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Domingo 18 de noviembre de 2018

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Cultural El Duende

Tierras hechizadas: "Mamá, la muerte no te ha envejecido"

18 nov 2018

Adolfo Costa du Rels

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Fragmento

Carlos dormita. Su espíritu flota en una especie de semilucidez. Acaban de cambiarle las hojas refrescantes. Bajo este gorro mágico se agitan jirones de pensamientos.

Por una rendija de las ventanas cerradas atraviesa un rayo de sol que acogen las moscas con alegres zumbidos. Se diría, entonces, que el silencio y la sombra chisporrotean acordes.

Carlos mira con ojos apagados el techo de su cama, una gran circunferencia blanca de donde cae, en ondas vaporosas, el mosquitero. Esta muselina providencial le separa del mundo y le aísla con su enfermedad y con su espíritu. Todo su cuerpo parece destrozado. Siente en su boca un intolerable sabor a hiel, cuya amargura le descorazona. Es el único sabor que le queda de la vida.

Mas, esta soledad, esta calma, esta niebla blanca que le envuelve y le protege hacen que Carlos esté medio dormido, medio despierto. Bajo la influencia sedante de las hojas recuerda muy bien ahora que su padre le ha golpeado, y esto no le produce ninguna emoción. Pero, he aquí que a este recuerdo se une el de la escarlatina que cree tener y de los cuidados que le prodiga su madre. Disparatadas imágenes surgen bruscamente en su cerebro, se superponen y, como láminas de plomo, pesan unas sobre otras. Pierde la noción del tiempo. Es una mescolanza de palabras, de acontecimientos, de sensaciones, que le pasma y le aterra. Se convierte a la vez en niño a quien se mima, en un adolescente decepcionado y en un hombre al que se humilla. De lo uno y lo otro siente las alegrías y las angustias; y jadeante y desamparado, rueda en medio de un torbellino de sensaciones incoherentes.

¿Qué relación puede haber entre Germaine, el tío de Sevilla, un militar desconocido, los tres reunidos arbitrariamente en su espíritu, y esta disputa con su padre? Se ha roto el hilo que unía estos recuerdos. ¿Qué es el presente? Una sed horrible, después el agua fresca que le ofrecen. ¿Quién? Su madre, allí, en este momento, o más bien hace veinte años... ¡Ah, este entremezclarse de fechas, esta aproximación sacrílega del pasado y del presente, de los vivos y de los muertos! Carlos ya no comprende ni intenta comprender. La memoria se ha convertido por centésima vez en un accesorio inútil.

Y, sin embargo, él bebió aquel vaso de agua tan necesario. Ninguna duda tiene al respecto. Entonces, ¿a quién se quejó? ¿Quién le ha contestado con una voz tan dulce? Sólo su madre podría hablarle así y consolarle en tales circunstancias.

"Esto es absurdo -se dice-, he sido juguete de una alucinación". Pero, ¿quién era ella? ¡Es necesario que sea ella! Esta idea le llena el corazón de alegría. Es tan fácil para los creyentes el creer. Gracias a un dolor inmenso es como puede triunfarse de las fuerzas obscuras que guardan, celosamente velados, los rostros de los muertos. Un inmenso dolor... Carlos lo invoca, como se invoca a un mago taumaturgo para poder suscitar nuevamente la tan añorada presencia. No tiene fuerza para hacer el menor movimiento. Quería tan sólo rebuscar en su corazón, interrogarlo, sorprenderlo. Sólo él podría decirle si, protegida por esta gasa transparente como por una bruma matinal, es realmente su madre la que ronda en torno suyo, etérea, serena. Un ruego pueril sube hasta sus labios. Ver, aunque sólo sea un segundo, su rostro y que, a través del mosquitero, incline hacia él sus grandes pupilas tristes. De un solo golpe, los años transcurridos, tan vacíos, se refundirían en un minuto deslumbrador. Sería su primera felicidad de enfermo.

Mas una mueca crispa de pronto su cara. La ilusión, como una mariposa cautiva, pierde su oro. La voz cascada de una bruja invisible grita desde muy lejos:

"¡Mentira, mentira! Todo el dolor acumulado desde la creación del mundo es impotente para rehacer la vida con el polvo. El sufrimiento humano sólo tiene influencias humanas. Te engañas tú mismo. Los muertos, muertos están. Sólo te rodean tus semejantes, con su hipocresía, sus astucias y su egoísmo feroz. Cuando se es huérfano se es para siempre".

Carlos se agita en su lecho. Lo obsesiona esta voz. Arroja el desorden en el pequeño mundo maravilloso que pudo crear en sí mismo, a costa de tantos esfuerzos. Y esto le deja desconcertado. ¿No era, pues, más que un espejismo? ¿Puede la realidad penetrar la tela inconsútil que defiende su cuerpo enfermo? O bien, ¿va a estar al abrigo de la vida, de sus asechanzas y de sus golpes? Carlos se acongoja. Para él, esto es el fin de todo. Volver a ser el mendigo del pasado, recomenzar sus andanzas sobre rastros borrados, escrutando sombras y rostros, siempre en acecho de voces y perfumes desvanecidos. ¿Será, acaso, preciso reconstruir con quimeras y añoranzas pueriles el mágico castillo derruido?

Un desaliento infinito apesadumbra su alma. Su boca se pliega como si, vuelto bruscamente a la infancia, fuese a estallar en sollozos. Tiene frío. Esta cruel desilusión lo ha dejado helado. La pasada ansiedad vuelve a apoderarse de él. Sueña con dos manos tibias que calentasen sus manos. El frío redobla. Castañetean sus dientes. Tiembla sin cesar. No sabe ya lo que quiere. La tarde, que va cayendo fuera, obscurece poco a poco su espíritu. Está completamente desamparado. Sus oídos zumban. ¿Qué estruendo es este? La fiebre se aproxima con sus instrumentos de tortura, sus hierros calentados al rojo, sus gruñidos, su sed y su atontamiento... Un rostro violento con un pañuelo negro sobre la boca cruza su imaginación. ¿Quién es? No se atreve a preguntárselo él mismo. Su lecho cruje. El mosquitero oscila. Carlos ya no se defiende como la primera vez. La fiebre está allí, acaba de poner, amante imperiosa, su mejilla de fuego contra su propia mejilla. Entonces, confesándose vencido, se somete, inerte, y comienza a abrasarse como se abrasan las mariposas nocturnas pegadas al cristal de las lámparas...

De pronto, grita: "¡Agua... agua...!"

Su garganta reseca apenas si emite algún sonido. Ha gritado instintivamente, sin gran esperanza, porque es preciso que el hombre o el animal se quejen cuando sufren.

Pero he aquí que sus labios, en los que se tejía ya la mordaza fatídica, se sienten refrescados. ¿De qué fuente milagrosa caen estas gotas? ¿De qué cielo este rocío? Esto ha fortificado su valor y puede reanudar sus reflexiones. Sus párpados endurecidos por la fiebre se entreabren lentamente. Es de noche, una noche transparente. En una especie de halo lunar, claridad del más allá, una mujer se inclina hacia él y le humedece los labios y las sienes con un líquido perfumado. Reconoce Carlos este aroma que le hace desfallecer. ¿Es el naranjal de los mil sortilegios el que, bajo una forma humana, viene a apaciguar sus males?

"Un nuevo milagro, una mentira más", piensa. Y cierra anhelante los ojos para ver, sin duda, mejor la diáfana aparición. Entonces, en su espíritu serenado ya, cantan las frases, leit-motiv de su pena:

"Mamá, hemos estado tanto tiempo sin vernos... La muerte no te ha envejecido... Escucha: tengo tantas cosas que decirte, tantas cosas... Nos sería necesaria para ello toda una nueva vida..."

Buen cuidado tiene de decirlo en voz alta, a pesar de que ha recuperado un poco de confianza. La fiebre se dispone a alejarse llevándose sus braseros. ¿Para qué hablar? Los difuntos no oyen nuestras voces. Hay que invocarlos mentalmente como se invoca a Dios en una oración muda, desde el fondo del alma.

Carlos siente su boca nuevamente refrescada, después una mano se posa sobre su frente. No se mueve. Los ojos cerrados, los puños apretados, la cabeza recta, podría tomársele por un muerto, tanto es lo que le absorbe este embeleso. La caricia se prolonga; ¿será realidad o sueño? Carlos entreabre los ojos, pero a medida que comienza a ver, la mano se retira y huye, y cuando están completamente abiertos, ya no es más que un fantasma que se desvanece tras la bruma del mosquitero.

Adolfo Costa du Rels. Sucre, 1891 - La Paz, 1980. Escritor, dramaturgo y diplomático.

De la novela

"Tierras hechizadas", 1940

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