No me creo ni lo que me llamo

Mi primer disco de rock que me regalaron, fue un single de Iron Maiden del tema Aces High. Cuando lo escogí para que me lo obsequien no fue ni por la canción, ni siquiera por el grupo, fue la tapa del disco lo que me cautivó.

Se trataba de la mascota de la banda, Eddie. Era la figura de una calavera, ataviada con los atuendos de un piloto de aviación de la Segunda Guerra Mundial, dentro de la cabina de un avión Supermarine Spitfire combatiendo ME 109´s alemanes durante una batalla contra Inglaterra.

Cuando llegué a casa y puse el disco en la consola y la aguja empezó a reproducir los primeros riffs de la canción, quedé prendado de ese quinteto inglés para el resto de mi vida. El mejor grupo de la historia del heavy metal se adueñó de mi preferencia musical, aunque no los había buscado precisamente por sus dotes artísticos, sino por un gancho comercial fantástico que tienen en su mascota.

Iron Maiden traducido al español significa "Doncella de Hierro" y era el nombre de un método de tortura empleado sobre todo durante la Santa Inquisición, entre muchos otros, para socavar la vida de los imputados por la iglesia católica.

La idea prima de esta institución religiosa fue la de luchar contra la herejía, combatir la brujería, castigar los aquelarres y a los cátaros. También castigaban a los sodomitas y las bestialidades, siendo una fórmula tribunal impuesta por la inquisición episcopal la que determinaba quién debía o no ser sometido a esta instancia religiosa.

Pero como sucede siempre con las actividades humanas, las mismas suelen empezar con una idea y terminar con una realidad diametralmente diferente a la que estaba proyectada. La inquisición no estuvo al margen, y culminó siendo utilizada abusivamente para ajusticiar a cualquiera con o sin razón. Bastaba con que alguien acuse a cualquiera de brujería para que inmediatamente se tomen medidas en contra de esa persona y la pongan a disposición del tribunal inquisidor.

Lógicamente cualquiera que fuera acusado injustamente negaba rotundamente los hechos, no solo porque podía tratarse de una mentira absoluta, sino sobre todo, porque el mundo entero le tenía pavor a las consecuencias de caer en manos de los inquisitivos.

Al principio los tribunos exigían que los acusadores presenten evidencia para la acusación, pero como la mayoría de las veces esta no existía, y para muchos de los religiosos, el objetivo principal de la institución era sembrar terror para que la gente no cometa herejía, lo que se optaba era obtener la confesión afirmativa por medio de la tortura.

Teóricamente, el propósito de la misma no era causar dolor porque sí, sino que a través del suplicio, el cuerpo se purifique y se puedan expulsar los demonios que moraban en él.

Como la aceptación del pecado era implícito, matarla a través de un método doloroso, le garantizaba al pecador arrepentido, un lugar en el Cielo, por lo tanto, el martirio estaba institucionalizado, respetado y temido por igual.

La rueda, la cigüeña, la doncella de hierro, la tortuga, el garrote, el potro, la pera y decenas de otros, eran métodos empleados por los verdugos que buscaban en los autos de fe, la confesión de los desgraciados en frente del brazo secular, para que puedan dar su veredicto.

Fue un abuso de proporciones, la locura y el descontrol llegaron a tales niveles que por ejemplo en la pequeña población de Lichtenstein de apenas 3.000 personas, 300 murieron en la hoguera, vale decir, el 10% de sus habitantes sufrieron los rigores de tanta estupidez.

Y era realmente estúpido, porque su método de confesión era absurdo en sí mismo. Supuestamente buscaba la verdad por medio del dolor, pero quien lo padecía era incapaz de sostener su propia versión debido al intenso dolor. Víctima de ello confesaba la comisión del delito, mintiendo, buscando no justicia sino que cese de una vez el tormento, sabiendo además que luego de su confesión, la consecuencia final de igual manera sería la muerte.

Por lo tanto, para evitar el absurdo proceso, lo mejor era admitir por anticipado y someterse al dictamen final.

Quienes conozcan algo al Presidente Evo Morales, saben que puede empezar un discurso hablando de A, pero muchas veces las emociones lo llevan a decir Z y más de una vez ha dicho algo impensado que terminó siendo o una orden que tuvieron que cumplir sus acólitos a como dé lugar, o una barbaridad que otros funcionarios tuvieron que traducir, interpretar o culpar a los medios por la tergiversación.

Esta semana al parecer sucedió nuevamente lo mismo, pues cuando hace un mes aproximadamente, el mandatario dijo que tenía en mente la promulgación de una Ley contra la mentira, rápidamente sus partidarios al darse cuenta del rechazo popular, salieron a la palestra para indicar que sería lo ideal, pero que su inviabilidad, hacía muy difícil su dictamen.

Dicho deseo daba la impresión que se había quedado en la mala intención y que afortunadamente ya no se volvería a hablar del tema, hasta que en una entrevista otorgada a un medio de circulación nacional, dijo que se va a implementar una norma para "moralizar" la actividad de la prensa.

Las razones son por demás conocidas, el Gobierno necesita controlar la información que llega al ciudadano y temerosos de que casos de corrupción o de otra índole que afecten a la gestión gubernamental salgan a la luz, siguen buscando métodos para lograr este cometido.

Con tanto miembro gubernamental mintiendo matinal, matinee, tanda y noche debería extrañarnos que quieran hacer una norma que, probablemente tendría como primer enjuiciado al mismísimo regalo de Dios. Pero como sabemos que no se trata de conocer la verdad sino "su verdad", el resto de mentirosos quizás deberíamos poner las barbas en remojo.

Hablando en serio, la verdad en sí es subjetiva, a no ser la ciencia y sus métodos deductivos, axiomáticos, inductivos o probabilísticos, nada más es capaz de certificar algo, mucho menos las ideas.

No existe la absoluta verdad, esta cae por su propio peso, o por la lógica de su consistencia, la administra o acepta quien quiere hacerlo y quien no, pues duda de ella a su gusto.

Con una justicia absolutamente sometida al poder político, lo realmente preocupante no va a ser quien diga la verdad o a quien acusen de mentiroso, sino el método que van a buscar para la confesión, sin lugar a dudas, va a ser una inquisición del siglo XXI con un fiscal en el rol de Torquemada, creyéndose ser el único dueño de la verdad.

Lo que es yo, mientras tanto, no me creo ni lo que me llamo.

(*) Es paceño, stronguista y liberal