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Domingo 18 de noviembre de 2018

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Cultural El Duende

Dos crónicas desde el mirador de "Buena Vista" - 1947

18 nov 2018

"Buena Vista", seudónimo del escritor, periodista y abogado Walter Montenegro Soria (Cochabamba, 1912 - La Paz, 1991)

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GESTA BÁRBARA

No sé todavía, en este refugio virgen de noticias de urgencia y de relojes de mi reposo dominical, quién sería la Reina Florales de "Gesta Bárbara", ni quién el afortunado propietario de dichos labios. Pero sí sé, sin lugar a dudas, que habría querido ser yo el que recibió ese premio, por los versos que en toda mi vida he querido escribir y no he escrito.

Y quisiera también pertenecer a esta generación o promoción en la cual vive un grupo de hombres que crean besos para gratificar la obra de los poetas. Conozco tantos de mi tiempo, que no murieron o disecaron su vida en alcohol y desilusión por falta de un beso.

Ese grupo se llama "Gesta Bárbara". Ha irrumpido en la barbarie mecanizada y mercantilizada de nuestro ambiente con las armas del espíritu en las manos.

Vi hace algún tiempo, a algunos muchachos que transitaban por las calles despertando la curiosidad de los transeúntes con sus largas corbatas románticas. ¿Bohemios? -me pregunté. ¿Bohemios a estas horas?

Pero no. Ocurría que las corbatas se anudaban sobre cuellos limpios. Que los portadores de las corbatas y los cuellos no se dormían en las cantinas. Que caminaban rápidamente, con el ritmo acelerado de quienes conocen el valor del tiempo, y quieren dar a ese tiempo de la existencia -relámpago entre dos abismos- un sentido constructivo.

Luego me fui encontrando con su obra en las vitrinas de las librerías, en las páginas de los diarios, en los caminos sonoros de las ondas radiales. Buena o mala, ahí estaba la obra, engendrada en el anhelo de superación, y sostenida por la constancia insomne del esfuerzo creador.

Y pensé como pienso ahora, que estos muchachos nos redimen un poco de la espantosa fealdad de nuestra vida cotidiana poblada de tanto cretino motorizado, de tanto reptil político que siente con el bolsillo y piensa con el intestino grueso, de tantos nobles personajes que tienen el corazón convertido en alcancía, de tantas espirituales señoritas cuyo espíritu es más pequeño que la más pequeña y subalterna de sus prendas interiores de vestir.

Escriben versos, dictan conferencias, provocan polémicas, no quieren ser Ministros, organizan Juegos Florales con besos para el ganador, "charlan" por radio, no creen que el té, el bridge, el boogie-woogie y el social de los diarios valen tanto como para vender el alma (la carne también). Cuando no escriben versos, escriben prosa; y cuando escriben prosa, no lo hacen en aquel tono grasoso y doctoral que solo puede leerse con un frasco de bicarbonato al lado; se ocupan de moscas, por ejemplo -acabo de verlo-, unas moscas imaginarias que leen libros y critican a los autores -en vez de las moscas con zapatos, chaleco y pantalón, que se lanzan hoy- con la certidumbre infalible de sus olfatos hechos a todas la inmundicias -sobre el panal de rica miel- de los logros político-oportunistas.

Así es la gente de "Gesta Bárbara". Así, por lo menos, quiero imaginármela. Así sea en realidad, y por muchos años.

QUI?N FUERA PEZ

Estas lluvias, estas lluvias caen con una persistencia enloquecedora arañando las ventanas, inundando las calles, arrasando pueblos, ablandando los huesos y retorciéndolos; estas lluvias que golpetean el espíritu como mil martillitos repetidos hasta el infinito; estas lluvias van sembrando la neurastenia en la ciudad y una serie de ideas extrañas en cerebros como el mío, predispuestos para esta clase de siembras.

Anoche desperté de pronto. Llovía torrencialmente. Me senté en la cama. Una luz extraordinaria pareció haber inundado mi mente. Todo estaba claro, definitivamente claro. No más problemas, no más angustia.

-¿Y por qué no ser pez? -me pregunté.

-¿Y por qué no? -pareció responderme ese otro yo que tengo dentro de mí, y que actúa bajo las formas más extrañas. Unas veces como el genial escritor que habría querido ser; otras, como el millonario que no seré nunca (es entonces que tomo taxi, que me compro cigarrillo Derby y cometo una serie de desmanes semejantes).

-¿Y por qué no? -repitió, como para asegurarse que le había oído.

Tuve un primer impulso de tirarme por la ventana y zambullirme en los riachuelos que corrían por la calle, iniciando así mi vida de pez urbano, sin mayores trámites ni complicaciones.

Luego me asaltaron las primeras dudas.

-¿Quiero ser pez de agua dulce o de agua salada?

La infinita e inmensurable atracción del mar, por una parte. La mansedumbre plácida y serpenteante de los ríos, por otra. Pero Bolivia no tiene puerto, de modo que si me decidiese por el mar, sería irremediablemente allí, un pez forastero, un pez sin patria ni pasaporte.

-Dejemos estas minucias a un lado -me dije-, y enfoquemos el problema en su esencia misma.

Ser pez. Desprenderse, para siempre, de esta trabazón estúpida de los brazos y las piernas y los dedos y las uñas. No tener zapatos, ni mangas, ni anillos, ni pantalones.

No usar paraguas. Estar definitivamente libre de la angustia de ahogarse. Tener agallas. Agallas propias.

Sentí que a lo largo de mi columna vertebral, hormigueaba el nacimiento de una aleta, una larga aleta vibrátil.

No comer con tenedor, no usar pañuelo ni resfriarse jamás, jamás. Beber sin pagar. Beber cuanto uno quiera, hacer gárgaras en público y, sobre todo, nacer de huevo. ¡Oh, nacer de huevo! Sin matronas, sin médicos, sin chillidos, sin malos olores, sin el remordimiento de haber causado a la madre las angustias y fealdades del embarazo. Nacer de un huevecillo cualquiera, chiquito, perdido entre los miles de huevecillos iguales. Sin bautismo, sin pañales, sin escarlatina, sin dientes que nacen, que se caen, que vuelven a nacer y se caen otra vez a costa de dolores y de dentistas.

-¿Y los anzuelos? -se levantó súbitamente la amenaza horrible, encorvada y filosa.

-¿Y las redes?

-¿Y las cargas de dinamita que vuelan a familias enteras de peces, con sus parientes lejanos y cercanos y sus amigos y vecinos?

-¿Y las sartenes?

-¿Y las latas de salmón y de sardinas?

-¿Y los huevos de esturión que nunca llegan a ser peces?

Todas estas preguntas llenaban el ámbito de mi dormitorio como fantasmas que reían, que danzaban en ronda, que me aterrorizaban con sus puntas, con sus nudos, con sus abrelatas, con millones de ojos tristes en forma de granitos de caviar.

Me di la vuelta. Contemplé a mi mujer dormida, con el rostro sobre una mano. Un inmenso enternecimiento me invadió como una ola tibia.

Me deslicé otra vez entre las sábanas, para dormir. Y dormí sin soñar hasta esta mañana.

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