo sitio, a la misma circunstancia, a la misma chica, que eras tú y no lo eras. Una y otra vez me lanzaba en tu busca y era detenido. Una y otra vez eso me azuzaba y lo intentaba de nuevo. Aunque no sé si en realidad era eso, si era una cuestión de rebeldía. Yo diría más bien que tenía esperanza. Por eso le decía no a esa mente que también era la mía, y que ciertamente constituía mi nexo con la realidad. Pero yo no quería captar la realidad, volver en mí. Sólo quería dormir y, si eso era posible, dormir yendo hacia ti, mientras iba hacia a ti, y llegar a ti entonces, completamente dormido, de pie pero soñando, un sonámbulo en marcha, un sonámbulo que no llegaba pero que al fin estaba a salvo.

***

¿Cómo fue, entonces? No sé, la verdad; pero estoy seguro de que con la práctica mejoraremos.

* Fernando Molina Monasterios.

La Paz, 1965. Escritor y periodista.

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