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Llegamos a Oruro una tarde muy frÃa, y a pesar del vientecillo helado que sopla y discurre por las asfaltadas calles de la ciudad del trabajo, pronto estamos paseando por la estrecha calle BolÃvar, iluminada con brillante policromÃa. Muy luego encontramos a varios amigos a los que tenemos que confesar el motivo de nuestras andanzas.
Su eterna sonrisa se acentúa al contestarnos: "¡Pero che! Ustedes quieren comer bocados verdaderamente orureños y ya están por acostarse. Por lo visto no están ni remotamente enterados de las formalidades de estilo necesarias para gustar un manjar netamente de Oruro y que es la delicia de los buenos quirquinchos desde hace muchÃsimos añosÂ? ¡Tenemos que salir!"
El jovial compañero nos mira, sonriente, y dice: "Ahora es cuando". Y con la seguridad que da la costumbre, nos conduce a una casita de la calle Cochabamba. Entramos y pronto estamos sentados alrededor de una mesa. Estoy asombrado pensando lo intempestivo de la hora para comer. Desde luego, no tengo absolutamente ni pizca de apetito.
Espero el acostumbrado arreglo de la mesa: cubiertos, alcuza, mantel, panÂ? Pero una gorda sirvienta viene y coloca delante de cada uno de nosotros solamente un plato vacÃo. Regresa y pone otro plato al centro de la mesa, lleno de una masa verdusca de olor penetrante. Curioso, estiro el cuello y hueloÂ? ¡y quedo espantado! Es la feroz, la terrible, la famosa uchu llajwa. El ajà que quema los labios, que abrasa la lengua, que da más apetitoÂ? ¡Es ella!
Nuevo viaje de la gorda sirvienta. Ahora trae una botella de singani y tres vasos. Y por último, la entrada triunfalÂ? ¡Orureños, de pie! Son los ¡rostros asados! Una cabeza de cordero, Ãntegra, es depositada en el plato de cada comensal. Curioseo la famosa especialidad de Oruro. La cabeza ha sido cocida al horno con cuero, lana y todo. El negruzco hocico del honrado rumiante se ha tostado y fruncido, dejando al descubierto los amarillentos dientes en una trágica sonrisa póstuma.
Y vemos. Con una maestrÃa que denota su costumbre, procede a descoyuntar las mandÃbulas del cordero. Luego de dejar mondos y lirondos los maxilares, se sirve de uno de ellos como de ganzúa y con la habilidad de un experto ladrón, introduce la punta en el agujero occipital y con un brusco movimiento y un crujido siniestro, el cráneo se abre y los blancuzcos y humeantes sesos quedan al descubierto.
Fuente: "Lo que se come en Bolivia" 2014 (Ministerio de Culturas y Turismo)
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