Jueves 30 de agosto de 2018

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Se dice que la Biblioteca de AlejandrÃa fue la más grande del mundo, por lo menos para su tiempo, pero terminó desapareciendo a raÃz de los incendios que fueron provocados por las tropas de Julio César, Aureliano y Diocleciano.
No fue la única que corrió esa suerte. La Biblioteca Nacional de Lima fue pasto de las llamas en mayo de 1943 y la de Sarajevo fue quemada exprofeso el 24 de agosto de 1992, en otra noche trágica de San Bartolomé.
El resultado de todos esos siniestros fue la pérdida de siglos, milenios incluso, de conocimientos almacenados en libros, manuscritos, rollos, incunables y otro tipo de soportes fÃsicos.
Los documentos; es decir, papeles que ilustran o prueban algún hecho, se han convertido en la manera más idónea de demostrar que algo sucedió. Además, son la manera más extendida de almacenar conocimiento.
Un ejemplo de su importancia es lo que pudo hacer sucedido con el Colegio Nacional de Pichincha. Fundado el 2 de marzo de 1826 por el mariscal Antonio José de Sucre, el Pichincha es el colegio más antiguo de Potosà y, por razones obvias, aquel en el que se educaron los hombres más prominentes de la Villa Imperial. Desde ese punto de vista, ¿a quién no le interesarÃa, por ejemplo, revisar las calificaciones del presidente José MarÃa Linares o del escritor Modesto Omiste? Si las tuviéramos, y las respaldarÃamos con documentación coetánea, podrÃamos armar la historia educativa de esos personajes. El problema es que esa documentación no existe.