La revolución muta pues no sólo para avanzar, sino para practicar los retrocesos tácticos que tan frecuentemente le han sido necesarios: la revolución de las tendencias, la revolución de las ideas y la revolución de los hechos.
«La primera, es decir, la más profunda, consiste en una crisis en las tendencias. Esas tendencias desordenadas por su propia naturaleza luchan por realizarse, no conformándose ya con todo un orden de cosas que les es contrario; comienzan por modificar las mentalidades, los modos de ser, las expresiones artÃsticas y las costumbres, sin tocar al principio, de modo directo -habitualmente, por lo menos- las ideas.
Esa transformación de las ideas se extiende, a su vez, al terreno de los hechos, donde pasa a operar, por medios cruentos o incruentos, la transformación de las instituciones, de las leyes y de las costumbres, tanto en la esfera religiosa cuanto en la sociedad temporal. Es una tercera crisis, ya enteramente en el orden de los hechos» (Plinio Correa de Oliveira, Revolución y contra-Revolución).
La esencia del liberalismo estriba en «el derecho a pensar, sentir y hacer todo cuanto las pasiones desenfrenadas exigen». Analizando la doctrina liberal, «se percibe que al liberalismo poco le importa la libertad para el bien. Sólo le interesa la libertad para el mal. Cuando está en el poder, fácilmente, y hasta alegremente, le cohÃbe al bien la libertad, en toda la medida de lo posible. Pero protege, favorece, prestigia, de muchas maneras, la libertad para el mal. En lo cual se muestra opuesto a la civilización católica, que da al bien todo el apoyo y toda la libertad, y cercena al mal tanto cuanto sea posible».
Recuerdo en la procesión del Corpus Christi de 2016, cuando el SantÃsimo Sacramento bajaba la calle BolÃvar de Oruro, una pantalla gigante frente al templo de San Francisco proyectaba a un grupo farandulero que se burlaba del sacerdocio de una manera infame, sacerdotes con hábito marrón y cÃngulos, correteaban a las mujeres de su entorno.
Santo Tomás de Aquino dice: de la lujuria proviene la ceguedad de la mente, la cual excluye casi totalmente el conocimiento de los bienes espirituales. Y en otro lugar, tratando de «Las hijas de la lujuria» enumera los efectos siguientes: la ceguedad de la mente, la inconsideración, la precipitación, la inconstancia, el amor propio, el odio a Dios, el afecto al mundo presente y el horror al mundo futuro. De la lujuria proviene, en efecto, la ceguedad de la mente, la cual excluye casi totalmente el conocimiento de los bienes espirituales. Esto se debe, explica Santo Tomás, a que, a causa de la vehemencia de la pasión y de la delectación, la lujuria, por aplicar al hombre vehementemente al deleite carnal, desordena sobre todo las potencias superiores, que son la razón y la voluntad.
El que es esclavo de apegos o afectos desordenados -dice el P. Ignacio Bojorge, S.J.-: «no siente lo que debe sentir, no piensa lo que deberÃa ni cómo deberÃa pensar, no juzga rectamente, no hace lo que debe hacer, no va a donde debe ir ni está donde debe estar. Es evidente que en esta situación no puede ni debe tomar decisiones ni entrar en elecciones, porque en ese ofuscamiento del juicio y la razón proliferan incontroladamente los actos injustos» (Las bienaventuranzas).
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