Códigos de invierno

El pronóstico del tiempo en los sensores térmicos corporales dicen que el despertar del invierno en nuestra ciudad ocurre a las ocho y media de la mañana del día lunes posterior al Domingo de Resurrección, o sea pasada la Semana Santa; y esto pareciera tener certeza, por la multiplicidad de maneras interesantes de percibir el frío: en las conversaciones de las personas, en la ropa abrigada que se compra, se vende y se regala, en la comida diaria, en la transformación del paisaje urbano, en las emociones encontradas de los niños, en las costumbres domésticas de los ancianos y hasta en la curiosa forma de hibernación de las mascotas.

El invierno no es una estación del año, sino un estado de sitio y un toque de queda que obliga a las personas a emprender discursos argumentativos contundentes a la hora de "romper el hielo": ¿Qué frío no? ¡Qué grave, ya comenzó el frío! Y la forma más coloquial de despedirse con una recomendación: − Te abrigas bien...

Hay escapes furtivos de los oficinistas a los desayunos callejeros, de linazas con empanadas y canela tibia, y peleas graciosas por un pedazo de sol; luego los rellenos picantes, las salteñas diablo, los ricos calditos y los refrescos calientes del mercado Campero. Es en el pasillo de la fama del mercado Fermín López donde los parroquianos se convierten en príncipes, reyes y papitos lindos, y caen en el marketing casero de las vendedoras de apis con pastel o tojorí con buñuelos. Todo vale para ser feliz, todo sirve en la guerra contra el frío.

La ciudad es la misma, sólo que cambia de temperatura pero nunca de temperamento. Los edificios ya no lucen los colores del carnaval, las calles parecen pensativas, silenciosas y misteriosamente más claras y brillantes por el hielo de las aceras y por el sol amarillo que no calienta sino desde las diez. Los parques, plazas y jardines se tiñen de gris por las plantas y el pasto que se resignan en su existir, excepto el césped de plástico que nunca terminará de vivir.

En las escuelas y colegios el "uniforme obligatorio" cambia su obligatoriedad para exigir ropas más gruesas y abrigadas que hagan juego con el clima y combinen con los ojos de los niños; aunque es interesante ver a adolescentes en poleritas y chiquillas quinceañeras desabrigadas, con sensaciones climáticas encontradas.

En las familias las costumbres domésticas no tienen fecha de expiración: si hay nieve inminente se cocina lagua, y si hay viento inquietante hay ají de fideo caliente; los sábados son de comer frutas en el sol, y los domingos de mañanita son de café, chocolate, mates y té con miel. Por las noches hay aroma a naranja quemada, y es melancólica la soledad de las mandarinas olvidadas en las ventanas. El ambientar las habitaciones con vapor de manzanilla y eucalipto nunca quedó atrás; y el olor a mentisan en las gargantas de los pequeñitos es una emergencia de salud general. Todo es una metafísica de paz que se instala en las casas, es algo filosófico que se deduce del sueño tranquilo de los perros negros acostados al sol y los gatos durmiendo en los techos, sobre los televisores y en los autos.

Son los códigos de invierno, que sólo se pueden percibir para comprender lo más esencial del frío, a través de nuestros sentidos que son medidores naturales de la temperatura: el dolor en los huesos, la picazón en la espalda, los labios secos, las manos frías, y cuando el frío se va, las lágrimas en los ojos. Son códigos que nos sirven para decodificar y entender los mensajes de las personas en su manera simple de vivir el invierno, que saben con precisión cuándo llega y cuándo se va, porque cada uno tiene sus formas únicas de recibirlo y despedirlo, un frío especial y original que atrapa y conquista el espíritu del invierno, un invierno de olores y sabores, el invierno de siempre, el de los viejos amores.