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Domingo 29 de julio de 2018

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Cultural El Duende

El alma atormentada de un notable marxista

29 jul 2018

H.C.F. Mansilla*

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El húngaro Georg Lukács (1885-1971), el padre del revisionismo marxista, ha sido ciertamente el pensador más importante de esta corriente, y su libro Historia y consciencia de clase (1923) el fruto más sólido e importante de la misma, no superado hasta hoy. Similar a lo que ocurre con Antonio Gramsci, periódicamente hay una especie de renacimiento del pensamiento de Lukács, sobre todo cuando intelectuales adscritos a corrientes marxistas perciben una crisis grave de su movimiento y de su aparato teórico. Ninguno de estos esfuerzos cíclicos ha dado resultados duraderos y satisfactorios.

Inspirado por Max Weber, Lukács fue uno de los primeros marxistas en señalar los aspectos negativos que conllevan el progreso material y los procesos crecientes de especialización, mecanización y despersonalización, responsables de la "destrucción de la totalidad" y la eliminación de la cultura genuina, por una parte, y productores de los fenómenos de cosificación, por otra. La atomización del individuo correspondería a la creciente irracionalidad de la totalidad social. Con este enfoque, que combina las obras de juventud de Karl Marx con la sociología de Max Weber, Lukács inspiró la posterior crítica de la técnica de Martin Heidegger y de la sociedad altamente industrializada realizada por la Escuela de Frankfurt. Pero lamentablemente Lukács no profundizó este enfoque. El creyó que el proletariado revolucionario, como "idéntico sujeto-objeto" de la historia, y la simultánea estatización de los medios de producción cortarían la cadena de cosificación de las sociedades no emancipadas.

Para los seres solitarios y problemáticos que son los intelectuales, el partido representó una especie de hogar, un lugar de redención que les brindaba la solidaridad que el mundo exterior, hostil y enajenado, no podía ofrecer. El "sueño del Hombre total" y otros aspectos místico-existencialistas los empujaron hacia una esfera diferente a su propio talante, a una organización bien estructurada, con orientaciones y principios sólidos y presuntamente eternos. Lukács afirmó que ese hogar estaba iluminado por la "ciencia universal marxista", la que le habría dado para siempre "un contenido vital inquebrantable". Desde su milagrosa conversión en 1918 Lukács nunca más fue turbado por la más mínima duda: la verdad absoluta estaba contenida en las obras de Marx, Engels y Lenin y en la praxis de los partidos comunistas de orientación moscovita.

Hasta para sus amigos íntimos el ingreso de Lukács al Partido Comunista de Hungría en diciembre de 1918 fue una sorpresa, máxime si Lukács publicó en esos mismos días un apasionado artículo, en el que se distanció vehementemente del bolchevismo y sus aliados. De acuerdo a este escrito no era dable esperar la eliminación de la lucha de clases de parte de los partidos comunistas, que habrían establecido un régimen inhumano, basado en la dictadura, el terror y el despotismo de la clase obrera. Lukács censuró abiertamente la "fundamentación metafísica del bolchevismo": la distancia entre una "realidad empírica inhumana" y una "voluntad ética utópica" no podría ser superada por la acción del partido, pues este pretendía producir lo bueno a partir de lo malo y arribar a la verdad atravesando la mentira.

Pero la historia real fue algo diferente. Desde su ingreso al partido Lukács perteneció a la cúpula dirigente; fue Comisario del Pueblo para Educación y Cultura y Comisario Político de una división del Ejército Rojo (1919), y en estas actividades se destacó por su fanatismo y por la utilización de cualesquiera medios para consolidar el efímero poder bolchevique en Hungría. Bastante sangre de inocentes se pegó a las manos de Lukács. El fundamento para esta curiosa conversión y para su rudeza en el ejercicio del poder reside en un axioma al cual se adhirió siempre y que trasluce una visión trágica de la vida: toda decisión es culpable. Sólo se podría elegir entre formas de aceptar la culpabilidad, y la única razonable sería "sacrificar el yo inferior en el altar de la idea superior". El asesinato no está permitido, afirma Lukács, pero a veces hay que hacerlo -y entonces sería "trágicamente moral"- para satisfacer la propia ética de dimensión histórica. El terrorista, por ejemplo, no sólo sacrifica su vida por el prójimo, sino también su pureza, su moralidad, su alma. Los comunistas toman a su cargo los pecados del mundo para redimir el mundo pecaminoso. De lo malo puede entonces surgir lo bueno, y la mentira puede engendrar la verdad. Todo esto tiene el hálito cínico de la clásica justificación de los medios a causa de los fines, pero ahora la violencia es legitimada mediante argumentos mesiánico-políticos: la monstruosidad del capitalismo exige para su eliminación el uso de métodos monstruosos. Poco después (1924), en tono laudatorio, Lukács escribió que el Estado proletario constituiría el primer Estado en la historia que abiertamente admite ser un aparato de represión y un mero instrumento de la lucha de clases. Es superfluo decir que la ortodoxia soviética jamás aceptó la argumentación de Lukács: una cosa es practicar generosamente el terror revolucionario, y otra confesarlo públicamente y justificarlo por medio de teorías filosófico-teológicas. Por lo demás, este rigorismo intransigente es ciertamente trágico, pero en definitiva apolítico: Lukács -un místico existencialista- estaba más interesado por la redención inmediata del mundo profano por medios apocalípticos (la revolución proletaria total) que por la esfera de la actuación política, que es el campo de lo aleatorio, los arreglos y las negociaciones.

La doctrina de Lukács se basa en un axioma hegeliano: la libertad no es más que el reconocimiento de la necesidad. La identificación de libertad con necesidad conformó uno de los pilares del marxismo ortodoxo moscovita hasta 1989 y constituye todavía uno de los principios retóricos del marxismo cubano. El individuo actúa adecuadamente como ser social y "supera" la necesidad si la reconoce y se somete a ella: el único modo realista de liberarse del sacrificio que es la historia consiste en soportar esas rigurosidades voluntaria y conscientemente. Y la necesidad histórica está personificada por el partido, que es, a su vez, la mediación correcta entre teoría y praxis. El partido es el "educador del proletariado hacia la revolución" y como tal "la primera encarnación del reino de la libertad", en el que predomina el espíritu de la fraternidad universal, pero -y aquí Lukács es más cínicamente realista- ligado al "anhelo y a la capacidad de sacrificarse". La mutua interacción entre partido y masas proletarias, entre voluntarismo y fatalismo, entre la regulación consciente de parte de la organización y la espontaneidad popular, produce, según Lukács, una mediación infalible, una configuración visible y siempre correcta de la consciencia de clase proletaria anclada en el partido. La fuerza y la necesidad del partido se basan asimismo en que la consciencia de clase proletaria tiende a ser poco clara, lo que conlleva la justificación de una élite de revolucionarios profesionales. El instrumento se ha transformado en objetivo: la meta ya no es la mera organización de la libre voluntad de las masas proletarias como primer paso hacia el reino de la libertad, sino el reconocimiento de que el partido encarna sin más la razón y la verdad históricas. Y como depositario de ellas tiene pleno derecho a ser obedecido. Lukács hizo explícita esta situación cuando rechazó la famosa frase de Rosa Luxemburg: "La libertad es siempre la libertad del que piensa en modo diferente", corrigiéndola en este sentido: "La libertad ha de estar al servicio del poder proletario, pero el poder proletario no debe servir a la libertad". Y parafraseando a Engels añadió: "Mientras el proletariado requiera de un Estado, no lo usará para defender la libertad, sino para reprimir a sus enemigos". Las consecuencias de este principio son conocidas. El parlamento es considerado como un trampolín para la agitación revolucionaria, que debe ser abolido como inútil una vez consumada la revolución socialista. Lukács afirmó que la libertad de debate en los parlamentos burgueses servía sólo para confundir a los proletarios. La democracia resulta ser una mera formalidad sin importancia sustancial. Ya que el decurso histórico garantiza el "hecho" de que el proletariado conforma la inmensa mayoría de la población, el triunfo político de este último constituye una certeza científicamente asegurada, y, por lo tanto, las derrotas electorales de los partidos que lo representan no deben ser tomadas en serio: son incidentes temporales y transitorios en el plano formal, que no afectan el esencial.

El partido representa la razón histórica y actúa siempre de modo correcto, y por ello tiene el derecho de exigir absoluta obediencia a sus cuadros y a la población en general. Dentro del partido debe reinar, según Lukács, la disciplina política más severa, y en la fábrica la disciplina laboral más rígida, la que se traduciría por el aumento voluntario e incesante de la productividad y la producción. Al formular esta norma Lukács tuvo el mérito de haberse adelantado varios años a Stalin. El trabajo forzado y las purgas en el interior del partido en la joven Rusia Soviética aparecen, por lo tanto, como "un acto moral del partido comunista" y como "el salto del reino de la necesidad al reino de la libertad". Durante la revolución húngara de 1956, Lukács, otra vez Ministro de Educación y Cultura, se pronunció contra la libertad de enseñanza y contra el pluralismo ideológico en los campos de la filosofía y la política. En 1957 sostuvo que Stalin había personificado la línea correcta después del fallecimiento de Lenin.

Casi todos los marxistas, incluyendo los llamados críticos como Georg Lukács, se han adherido al axioma de que un mal socialismo es preferible a un buen capitalismo. Esto se debe, entre otras causas, a una notable incomprensión de la esfera político-institucional, que proviene del núcleo del marxismo primigenio. La creencia en las leyes inexorables de la historia, la mística revolucionaria de una misión superior y el odio al enemigo de clase han imposibilitado (1) el surgimiento de una genuina ética de responsabilidad individual y grupal, que se rija también por el principio de la proporcionalidad de los medios, (2) una apreciación cabal de los elementos mal llamados formales de la moderna democracia representativa y pluralista, (3) un reconocimiento de la legitimidad de los intereses inherentes a corrientes y partidos que no son los propios, y (4) la admisión de que la liberación del individuo no ocurre necesariamente por medio de la emancipación de la especie.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en Filosofía. Académico de la Lengua

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