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Segunda y última parte
Poco después estaban los tres sentados a la mesa, y fue servida la sopa que a Meireles le supo, como era natural, a hielo. Ya iba a hacer un discurso respecto a la desidia de los criados, cuando Luis Negreiros confesó que todo era culpa suya, porque la cena estaba hacÃa tiempo en la mesa. La declaración sólo consiguió mudar el asunto del discurso, que versó ahora sobre esa cosa terrible que es una cena recalentada, qui ne valut jamais rien.
Meireles era un hombre alegre, travieso, acaso demasiado frÃvolo para su edad pero, con todo, interesante. Luis Negreiros le tenÃa mucho afecto, y veÃa correspondido ese cariño de pariente y de amigo, tanto más sincero si se piensa que Meireles sólo accedió tarde y de mala gana al matrimonio de su hija. Duró el noviazgo cerca de cuatro años, de los cuales el padre de Clarinha invirtió más de dos en meditar y resolver el asunto del casamiento. Al final dio su aprobación, y esto, decÃa él, más por las lágrimas de la hija que por los atributos del yerno. La causa de tan larga vacilación eran los hábitos poco austeros de Luis Negreiros; no los que mostró durante el noviazgo, sino los que habÃa tenido antes y que bien podrÃa volver a tener después. Meireles confesaba ingenuamente que habÃa sido marido poco ejemplar, y juzgaba que por eso mismo debÃa dar a la hija mejor esposo de lo que él fuera. Luis Negreiros desmintió las aprensiones del suegro; el león impetuoso de antes se transformó en tranquilo cordero. Una amistad franca nació entre suegro y yerno, y Clarinha se convirtió en una de las más envidiadas jóvenes de la ciudad. Y era mayor el mérito de Luis Negreiros si se piensa que no le faltaban tentaciones. El diablo se metÃa a veces en la piel de algún amigo, e iba a convidarlo a recordar buenos tiempos. Pero Luis Negreiros respondÃa que se habÃa retirado a buen puerto y no querÃa arriesgarse otra vez a las tormentas del alto mar. Clarinha amaba tiernamente al marido, y era la más dócil y afable criatura que por entonces respirara el aire fluminense. Nunca habÃa existido disgusto entre ellos; la limpidez del cielo conyugal era siempre la misma, y parecÃa mostrarse duradera. ¿Qué mal destino sopló allà la primera nube?
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Durante la cena, Clarinha no pronunció palabra, o dijo pocas y aun asà las más breves y frÃas.
"Están de riña, no hay duda", pensó Meireles al ver la pertinaz mudez de su hija. "Y la ofendida es sólo ella porque él parece estar muy alegre".
Luis Negreiros, en efecto, se deshacÃa en agrados, mimos y cortesÃas con su mujer, que ni siquiera lo miraba de frente. El marido se exasperaba ya con la presencia del suegro, ansioso de estar a solas con la esposa para la reconciliación final. Clarinha no parecÃa compartir ese deseo; comió poco y dos o tres veces se le escapó del pecho un suspiro. Ya puede verse que la cena, a pesar de los esfuerzos, no era como la de los otros dÃas.
Meireles, sobre todo, se sentÃa molesto, aunque de ningún modo recelaba un problema mayor; su opinión era que sin riñas no se aprecia la felicidad, como no se aprecia el buen tiempo sin tempestades. Con todo, las tristezas de la hija siempre conseguÃan quitarle la tranquilidad. A la hora del café, Meireles propuso que se fueran los tres al teatro; Luis Negreiros aceptó la idea con entusiasmo. Clarinha rehusó secamente.
-No te entiendo hoy, Clarinha -dijo el padre con impaciencia-. Tu marido está alegre y tú pareces abatida y preocupada. ¿Qué tienes?
Clarinha no respondió; Luis Negreiros, sin saber qué decir, se dedicó a hacer bolitas con las migas del pan. Meireles se encogió de hombros.
-Allá se entiendan ustedes -dijo-. Si mañana, a pesar del dÃa que es, continúan asÃ, les prometo que no han de verme ni la sombra.
-¡Ah, no! Tiene que venir -empezó a decir Luis Negreiros, pero fue interrumpido por su mujer, que rompió a llorar.
La cena acabó asÃ, triste y enfurruñada. Meireles pidió una explicación al yerno, y este prometió que se lo contarÃa todo en mejor ocasión. Poco después salÃa el padre de Clarinha insistiendo de nuevo en que, de hallarse al dÃa siguiente en el mismo estado, jamás volverÃa a aquella casa, y que si existÃa algo peor que una cena frÃa o recalentada, era una cena mal digerida. Este axioma valÃa tanto como el de Boileau, pero nadie le prestó atención. Clarinha se marchó a su cuarto; el marido, luego de despedir al suegro, fue en su busca. La encontró sentada en la cama, con la cabeza sobre una almohada, y sollozando. Luis Negreiros, arrodillándose ante ella, cogió entre las suyas una de sus manos.
-Clarinha -dijo-, perdóname todo. Ya sé la explicación del reloj; si tu padre no me hubiera hablado de venir mañana, no hubiera sido capaz de adivinar que el reloj era tu regalo de cumpleaños.
No me atrevo a describir el soberbio gesto de indignación con que la joven se levantó al oÃr estas palabras del marido. Luis Negreiros la miró sin comprender nada. La joven no dijo una sola sÃlaba; salió del cuarto y dejó al infeliz consorte más confuso que nunca.
-¿Pero qué enigma es éste? -se preguntaba a sà mismo Luis Negreiros-. Si no era un regalo de cumpleaños, ¿qué explicación puede tener el tal reloj?
La situación volvÃa a ser la misma de antes de la cena. Luis Negreiros tomó la resolución de descubrir todo aquella noche. Pensó, sÃ, que era preciso reflexionar maduramente sobre el caso y hallar una resolución que fuese decisiva. Con este propósito se recogió en su gabinete, y allà repasó todo lo que habÃa pasado desde su regreso a casa. Pesó frÃamente todas las razones, todos los incidentes, y buscó reproducir en su memoria las expresiones del rostro de la joven a lo largo de aquella tarde. El gesto de indignación y repulsa cuando él quiso abrazarla en la sala de costura, estaban a favor de ella; pero el ademán con que se mordió los labios en el momento en que él le mostró el reloj, las lágrimas en la mesa, y sobre todo el silencio que mantenÃa respecto a la procedencia del fatal objeto, todo eso hablaba en contra de la joven.
Luis Negreiros, después de mucho meditar, optó por la más triste y deplorable de las hipótesis. Una idea mala empezó a clavársele en el alma, como un estilete, y tan hondo penetró que se adueñó de él en pocos instantes. Luis Negreiros era hombre colérico cuando la ocasión lo pedÃa. Profirió dos o tres amenazas, salió del gabinete y fue a enfrentarse con la mujer. Clarinha se habÃa recogido de nuevo en su cuarto. La puerta estaba sin seguro. Eran las nueve de la noche; una pequeña lamparilla daba luz escasa al aposento. La joven estaba como antes sentada en la cama, pero no lloraba; tenÃa los ojos fijos en el suelo. No intentó siquiera levantarlos cuando sintió entrar al marido.
Hubo un momento de silencio. Luis Negreiros fue el primero en hablar.
-Clarinha -dijo-, este es un momento solemne. ¿Me responderás a lo que te pregunto desde esta tarde?
La joven no respondió.
-Piénsalo bien, Clarinha -continuó el marido-, puede estar en riesgo tu propia vida.
La joven se encogió de hombros. Una nube cruzó por los ojos de Luis Negreiros. El infeliz marido lanzó las manos al cuello de la esposa, y rugió:
-¡Responde, demonio, o mueres!
Clarinha soltó un grito.
-¡Espera! -dijo.
Luis Negreiros retrocedió.
-Mátame -dijo ella-, pero lee esto primero. Cuando esta carta llegó a tu oficina ya tú te habÃas ido: me lo dijo el mensajero que la trajo.
Luis Negreiros recibió la carta, se acercó a la lamparilla y leyó estupefacto estas lÃneas:
Mi bebé. Sé que mañana cumples años; te envÃo este recuerdo
Tu Zepherina
Asà acabó la historia del reloj de oro.
Fin