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Domingo 21 de octubre de 2018

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Cultural El Duende

Las consecuencias del neoliberalismo y del postmodernismo en el ámbito socio-cultural

21 oct 2018

H.C.F. Mansilla

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La etapa actual de la era moderna no ha estado exenta de considerables paradojas. Una de ellas es el contraste entre la victoria de la democracia pluralista representativa sobre todos los modelos contrapuestos (como el fascismo y el comunismo) y, simultáneamente, el debilitamiento de sus vínculos internos, incluida la trivialización de sus principios fundamentales. Esta disolución de valores básicos es celebrada y practicada por intelectuales postmodernistas, que configuran un producto típico de la modernidad tardía, aunque ellos crean ser la oposición y superación de la misma. En gran medida ellos son los responsables contemporáneos de la abdicación del pensamiento ante un horizonte cultural y político percibido, así sea indirectamente, como la barrera infranqueable del quehacer humano.

La expansión casi universal de la economía de libre mercado, el colapso del marxismo y del socialismo, el consumismo a escala mundial y la popularidad de los medios masivos de comunicación no han producido, por lo tanto, ni la felicidad de los pueblos, ni la instauración de un régimen social generalmente aceptado y menos todavía un genuino renacimiento cultural. Los viejos fenómenos de alienación y cosificación están a la orden del día. Perduran y se han incrementado algunos fenómenos de larga data: la dilatación de la estulticia en la prensa y la televisión, la declina-ción de los principios éticos, una novedosa y refinada gama de posibilidades técnico-financieras de corrupción, la sensación de desamparo y sinsentido existenciales, la decadencia de la estética pública y la destrucción acelerada de importantes ecosistemas, como el bosque tropical.

Precisamente en los países más prósperos y avanzados, la prensa se ha dedicado a vulnerar la esfera de la privacidad e intimidad personales y a trivializar o tratar muy superficialmente el campo de los asuntos políticos, con lo que se aleja notablemente de la función que le era atribuida en el modelo clásico liberal-democrático. Además, la evolución de la moderna sociedad de consumo masivo ha transformado la estructura del público: el destinatario de la prensa ya no es la antigua burguesía, aquella capa social relativamente culta, interesada en el debate político y propensa al debate esclarecedor, sino los nuevos estratos medios difusos que aceptan indiscriminadamente los productos banales de la nueva "industria de la consciencia" (Hans Magnus Enzensberger). La decadencia de la opinión pública se manifiesta en la pérdida de resonancia socio-política que tenía aquella minoría independiente e ilustrada.

Justamente ante este tipo de desarrollo socio-cultural las escuelas postmodernistas y neoliberales no exhiben la necesaria consciencia crítica; muchos de sus más conspicuos representantes se dedican a alabar las manifestaciones más burdas de la cultura popular en cuanto productos ineludibles del múltiple quehacer de la sociedad, exculpando esta evolución mediante la presunta imposibilidad de fijar jerarquías éticas y estéticas de valores.

Estos decursos indudablemente negativos están asociados a la dilución de la idea del bien común, que se ha manifestado a lo largo de toda la historia del liberalismo y que fue canonizada por el positivismo. Esta constelación fue prefigurada por la tendencia autoritaria del liberalismo. Debemos a Thomas Hobbes la concepción de que no existe ninguna regla para determinar de manera axiomática lo que es bueno y malo; no habría, por ejemplo, ninguna manera de determinar objetivamente lo que es la justicia. Ex iure enim iustitia: lo justo es lo que prescribe la ley positiva que está casualmente en vigencia, independientemente de su contenido. Lo legal es lo legítimo. El que detenta el poder define el derecho, o dicho de otro modo: el poder y el derecho son las dos caras de la misma moneda. Auctoritas non veritas facit legem: no es la verdad, sino el poder político constituido el que define la ley. La validez de nuestras normas de convivencia no está basada en principios ahora calificados de metafísicos, ni en ninguna prescripción que no sea la decisión contingente y temporal de algún organismo estatal, fruto de un compromiso político aleatorio.

En esta misma vena el padre del postmodernismo, Arthur Schopenhauer, afirmó que la función principal del Estado es colocar un bozal al Hombre, el animal de rapiña por excelencia, para protegerlo de sí mismo. Por lo tanto no habría que esperar ninguna acción ética de parte del Estado y ningún mejoramiento moral del Hombre. El Estado constituiría solamente una maquinaria social -un mal necesario- que vincula el egoísmo individual de los mortales con su instinto colectivo de supervivencia; la política se reduciría a evitar la autodestrucción de la especie. La sociedad sería similar a un rebaño de puercoespines situados alrededor de un gran fuego: los astutos de entre ellos no se acercan demasiado al fuego ni a los semejantes para no quemarse ni pincharse mutuamente, y tampoco se alejan demasiado para no enfriarse. En este contexto no puede surgir una concepción del bien común allende las componendas circunstanciales del momento. Los grandes pensadores liberales, como Adam Smith, John Locke, Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill, Karl R. Popper y Ralf Dahrendorf, jamás renegaron de la moral y del derecho natural. No podemos renunciar a reflexiones y, sobre todo, a planteamientos éticos de relevancia práctica.

La visión neoliberal olvida que el mercado únicamente puede aprehender necesidades y desenvolvimientos actuales y no la situación en un futuro de largo plazo; los derechos de la naturaleza propiamente dicha y de las generaciones futuras quedan fuera de todo cálculo mercantil, por más sutil que éste sea. Por lo demás, el neoliberalismo no concibe ciudadanos, sino consumidores. La temática ambiental requiere, empero, de una discusión pública, racional, libre y altamente compleja, que sólo se puede dar exitosamente entre ciudadanos bien informados y no entre consumidores con necesidades y caprichos de corto aliento. El mercado ha demostrado ser un excelente instrumento para solucionar problemas cuantitativos, pero resulta inoperante ante asuntos de orden cualitativo. El campo de la estética (incluyendo el arte y la literatura), el terreno del afecto, el amor y la solidaridad, el espacio de la ciencia, el área de la religión y la ética, el ámbito de la organización del Estado y la sociedad, la invulnerabilidad del individuo, la preservación del medio ambiente y la preocupación por la suerte de las generaciones posteriores corresponden a aquellas ac-tividades que no deberían ser sometidas a los vaivenes del mercado, a las inclinaciones contingentes de la moda o a las usanzas ideológicas del momento. Para ellas vale el contexto configurado por la idea del bien común; sus problemas no pueden ser resueltos por la ley de la oferta y la demanda o (lo que es lo mismo) por la prevalencia de las modas valorativas del día.

Por otra parte, el neoliberalismo parte de principios científicamente controvertidos, como ser la bondad liminar de la industrialización y la urbanización aceleradas y la posibilidad de crecimiento y desarrollo ilimitados de las sociedades humanas, posibilidad considerada a priori como algo totalmente garantizado y empíricamente comprobado, cuando el debate ecológico de las últimas décadas ha mostrado justamente las falacias de tales aseveraciones. Como dijo Fernando Mires, "bajo la hegemonía del neoliberalismo se consuma una tendencia que venía anunciándose desde los años treinta, a saber: la autonomización del pensamiento económico por sobre todas las demás disciplinas del saber social". El incremento infinito de la competitividad y la ilimitada competencia económico-comercial internacional son conceptos basados en falacias lógicas; se trata de decursos que en sí mismos pueden resultar altamente autodestructivos. El mercado mismo, por ejemplo, es una institución donde factores extra-económicos juegan un rol destacadísimo. La ley de la oferta y la demanda, comprendida únicamente en términos económico-financieros, configura sólo uno de sus componentes. Todos estos enfoques no toman en cuenta la inconmensurabilidad económico-financiera de la naturaleza y representan, por lo tanto, un retroceso en la conformación del pensamiento occidental.

El pensamiento liberal clásico ha conservado algo de un moralismo anticuado: las decisiones políticas son, en última instancia, elecciones éticas, que pueden ser alcanzadas sólo por medio del libre intercambio de ideas y el análisis desapasionado de las mimas, ya que no existe otro camino para arribar a un consenso razonable. La política en sentido estricto no existe si todo ya está predeterminado por leyes inmutables del desenvolvimiento histórico ni tampoco en una constelación de un completo relativismo de valores. Precisamente en medio de la actual euforia postmodernista, que tiende a devaluar cualquier consideración moral, Ralf Dahrendorf señaló que la ausencia de normas y la falta de códigos de honor, en una palabra: la anomia, es dañina para la libertad. "La libertad se transforma en una pesadilla existencialista en la que todo es lícito y nada es importante".

Un mundo como lo suponen las teorías neoliberales y postmodernistas -constituido sólo por intereses materiales o por meros signos semánticos de carácter enteramente fortuito- no provee la base para experimentar o entender siquiera lo que es belleza o bondad o solidaridad, y tampoco posibilita la genuina creación artística e intelectual. Este horizonte de tedio y vacío está ocupado por la inflacionaria producción postmodernista de textos que tratan precisamente de demostrar que no existe lo que critican. Es probablemente exagerada la opinión de George Steiner de que estas corrientes sólo han producido una avalancha de lo accesorio, retórico, contradictorio y baladí, cuyo valor intrínseco es cercano a cero, aunque no hay duda de que los escritos más importantes de las mismas están llenos de tecnicismos superfluos, detalles desdeñables y largos capítulos consagrados a cuestiones insubstanciales. Según Steiner estas obras han engendrado el "predominio de lo secundario y parasitario", la tiranía del comentario hipertrófico, la prevalencia de la pedantería burocrática y de la mediocridad preciosista, y una marea de informaciones banales pero bien empaquetadas y mejor digeridas por un mercado insaciable de trivialidades. El periodismo contem-poráneo hace otro tanto: se dedica con voracidad a lo marginal y lo insignificante, no sabe discriminar entre lo relevante y lo superfluo, no puede entender qué son actos dignos, logros cimentados en el esfuerzo creador o jerarquías basadas en la distinción. La posibilidad de la reproducción técnica de millones de tonterías y futilidades suscita el mundo actual del vacío repleto, la retórica de la simulación, el paraíso de los astutos charlatanes. El futuro que nos espera no es brillante.

Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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