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Domingo 04 de noviembre de 2018

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Cultural El Duende

Mi paso por instituciones culturales

04 nov 2018

H. C. F. Mansilla

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A poco tiempo de regresar de Europa y la India, en enero de 1982, fui nombrado miembro del directorio del entonces Instituto Boliviano de Cultura, con el pomposo título de Director de Literatura e Historia. El instituto estaba presidido desde hacía muy poco tiempo por Don José de Mesa, quien me tenía alguna consideración y apreciaba mucho a mi padre. Este instituto creció con los años y se transformó en el Ministerio de Cultura. Don José, un eminente historiador del arte, tuvo el mérito, con su esposa, Teresa Gisbert, de redescubrir la importancia y calidad del arte de la colonia española (1537-1825 en Bolivia), que a mediados del siglo XX estaba totalmente olvidado. Era un hombre de gran cultura y notables habilidades administrativas y logísticas, que recibió la dirección del instituto con la tarea de adecuarlo a la incipiente modernización de la sociedad boliviana. Eran los últimos meses de la dictadura militar y el comienzo del proceso de democratización, que fue alentado por el entonces Ministro de Relaciones Exteriores, mi tío Gonzalo Romero. Yo recibí el encargo de concebir un programa para publicar obras agotadas o que nunca habían salido a luz, como varios autores de la era colonial y de los primeros tiempos republicanos, de los cuales nadie se acordaba. También pensamos en publicar algunos análisis de investigadores contemporáneos acerca de temas literarios e históricos que no habían concitado el interés de la opinión pública, pero que a nosotros nos parecían importantes. Cada tomo, de alta calidad tipográfica y bellamente ilustrado, debía incluir un ensayo erudito como introducción. Yo estaba entusiasmado con este proyecto intelectual y ocupacional. Hasta hoy siempre he querido y nunca pude realizar el sueño de publicar libros sobre la historia del arte con hermosas ilustraciones, papel elegante y breves comentarios pergeñados por mi pluma.

No se pudo publicar nada del programa que desarrollé por falta absoluta de fondos y por la evolución del proceso inflacionario, que impedía la contratación de imprentas. Algo similar ocurrió en lo referido a los actos públicos que pensábamos realizar para difundir los resultados de nuestros esfuerzos: la subida diaria de precios nos impidió hasta la compra de refrescos para los actos públicos. Es algo difícil de creer, pero las regulaciones de la frondosa burocracia boliviana obligaban a buscar cotizaciones de al menos tres empresas para cualquier desembolso financiero, tanto para la adquisición de grandes bienes como de modestos servicios, y encima había que esperar meses hasta que la instancia administrativa correspondiente diese el visto bueno. Con la inflación galopante todas las cotizaciones quedaban anacrónicas, pues las imprentas, por ejemplo, nos ofrecían facturas proforma que tenían vigencia solo por un día. Me consagré entonces a adquirir víveres durante el horario laboral, como lo hacían mis sacrificados empleados, pues los alimentos más elementales escaseaban de manera alarmante. En diciembre de 1982 viajé al África y mi puesto fue ocupado, sin que yo haya sido notificado, por un miembro del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR), un partido político que conformaba, con otros, la coalición gobernante desde octubre de aquel año. Ese partido, de historia muy triste, debería haberse llamado la Manada de la Inconstancia Reiterativa. La inconstancia se refiere sólo a la esfera de los programas y las ideas. Sus miembros, siguiendo fielmente las tradiciones bolivianas más antiguas, sólidas y detestables, eran campeones para apoderarse de puestos en la administración pública y para aligerar el erario fiscal. Revolucionariamente tomaron nuestro instituto, pero allí su actuación fue igual a cero. También Don José fue destituido. No tuve más remedio que dedicarme a pensar a tiempo completo. Anclado en mi casa de La Paz empecé a cultivar las virtudes de la melancolía y la tristeza. Pero sin exageración o desesperación. ¿Qué hacer? En primer lugar: no preocuparse mucho por este problema insignificante, si uno lo compara con las terribles tragedias que los contemporáneos han tenido que sufrir bajo los regímenes totalitarios del siglo XX. En segundo lugar: hay que conducir la (poca) energía que a uno le queda a metas productivas y a actividades en favor del prójimo. Lo que se dice fácilmente y se ejecuta con grandes dificultades. En tercer lugar recordar lo que afirma Hans Magnus Enzensberg: lamentarse estropea el estilo.

Desde entonces yo tiendo a quejarme a causa de la falta de reconocimiento público, pero la verdad es siempre más compleja. El 2 de julio de 1987 ingresé a la Academia Boliviana de la Lengua como miembro de número, que es uno de los honores más altos que he recibido hasta hoy. Me convertí simultáneamente en miembro correspondiente de la Real Academia Española y poco después de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. El acto de ingreso tuvo lugar en los salones de la Academia de Ciencias y fue muy concurrido. El discurso de contestación estuvo a cargo de mi dilecto amigo Mariano Baptista Gumucio. El tema de mi ponencia no gustó al público, ya que hablé de una ambivalencia fundamental: el carácter de las tradiciones hispano-católicas en la época colonial, las que, según mi opinión, tenían un sentido doble o hasta múltiple. Mi tesis afirmaba categóricamente que ellas se mantenían vigentes en la Bolivia del siglo XX. Ese legado civilizatorio tenía un lado francamente negativo: la cultura política del autoritarismo, centralismo y dogmatismo, que constituye hasta hoy uno de los factores más fuertes de la vida pública en América Latina. Y un aspecto positivo, que abarcaba las creaciones artísticas y los valores normativos de orientación de la clase alta de la era colonial. Intenté mostrar cómo esa ambigüedad puede ser analizada a la luz de los conocimientos contemporáneos en ciencias sociales y en cuál grado afecta hasta hoy la vida pública y privada del país.

El público siempre quiere oír certidumbres, por más insignificantes que sean, y detesta escuchar dudas y cuestionamientos y, por supuesto, todo aquello que parece diferir de las modas intelectuales del momento. En el caso que relato aquí el público pertenecía mayoritariamente a las clases medias y se pensaba a sí mismo como democrático, moderno y progresista. Una concurrencia de ese tipo no acepta que esté inmersa en una cultura autoritaria y, además, aborrece toda mención de principios y valores aristocráticos, que los considera sin más como anacrónicos, superados y simplemente odiosos.

Los aspectos realmente creativos de la dimensión civilizatoria, que siempre son generados por individuos descollantes -es decir por una aristocracia cultural-, es lo que no pueden comprender las élites plutocráticas y tecnocráticas de la actualidad, que, entre otras cosas, manipulan a las masas hablando sin cesar de democracia. En 1987 me di cuenta de que esta temática no interesaba para nada ni a la nueva élite boliviana (formada después de 1952), ni a los grupos progresistas del campo político, ni a los integrantes del ámbito académico. Todos rechazaban y rechazan aún hoy el tratamiento diferenciado de las ambivalencias. Mi discurso ante la Academia de la Lengua, con un título inofensivo (Aspectos positivos y razonables de la herencia hispano-católica), fue publicado inmediatamente en un periódico de La Paz, e igualmente la respuesta de Mariano Baptista. La resonancia fue igual a cero.

A riesgo de aburrir a los posibles lectores, expongo aquí de manera muy breve las ideas centrales, porque son los pilares de casi toda mi producción intelectual. En aquel discurso traté de mostrar la complejidad de la herencia cultural latinoamericana y boliviana, que comprende, por una parte, los aspectos rescatables de la civilización premoderna (incluyendo las normativas éticas y estéticas de la vieja aristocracia) y, por otra, los rasgos negativos del mismo legado cultural (el autoritarismo y los fenómenos socio-políticos asociados al irracionalismo). Los regímenes premodernos no tenían, por supuesto, ninguna política pública conservacionista o pro-ecologista, pero su capacidad para destruir el medio ambiente se hallaba limitada, entre otros factores, por una tecnología incipiente. Estas reflexiones me llevaron a concebir los tres pilares de mis ideas posteriores: (1) la crítica del autoritarismo latinoamericano y sus raíces, (2) las razones por las cuales es improbable una política efectiva pro-ecologista en los países del Tercer Mundo y (3) la formulación de una teoría crítica de la modernización para dar cuenta de esos fenómenos y de su accionar combinado.

En la esfera de la creación artística y literaria considero que algunos valores aristocráticos no son para nada anacrónicos, superados u odiosos. Todas estas ideas las debo a los libros. El goce de la belleza artística nos protege, según Sigmund Freud, contra los sufrimientos que la vida nos depara inexorablemente. Lo que Freud escribió sobre asuntos estéticos pertenece a lo más notable de su extensa obra. Y yo añado: en la ancianidad me percato de que mi anhelo más profundo es trascender la esfera de lo habitual, es decir: de lo feo, de lo ordinario, de lo sórdido, y también (¿por qué no?) asestar un pequeño golpe a mis adversarios, pues quién en su sano juicio -se pregunta Freud en El malestar en la cultura-, se atrevería a refutar la profunda verdad contenida en la terrible frase de Plauto, Gracián y Hobbes: homo homini lupus. No hay duda de que el hombre es el peor enemigo del hombre, y esto ha sido así desde el comienzo de nuestra historia. Pero no prefigura obligatoriamente el futuro de la especie, como yo pretendo creer para tranquilizar mi consciencia.

Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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