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Domingo 09 de septiembre de 2018

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Cultural El Duende

Los libros: mi acceso al mundo

09 sep 2018

H. C. F. Mansilla

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Los libros, junto con las obras de arte, han representado mi principal acceso al mundo. Cuando era niño recibí las impresiones más fuertes de parte de los libros y las películas, no de experiencias corporales o psíquicas inmediatas. Aprendí lentamente a comprender el universo a través de aquello que los autores nos enseñan mediante sus textos. Por ello regreso de vez en cuando al ámbito de los libros de la infancia y la juventud, y en diálogo con ellos me dedico a recordar y analizar los hechos formativos de mi vida. Creo que mis modestos principios éticos y mis anhelos más profundos fueron modelados por los cuentos de hadas, los relatos fantásticos de los hermanos Grimm, las leyendas de las Mil y una noches y las novelas de Julio Verne y Alexandre Dumas, que devoré con gran entusiasmo. Eran los regalos más esperados de mis años infantiles. Estas concepciones morales fueron consolidadas por las obras de la literatura clásica. Para preparar este texto acaricié esos libros después de largas décadas, y sentí otra vez la emoción del primer momento. Salvo excepciones, no los encontré decepcionantes como ocurre casi siempre cuando uno vuelve a ver objetos del pasado lejano, que entretanto han perdido la magia y la importancia de los primeros momentos. Ello se debe, probablemente, a mi convicción de que esos principios morales son superiores y más sólidos que los derivados del relativismo postmodernista actual y de las modas intelectuales del presente.

Nos dice Stefan Zweig: la memoria es una forma de "auto-engaño mágico". Y me digo, aunque sin mucha convicción, que pese a ello hay que permanecer fieles a los sueños de la infancia, los mejores, los más nobles, los que no permiten que la venganza, la maldad y la astucia tengan la última palabra. Esta lealtad es tal vez una forma de superar el auto-engaño mágico y sus curiosas consecuencias. Tengo la firme convicción de que los anhelos de la infancia, constituidos con la ayuda de las obras ya mencionadas de la gran literatura, representan lo más noble y lo más preciado que nos podemos imaginar.

El acercamiento a la vida a través de los libros y las obras de arte es recomendable por otra razón. En el ya largo curso de la historia los seres humanos hemos alcanzado un alto grado de complejidad, que hace obsoleta toda explicación simple de nuestra existencia. Los buenos poetas, escritores y artistas han resultado ser los mejores intérpretes de nuestra complejidad. Citando las grandes obras de la creación literaria y filosófica es como puedo aclararme a mí mismo el sentido de la existencia. No hay duda de que el invento más glorioso de los hombres ha sido el libro. El aire que emana de las grandes obras no es un viento pesado o anacrónico, sino una corriente cosmopolita, en principio abierta a todo el mundo. Este aire permite soñar, imaginarse un mundo diferente y tal vez mejor. Al mismo tiempo los textos escritos son el asilo más seguro y confiable de los recuerdos. Los recuerdos constituyen probablemente el único paraíso, de cual nadie nos puede expulsar. Los recuerdos son el único espacio de la vida, sagrado e intocable, que se halla por afuera de los golpes del destino y las maldades de los hombres.

Dice Mario Vargas Llosa: no es seguro que los pequeños espacios de civilización (los libros, las obras de arte, las pequeñas cosas refinadas que coleccionamos) puedan a la larga prevalecer sobre la barbarie. Pero estos espacios de la cultura, la literatura, las artes y de la filosofía, "desanimalizan a los seres humanos, extienden extraordinariamente su horizonte vital, atizan su curiosidad, su sensibilidad, su fantasía, sus apetitos, sus sueños, los hacen más porosos a la amistad y al diálogo, y mejor preparados para enfrentar la infelicidad". En cambio, añade Vargas Llosa, el periodismo contemporáneo no tiene hoy la función de informar, sino la de hacer desaparecer toda posibilidad de diferenciar entre verdad y mentira, entre la realidad y la ficción creada por los medios masivos de comunicación, especialmente por la televisión.

El hombre del espíritu, en cambio, es esclavo de su taller, de la tarea que él mismo se impone. Y yo digo: los artistas, los pensadores y los intelectuales vivimos en la soledad, en la lucha permanente con la propia creación, totalmente consagrados a nuestro trabajo y nuestra sagrada misión. Nunca cesamos, por otra parte, de tener cierta envidia a los diletantes exitosos. El verdadero artista, nos dice Stefan Zweig -uno de mis autores favoritos- se dedica a elaborar y a pensar en aquellas facetas de la existencia que no pudo o no quiso alcanzar y vivir personalmente.

Mencioné principios éticos y anhelos profundos, pero lo hago sin el menor impulso didáctico y sin dramatismo. Vengo simplemente de otro mundo y de otra época, cuando estos valores aún tenían una cierta presencia. No hay duda de que hablo con un énfasis anticuado acerca de la dilución de principios morales, pero es la misión que me han impuesto los libros y las grandes obras de arte. Sé que caigo en un espíritu melodramático al hablar de una misión, pero es lo que me impulsa a elaborar textos a mi avanzada edad y lo que subyace al espíritu de mis propios libros. Hoy en día los libros de ciencias sociales sólo pueden subsistir bajo la forma de un cuestionamiento, es decir como análisis del fundamento de toda creencia y como elemento reflexivo de toda actividad humana.

Mi preocupación principal -que se vislumbra en todos mis libros- ha sido el individuo expuesto a los avatares de las sociedades modernas, la persona sometida al sinsentido de la historia y el destino, el ser pensante topándose con las perversidades del colectivismo y las necedades de la opinión pública. La promesa de un mundo feliz se ha transformado hoy en la posibilidad de la destrucción ecológica y la regresión histórica. Reivindico el valor superior del individuo frente a las coacciones manifiestas de los sistemas autoritarios, por un lado, y ante las seducciones sutiles de la industria contemporánea de la cultura, por otro. La pesadumbre y la melancolía, el desencanto y el desconcierto serían entonces el estado de ánimo de toda persona medianamente informada e inteligente. En un rapto de entusiasmo racionalista, Karl Marx exclamó que nuestro deber era cambiar el mundo según los dictados de la razón histórica. Hoy, más humildes, sabemos que nuestra obligación es preservarlo de las pesadillas y las tentaciones de la razón, apoyándonos en un principio de responsabilidad basado paradójicamente en la modestia histórica. Como escribió Hannah Arendt, la fidelidad se convierte en el signo y símbolo de la verdad: "Al término de nuestra vida sabemos que sólo es verdad aquello a lo cual le pudimos conservar la fidelidad hasta el final".

Las grandes creaciones del arte y la literatura amortiguan nuestra tristeza porque nos ayudan a traspasar el nivel de lo fáctico, lo cotidiano y lo estrictamente útil y alcanzar de este modo el ámbito de lo bello, lo que nos acerca al plano de los valores estéticos poco contaminados por las necesidades de la mera supervivencia. Asevero estas cosas apoyado en filósofos clásicos, lo que hoy es signo de necedad y anacronismo, pero que para mí sigue siendo una conducta aceptable. Creo que la belleza es la expresión de la libertad y la autonomía individual, además del talento artístico, pues las grandes obras de arte son la síntesis de naturaleza y libertad.

Los intelectuales somos casi siempre personas inseguras e insatisfechas. Por ello escribimos. Ese es nuestro punto de honor y gloria y también nuestro cimiento de la tristeza. Esta inclinación libresca tiene sus aspectos problemáticos. Leyendo la biografía de Erasmo de Rotterdam por Zweig me digo: Como yo, Erasmo nunca estuvo realmente en contacto con la realidad, pese a su notable sensibilidad y a su predisposición a conocer las cosas. Comprendió el mundo a través de los libros, mediante otros autores o con ayuda de relatos de terceros. Es claramente mi caso. Todo se debió, quizá, a una convicción fundamental de Erasmo: la consciencia de que no se puede investigar y menos conocer el fundamento último de las cosas. Y yo añado: La verdadera y única tarea y vocación moral de los humanistas es sobrevivir manteniendo la fidelidad a los valores éticos, precisamente en las épocas de confusión y fanatismo. Hay que ser imparcial en todas las cosas, hay que tratar de comprender lo extraño y extranjero, y hay que hacerlo con humildad, pero con fidelidad a la gran causa: servir a la comprensión entre los hombres, las culturas y las naciones. Y esto no es lo mismo que pretender averiguar la única verdad.

Escribo mis textos exclusivamente de noche, escuchando música clásica y leyendo al mismo tiempo alguna novela. Qué habitual, qué cursi, qué ridículo, dirán mis enemigos. No soy original, es verdad, aunque trato de parecerlo a cada instante. Entonces me acuerdo de las palabras de Stefan Zweig: la noche siempre incita los sentidos de forma fantasiosa, confundiendo nuestras esperanzas y enturbiando nuestra mente con el dulce veneno de los sueños. La noche nos ayuda a transformar lo increíble en realidad. O por lo menos así me parece. La noche se parece a la penumbra de la renuncia, que, como afirmó Zweig, es la mejor constelación para aquel que ama verdadera y fielmente la vida.

Y así llego a una conclusión provisional. Lo razonable es algo que ha pasado por el tamiz del escepticismo: honor sin gloria, grandeza sin brillo, dignidad sin recompensa, religión sin dogma, calidad sin estridencia.

* Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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