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Domingo 07 de octubre de 2018

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Cultural El Duende

El reloj de oro

07 oct 2018

Joaquim María Machado de Assis (Brasil, 1839-1908)

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Segunda y última parte

Poco después estaban los tres sentados a la mesa, y fue servida la sopa que a Meireles le supo, como era natural, a hielo. Ya iba a hacer un discurso respecto a la desidia de los criados, cuando Luis Negreiros confesó que todo era culpa suya, porque la cena estaba hacía tiempo en la mesa. La declaración sólo consiguió mudar el asunto del discurso, que versó ahora sobre esa cosa terrible que es una cena recalentada, qui ne valut jamais rien.

Meireles era un hombre alegre, travieso, acaso demasiado frívolo para su edad pero, con todo, interesante. Luis Negreiros le tenía mucho afecto, y veía correspondido ese cariño de pariente y de amigo, tanto más sincero si se piensa que Meireles sólo accedió tarde y de mala gana al matrimonio de su hija. Duró el noviazgo cerca de cuatro años, de los cuales el padre de Clarinha invirtió más de dos en meditar y resolver el asunto del casamiento. Al final dio su aprobación, y esto, decía él, más por las lágrimas de la hija que por los atributos del yerno. La causa de tan larga vacilación eran los hábitos poco austeros de Luis Negreiros; no los que mostró durante el noviazgo, sino los que había tenido antes y que bien podría volver a tener después. Meireles confesaba ingenuamente que había sido marido poco ejemplar, y juzgaba que por eso mismo debía dar a la hija mejor esposo de lo que él fuera. Luis Negreiros desmintió las aprensiones del suegro; el león impetuoso de antes se transformó en tranquilo cordero. Una amistad franca nació entre suegro y yerno, y Clarinha se convirtió en una de las más envidiadas jóvenes de la ciudad. Y era mayor el mérito de Luis Negreiros si se piensa que no le faltaban tentaciones. El diablo se metía a veces en la piel de algún amigo, e iba a convidarlo a recordar buenos tiempos. Pero Luis Negreiros respondía que se había retirado a buen puerto y no quería arriesgarse otra vez a las tormentas del alto mar. Clarinha amaba tiernamente al marido, y era la más dócil y afable criatura que por entonces respirara el aire fluminense. Nunca había existido disgusto entre ellos; la limpidez del cielo conyugal era siempre la misma, y parecía mostrarse duradera. ¿Qué mal destino sopló allí la primera nube?

Durante la cena, Clarinha no pronunció palabra, o dijo pocas y aun así las más breves y frías.

"Están de riña, no hay duda", pensó Meireles al ver la pertinaz mudez de su hija. "Y la ofendida es sólo ella porque él parece estar muy alegre".

Luis Negreiros, en efecto, se deshacía en agrados, mimos y cortesías con su mujer, que ni siquiera lo miraba de frente. El marido se exasperaba ya con la presencia del suegro, ansioso de estar a solas con la esposa para la reconciliación final. Clarinha no parecía compartir ese deseo; comió poco y dos o tres veces se le escapó del pecho un suspiro. Ya puede verse que la cena, a pesar de los esfuerzos, no era como la de los otros días.

Meireles, sobre todo, se sentía molesto, aunque de ningún modo recelaba un problema mayor; su opinión era que sin riñas no se aprecia la felicidad, como no se aprecia el buen tiempo sin tempestades. Con todo, las tristezas de la hija siempre conseguían quitarle la tranquilidad. A la hora del café, Meireles propuso que se fueran los tres al teatro; Luis Negreiros aceptó la idea con entusiasmo. Clarinha rehusó secamente.

-No te entiendo hoy, Clarinha -dijo el padre con impaciencia-. Tu marido está alegre y tú pareces abatida y preocupada. ¿Qué tienes?

Clarinha no respondió; Luis Negreiros, sin saber qué decir, se dedicó a hacer bolitas con las migas del pan. Meireles se encogió de hombros.

-Allá se entiendan ustedes -dijo-. Si mañana, a pesar del día que es, continúan así, les prometo que no han de verme ni la sombra.

-¡Ah, no! Tiene que venir -empezó a decir Luis Negreiros, pero fue interrumpido por su mujer, que rompió a llorar.

La cena acabó así, triste y enfurruñada. Meireles pidió una explicación al yerno, y este prometió que se lo contaría todo en mejor ocasión. Poco después salía el padre de Clarinha insistiendo de nuevo en que, de hallarse al día siguiente en el mismo estado, jamás volvería a aquella casa, y que si existía algo peor que una cena fría o recalentada, era una cena mal digerida. Este axioma valía tanto como el de Boileau, pero nadie le prestó atención. Clarinha se marchó a su cuarto; el marido, luego de despedir al suegro, fue en su busca. La encontró sentada en la cama, con la cabeza sobre una almohada, y sollozando. Luis Negreiros, arrodillándose ante ella, cogió entre las suyas una de sus manos.

-Clarinha -dijo-, perdóname todo. Ya sé la explicación del reloj; si tu padre no me hubiera hablado de venir mañana, no hubiera sido capaz de adivinar que el reloj era tu regalo de cumpleaños.

No me atrevo a describir el soberbio gesto de indignación con que la joven se levantó al oír estas palabras del marido. Luis Negreiros la miró sin comprender nada. La joven no dijo una sola sílaba; salió del cuarto y dejó al infeliz consorte más confuso que nunca.

-¿Pero qué enigma es éste? -se preguntaba a sí mismo Luis Negreiros-. Si no era un regalo de cumpleaños, ¿qué explicación puede tener el tal reloj?

La situación volvía a ser la misma de antes de la cena. Luis Negreiros tomó la resolución de descubrir todo aquella noche. Pensó, sí, que era preciso reflexionar maduramente sobre el caso y hallar una resolución que fuese decisiva. Con este propósito se recogió en su gabinete, y allí repasó todo lo que había pasado desde su regreso a casa. Pesó fríamente todas las razones, todos los incidentes, y buscó reproducir en su memoria las expresiones del rostro de la joven a lo largo de aquella tarde. El gesto de indignación y repulsa cuando él quiso abrazarla en la sala de costura, estaban a favor de ella; pero el ademán con que se mordió los labios en el momento en que él le mostró el reloj, las lágrimas en la mesa, y sobre todo el silencio que mantenía respecto a la procedencia del fatal objeto, todo eso hablaba en contra de la joven.

Luis Negreiros, después de mucho meditar, optó por la más triste y deplorable de las hipótesis. Una idea mala empezó a clavársele en el alma, como un estilete, y tan hondo penetró que se adueñó de él en pocos instantes. Luis Negreiros era hombre colérico cuando la ocasión lo pedía. Profirió dos o tres amenazas, salió del gabinete y fue a enfrentarse con la mujer. Clarinha se había recogido de nuevo en su cuarto. La puerta estaba sin seguro. Eran las nueve de la noche; una pequeña lamparilla daba luz escasa al aposento. La joven estaba como antes sentada en la cama, pero no lloraba; tenía los ojos fijos en el suelo. No intentó siquiera levantarlos cuando sintió entrar al marido.

Hubo un momento de silencio. Luis Negreiros fue el primero en hablar.

-Clarinha -dijo-, este es un momento solemne. ¿Me responderás a lo que te pregunto desde esta tarde?

La joven no respondió.

-Piénsalo bien, Clarinha -continuó el marido-, puede estar en riesgo tu propia vida.

La joven se encogió de hombros. Una nube cruzó por los ojos de Luis Negreiros. El infeliz marido lanzó las manos al cuello de la esposa, y rugió:

-¡Responde, demonio, o mueres!

Clarinha soltó un grito.

-¡Espera! -dijo.

Luis Negreiros retrocedió.

-Mátame -dijo ella-, pero lee esto primero. Cuando esta carta llegó a tu oficina ya tú te habías ido: me lo dijo el mensajero que la trajo.

Luis Negreiros recibió la carta, se acercó a la lamparilla y leyó estupefacto estas líneas:

Mi bebé. Sé que mañana cumples años; te envío este recuerdo

Tu Zepherina

Así acabó la historia del reloj de oro.

Fin

Para tus amigos: