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Domingo 29 de julio de 2018

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Cultural El Duende

Lo bello y lo atroz

29 jul 2018

Edmundo Paz-Soldán. Cochabamba, 1967. Escritor, novelista.

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A las cinco y cuarto de la mañana, ella se levantó y comenzó a hacer sus maletas. Desde la cama la vi moverse de un lado a otro con nerviosismo y le pregunté qué era lo que estaba haciendo. "Me voy", me respondió y yo sentí que el mundo se escabullía de mí. Nos hallábamos en la cúspide de nuestra relación, nos amábamos con desenfreno y habíamos logrado establecer en siete años sin peleas, ni siquiera discusiones o conversaciones en voz alta, una sólida amistad, una comprensión que rayaba en lo ideal, un respeto exagerado hacia el otro, un mutuo conocimiento de los abismos más profundos de nuestros seres. Le pregunté el porqué. Me dijo que se iba porque se iba, que no tenía razones, que no quería eludir la respuesta sino que, simplemente, no tenía una. Me pidió que no tratara de comprenderla porque ni siquiera ella se comprendía. Le pregunté, a la manera de alguno de esos personajes que deambulan en las historias de Corín Tellado, si había otro en su vida. Mi pregunta la ofendió: jamás habría otro en su vida, me dijo entre lágrimas, jamás. Le pregunté en qué me había equivocado, si había sucedido algo que la había motivado a tomar esta decisión, si me escondía algo. Me respondió que yo no me había equivocado en nada, que nada raro había sucedido, que no me escondía nada. Le pregunté si me amaba como antes, y en su mirada fija y violenta descubrí la respuesta antes que en sus palabras: me amaba con una desaforada intensidad, me amaba más que antes, su amor era superior a todo lo que hasta ese instante yo entendía por amor. No te vayas, le dije, por favor. No respondió. Nos abrazamos. Le sequé las lágrimas. Ella secó las mías. Luego le ayudé a terminar de hacer sus maletas.

Son las once de la mañana. Hace cinco horas que Kristen se ha ido. No he ido al trabajo y no sé si lo haré por un buen tiempo. Echado en la cama, lo único que hago es mirar su rostro en una foto tomada hace diez días. Mi mano derecha, nerviosa, se crispa sobre el cubrecama. Hace frío.

No he tratado de comprenderla pero, por cierto, no he dejado de hacer suposiciones. Acaso su destino no era amarme y vivir el resto de su vida a mi lado, compartir conmigo lo bello y lo atroz de la vida, crear conmigo un mundo simple y feliz, tan igual al de tantas parejas, tan diferente al de todas las demás parejas. Acaso su destino era más poético: darme tema para que yo pueda escribir una extraña, trágica historia de amor, para que yo pueda dotar al universo de una historia más, para que mi voz haga un intento más por capturar el secreto deslumbrador que flota a la deriva entre las coordenadas del tiempo y espacio, o, al menos, un destello de ese secreto.

Oh, sí, Kristen: acaso tu destino era ese.

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