Sobre los motivos y objetivos, y sobre los personajes que llevaron adelante la independencia de Hispanoamérica hay mucha tela por cortar, sin embargo, bastará apuntar que tras la independencia de las trece colonias de los Estados Unidos independizadas en 1776, y el estallido de la Revolución Francesa, en muy pocos años y de manera improvisada se decidió la suerte del Continente, produciéndose en cascada la descomposición del mundo unido hispanoamericano.
Los «libertadores» recibieron el apoyo de agentes extranjeros, principalmente ingleses, norteamericanos y franceses, hambrientos de la América hispana, que siguieron apoyando a «emancipación» de cada parte menor del imperio hispano, y posteriormente los enfrentamientos fratricidas entre naciones vecinas, así no pudieron verificarse a largo plazo ni la «Gran Colombia», ni la «Confederación Perú-Boliviana», etc.
Aunque es cierto que los «libertadores» como Miranda, Bolívar, Artigas, San Martín y Rodríguez de Francia desde los inicios de la «Guerra de la Independencia» habían pensado en una especie de «Commonwealth», es decir en una unión de naciones hispánicas, ese proyecto llegó a ser únicamente un «sueño» y sobre todo una contradicción, debido a que la «real unidad de México a la Patagonia que había existido durante tres centurias, una vez rota era insuperable». La fragmentación territorial se había consolidado.
Los ideales de la Ilustración habían llegado a su clímax con la independencia del Alto Perú.
Sin embargo, antes de morir Simón Bolívar confesó a Mosquera: «No sé si he hecho un bien o un mal a América en haber combatido con todos mis esfuerzos por la causa de la Independencia». Y a su amigo Urdaneta escribe el 5 de julio de 1829: «Yo vuelvo a mi antigua centinela de que nada se puede hacer bueno en nuestra América. Hemos ensayado todos los principios y todos los sistemas y, sin embargo, ninguno ha cuajado? En fin, la América entera es un tumulto, más o menos extenso? éste es un caos, mi amigo, insondable y que no tiene pies, ni cabeza, ni forma, ni materia; en fin, esto es nada, nada, cada».
Tras 193 años de independencia cabe preguntarnos si puede afirmarse que hemos obtenido un grado sustancial de éxito, o es que nos hallamos en una situación desalentadora, ya que si sustentamos el principio de la nacionalidad boliviana sobre la base de «la cultura», estamos sobre terreno movedizo, ya que dicha palabra y esa idea son engañosas.
Si la patria es la «tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos», San Agustín, enseña: «ama siempre a tus prójimos, y más que a tus prójimos, a tus padres, y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu patria, a Dios». «La patria es la que nos engendra, nos nutre y nos educa. Es más preciosa, venerable y santa que nuestra madre, nuestro padre y nuestros abuelos. Vivir para la patria y engendrar hijos para ella es un deber de virtud. Pues que sabéis cuán grande es el amor de la patria, no os diré nada de él. Es el único amor que merece ser más fuerte que el de los padres. Si para los hombres de bien hubiese término o medida en los servicios que pueden rendir a su patria, yo merecería ser excusado de no poder servirla dignamente. Pero la adhesión a la ciudad crece de día en día, y a medida que más se nos aproxima la muerte, más deseamos dejar a nuestra patria feliz y próspera».
Para un cristiano, la patria debe ser la cosa más grande después de Dios y de la Religión. La patria no es sólo el territorio en que hemos nacido, patria es el conjunto de ideas, historia, tradiciones, costumbres, religión, etc., que identifican la personalidad de un pueblo.
El Papa León XIII, en «Sapientiae christianae» enseña que el amor a la patria es de ley natural: «Por la ley de la naturaleza estamos obligados a amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar hasta la misma muerte por su patria».
La patria debe ser amada y defendida por los ciudadanos, incluso con la pérdida de la vida. (Denzinger, n° 1936 a). El amor a la patria es uno de los amores más puros y más dignos. La Religión Católica prescribe y fomenta el amor a la patria y lo sobrenaturaliza. El amor ordenado a la patria es un deber moral para todo cristiano.
Así lo subraya Juan Pablo II: «Si se pregunta por el lugar del patriotismo en el decálogo la respuesta es inequívoca: es parte del cuarto mandamiento, que nos exige honrar al padre y a la madre. Es uno de esos sentimientos que el latín incluye en el término "pietas", resaltando la dimensión religiosa subyacente en el respeto y veneración que se debe a los padres, porque representan para nosotros a Dios Creador. Al darnos la vida, participan en el misterio de la creación y merecen por tanto una devoción que evoca la que rendimos a Dios Creador. El patriotismo conlleva precisamente este tipo de actitud interior, desde el momento que también la patria es verdaderamente una madre para cada uno. Patriotismo significa amar todo lo que es patrio: su historia, sus tradiciones, la lengua y su misma configuración geográfica. La patria es un bien común de todos los ciudadanos y, como tal, también un gran deber».
El amor a la patria es una virtud. La teología moral católica subraya consecuentemente, que a la misma se «oponen dos pecados:
a) Por exceso se opone el nacionalismo exagerado, que ensalza desordenadamente a la propia patria como si fuera el bien supremo y desprecia a los demás países con palabras o hechos, muchas veces calumniosos o injustos.
b) Por defecto se opone el internacionalismo de los hombres sin patria, que desconocen la suya propia con el especioso pretexto de que el hombre es ciudadano del mundo» (Antonio Royo Marín, Teología Moral).
Así amar a la patria o a los gobernantes más que a Dios es una perversión, ya que la sustitución de Dios por cualquier cosa humana, o ideología, es una idolatría.
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