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Domingo 29 de julio de 2018

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Cultural El Duende

Rabona: Una historia para una mujer sin historia

29 jul 2018

Josermo Murillo Vacareza

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Tercera parte

El Coronel Julio Díaz Arguedas en su libro "Fastos militares de Bolivia" continúa de esta manera su descripción acerca de las valientes tropas bolivianas y las aguerridas rabonas:

"El aprovisionamiento de las tropas en campaña -continua el autor citado-, se realizaba mediante vivandera. Estas tomaban la delantera de las tropas y confeccionaban el rancho". Eran así importantes para preparar el alojamiento y la alimentación para que los soldados estuvieran en condiciones de combatividad, de modo que esas mujeres no descansaban nunca. Llamadas en otras partes "cantineras", "vivanderas" o "juboneras", los que se referían a ellas tenían cierto pudor gramatical de llamarlas "rabonas" creyendo que esa palabra era impropia para escribir y quizá impúdica, o sinónimo de prostituta. Ignoraban que su sobrenombre derivó del hecho de que, al principio, iban "a la cola" de los soldados, como parte del "rabo" o la retaguardia de los destacamentos. Pero el término se arraigó de tal modo que la Academia Española la incorporó al léxico castellano como "la mujer que por lo general acompaña a los soldados en las marchas y en campaña".

Esas mujeres no tenían más patrimonio que una olla y algún menaje de cocina, una manta envejecida y sus polleras raídas por estas desventuras; sufrían privaciones, gélidos fríos, acampaban en campo raso, cubrían a sus niños con esas polleras, o se congestionaban con la fiebre de las selvas, pero nunca se abatían por el desánimo o la fatiga. Ellas estuvieron en los ejércitos del Mariscal Santa Cruz, y entre las tropas del General José Ballivián; la salvadora batalla de Ingavi, que aniquiló para siempre la ambición peruana de someter a Bolivia a su dominio, batalla en la que las tropas bolivianas vencieron con efectivos que eran la mitad de los soldados del ejército invasor. Se decidió, como apunta un testigo ocular, porque las mujeres estaban junto a los soldados ayudándoles a cargar sus fusiles de modo que el fuego de ellos no cesara en su ímpetu. Nunca se ha hecho mención de ello porque militares e historiadores subestimaron siempre el concurso decisivo de las rabonas como de seres a quienes había de inhibirse de mencionar.

Y cuando sobrevino la tragedia de la Guerra del Pacífico, ellas descendieron por el camino de Carangas hacia el pueblo de Tarapacá en la costa, con las primeras tropas que sirvieron de núcleo para formar batallones con los peones del Altiplano que trabajaba en esas salitreras. Asimismo cruzaron los desiertos para llegar a Tacna con las tropas de Daza desde La Paz, y con él siguieron hacia el río de Camarones en esa marcha frustrada donde murieron muchos soldados rendidos por la sed y la fatiga en la llanura inhóspita de los yermos fatales.

Es admirable, como otros muchos hechos que aún se ignoran, el episodio que en su diario denominado "Los Colorados de Bolivia, recuerdos de un Subteniente" describe Daniel Ballivián, presente en la batalla del Campo de la Alianza. Así dice: "Mientras el ejército se ponía en marcha aquella noche aciaga del 25 de mayo de 1880, con el objeto de sorprender al enemigo que, según informaciones, se encontraría pernoctando en la Quebrada Honda, casi todas las rabonas, esas famosas e inseparables compañeras del soldado boliviano, esas mujeres extraordinarias, encarnación genuina de todas las virtudes, amalgama extraña de abnegación, emprendían a su vez retirada rápida a Tacna, en la creencia de que ya no tendrían oportunidad de seguir desempeñando sus tradicionales servicios de proveedoras del ejército, trabado en lucha heroica y desesperada con el enemigo. Se retiraban pues presurosas y diligentes, cargadas de sus canastos, vajilla y demás enseres y cachivaches que constituían toda su hacienda".

Pero nuestro ejército fracasó en su intento de sorprender a las tropas chilenas, porque sus jefes se desorientaron en la noche oscura de ese desierto, caminaron extraviados los soldados hasta el amanecer y agobiados todos ellos por la fatiga, tuvieron que disponerse a la batalla para la que ya estaban en posesión las tropas chilenas, mientras que las nuestras se consumían de sed y de hambre, pero firmes y resueltas en las posiciones que les habían señalado para trabar la lucha decisiva en la que, como sabemos, los soldados bolivianos se inmolaron con un valor que no se abatió ni con el último disparo de la derrota. Cuando esas tropas estaban ya en combate, Ballivián fue testigo de una escena pasmosa de valor y serenidad.

"Me distrajo de mis cavilaciones, dice Ballivián, la presencia de una rabona. Era la del Sargento Olaguivel, que llegaba con su criatura a la espalda, y sosteniendo en una mano una ollita de barro. Venía desde Tacna trayéndole el almuerzo a su compañero. Después de saludarlo, la mujer procedió sin vacilación a vaciar en un plato el contenido de la olla, mientras el sargento aprisionaba en sus robustos brazos al niño, que besaba y acariciaba con ternura. Cuando le hubo alcanzado el plato, la rabona tomó a su vez al niño, sujetando al mismo tiempo el rifle. Terminado el almuerzo, hombre y mujer se confundieron en estrecho y prolongado abrazo de despedida, después de lo cual ella volvió a presentarle al niño para que lo besara por última vez, y echándose en seguida a la espalda cogió el lío y emprendió rápidamente el regreso a Tacna. Durante la conmovedora escena que acabo de describir, todos los que la presenciamos guardamos un respetuoso silencio. Testigos involuntarios de la tierna y emocionante despedida de aquellos dos seres a quienes el destino había unido con los lazos misteriosos del cariño, pensábamos olvidando el peligro que, por igual, se cernía sobre todos nosotros, en la posibilidad de que en breve una bala traidora los rompiera para siempre".

"Mientras la rabona se alejaba, todo el batallón la seguía con la vista, y no había caminado ciento cincuenta metros, cuando una bomba fue a caer a dos pasos de sus talones levantando una nube de polvo. Una sensación de angustia oprimió todos los pechos, al mismo tiempo que de quinientos labios se escapaban las exclamaciones de: ´¡La ha muerto! ¡La ha muerto!´. La nube levantada por la bomba envolvió a la mujer durante unos segundos hasta que disipada aquella, surgió ésta a nuestra vista como una vista fantástica. Al verla de pie y con la cara vuelta a nosotros, no pudimos reprimir un grito de admiración y de alegría. Estaba allí sana y salva, sin rasguño. Tenía la vista fija en el sitio donde había caído el proyectil chileno, hacia el cual se dirigió por fin resueltamente para examinarlo más de cerca. Después de unos minutos de observación, hízonos con el índice de la mano derecha una señal negativa como si dijera: ´No tengan cuidado, son inofensivos´, después de lo cual nos envió un saludo de despedida y, dando media vuelta, siguió su interrumpido viaje. Todos, oficiales y tropa, comentaban con admiración la serenidad pasmosa de esa mujer extraordinaria".

Continuará...

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