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Domingo 15 de julio de 2018

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Cultural El Duende

Los intelectuales en América Latina: la falta de ejemplaridad

15 jul 2018

* H.C.F. Mansilla

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Habitualmente se designa con el término intelectual de un modo más restringido a los productores "independientes" de valores espirituales, a los creadores de sentido que aprovechan los conocimientos más avanzados de la comunidad cultural internacional. En el área latinoamericana existe una rica tradición consagrada a la vieja pregunta por el destino y la vocación de las sociedades del Nuevo Mundo, tradición encarnada por los grandes ensayistas que se dedicaron a cuestiones devenidas clásicas, como la identidad colectiva de las naciones latinoamericanas, los modelos adecuados de ordenamiento social, los vínculos complejos con los países altamente desarrollados y el futuro de la región. Estas indagaciones, que comenzaron a mediados del siglo XIX, han sido a veces traumáticas, pero han conformado algunas de las porciones más notables y controvertidas de la cultura latinoamericana.

Hay que consignar, empero, el otro lado de la medalla. Hace algunas décadas Octavio Paz aseveró que la característica distintiva de América Latina es la falta de una tradición crítica, moderna, abierta al análisis y al cuestionamiento de las propias premisas. Esta carencia ha sido, paradójicamente, alimentada por los intelectuales convencionales de izquierda, quienes, aparte de producir pronósticos errados, fomentaron asimismo una atmósfera proclive al autoritarismo, a las falsas ilusiones y a la celebración de las tradiciones "auténticas". Se ha pasado, para nombrar un ejemplo, en un lapso temporal muy breve -a partir aproximadamente de 1980- del marxismo tercermundista a la imitación indiscriminada del llamado paradigma relativista y postmodernista, y en esta empresa favorable a un nuevo dogmatismo los intelectuales contemporáneos, como los catedráticos universitarios de ciencias sociales, han jugado un rol ciertamente notable.

En este texto las críticas dirigidas a los intelectuales no se refieren a los grandes representantes de la literatura, la ensayística y las ciencias sociales, sino a lo que podemos llamar la masa de los catedráticos universitarios, los escribidores de la prensa y los asiduos a los cafés de moda, es decir: a aquella mayoría que no se destaca por su originalidad ni por un espíritu genuinamente crítico. Por otra parte los fundamentos y las motivaciones para las pasiones de los intelectuales son comprensibles y no han variado gran cosa a lo largo de los siglos: la firme creencia de poder modificar la evolución de las sociedades a través del trabajo racional de ellos mismos, la exaltación de la voluntad política y organizativa de aquellos que comprenden el desarrollo histórico, el dar continuidad a las tradiciones revolucionarias previas y la pretensión de dejar atrás, de una vez, el desprestigiado campo de la pura teoría. La concepción de la maleabilidad de los designios históricos, junto a la omnipotencia de la propia voluntad política, representan algunos de los alicientes más poderosos para embarcarse en proyectos iluminados por consignas como "otro mundo es posible", ante las cuales la cuestión de la proporcionalidad de los medios, la defensa de los derechos humanos y el respeto a los que piensan de otra manera han aparecido como asuntos de relevancia menor y a veces como obstáculos para la verdadera fe radical. Ante la magnitud de los problemas a los cuales se enfrentan las sociedades latinoamericanas estas consideraciones han sido percibidas a menudo como secundarias. Frente a las inmensas tareas de la genuina revolución - fenómeno que adquiere una marcada connotación religiosa y apocalíptica -, la eliminación del modelo democrático ha sido pasada por alto en cuanto un hecho de relevancia limitada, ya que la edificación de un orden justo deja en la sombra las otras prioridades.

Los intelectuales al servicio de los procesos revolucionarios se convirtieron de poetas sublimes en "productores de odio", puesto que estaban convencidos del carácter sagrado de su misión. Los regímenes socialistas del siglo XX los transformaron, aunque sea parcialmente, en fundamentalistas del inexorable progreso social, económico y político que ellos creyeron constatar en la evolución cotidiana de esos sistemas. Estos soñadores de lo absoluto creían firmemente en el teorema de que los fines justifican cualquier medio. Precisamente por ello se puede aseverar que estos intelectuales han cometido un acto de traición con respecto a las concepciones humanistas que inspiraron a los padres fundadores de las doctrinas del socialismo científico. Además, como se puede observar en el comportamiento uniforme de las élites políticas de Rusia, China, Vietnam, Angola y otros países, estos grupos privilegiados tenían y tienen como metas normativas los valores de orientación más rutinarios y convencionales: pecunia, potestas y praestigium. Es decir: las élites de los iluminados políticos con una ideología radical anticapitalista se transformaron rápidamente en empresarios privados capitalistas -de carácter depredador -porque en el fondo sólo anhelaban, a título personal, dinero, poder y prestigio, los tres caminos tradicionales de ascenso social. Estas sendas de indudable "progreso" individual generan grupos privilegiados que carecen de ejemplaridad ética y cultural con respecto a los otros estratos sociales.

En este campo, en el que la seducción masiva sigue exhibiendo una eficacia considerable, los intelectuales renuncian a su función crítica, es decir: a practicar una distancia racional y analítica con respecto a todos los fenómenos políticos. Aquí se puede constatar cómo las buenas intenciones se subordinan a las necesidades políticas del momento. Pero también en las comunidades intelectuales de Norteamérica y Europa se ha expandido una nostalgia acrítica a favor de experimentos socialistas en el Tercer Mundo. Los regímenes de Cuba y Nicaragua, pese a todas sus falencias, siguen representando, según François Furet, "el paraíso latino del calor comunitario": una alternativa que a la distancia parece encarnar una solución progresista más llamativa, aparentemente más humana y menos rígida que el ámbito capitalista y que los viejos modelos totalitarios de la Unión Soviética y de su órbita de poder. De todos modos la fascinación por los paradigmas poco democráticos, pero radicales que aún permanecen en el planeta, constituye uno de los fenómenos más interesantes para ser estudiados por las ciencias sociales, pues esa fascinación se alimenta (a) de un impulso simplificador que cree haber encontrado alternativas claras a problemas complejos, (b) de un residuo arcaizante de corte utopista y (c) de una nostalgia por un orden conservador en los planos cultural y ético.

En este contexto hay que comprender la retórica anti-imperialista, tan extendida en América Latina, que posee fuertes raíces católico-tradicionalistas, con rasgos inquisitoriales, antiliberales, anti-individualistas y antirracionalistas. De ello proviene su enorme popularidad entre los más diversos estratos sociales y grupos étnico-culturales. La retórica anti-imperialista tuvo y tiene notables funciones compensatorias, que son muy difíciles de ser reemplazadas por concepciones liberales y racionalistas: (1) la construcción de una legitimidad histórica centrada en la defensa inflexible de lo propio, amenazado este último presuntamente por los exitosos modelos civilizatorios foráneos; (2) la edificación de un consenso interclasista de corte colectivista, destinado a lograr la unión sagrada de la nación respectiva; y (3) la plausibilidad de un camino revolucionario, considerado como auténtico y original, que pondría fin a todas las falencias acumuladas a lo largo de una historia atroz.

Entre los intelectuales latinoamericanos persiste una vigorosa nostalgia por teorías revolucionarias o, por lo menos, verbalmente subversivas, teorías que preservan, en el fondo, viejas rutinas de comportamiento autoritario y jerarquías elitarias que contradicen los postulados igualitaristas de los pensadores radicales. Todo esto ocurre en medio de sociedades que se modernizan e industrializan aceleradamente y que se hallan en contacto permanente con la evolución de la cultura globalizadora supranacional. Resulta ocioso, por supuesto, recalcar las incongruencias en que recaen los intelectuales progresistas o la proverbial distancia entre la retórica y la realidad de sus biografías, pues el carácter autocontradictorio de los mortales pertenece a los conocimientos más antiguos del ser humano. Lo notable y digno de ser nombrado reside en otra dimensión. Como se ha visto claramente durante la historia del siglo XX, los intelectuales, también en América Latina, no han cumplido con la función de ejemplaridad que se debería esperar de un estamento elitario. José Ortega y Gasset señaló que una de las grandes fallas de las clases cultas en España desde el siglo XVIII habría sido su inclinación al "plebeyismo", su admiración ingenua por lo espontáneo, su desinterés por el ancho mundo, su carencia de curiosidad por otros modelos culturales y su desprecio por el espíritu crítico-científico. Estos factores se encuentran muy difundidos entre los intelectuales latinoamericanos del pasado y del presente, quienes, al igual que las élites contemporáneas de los países más adelantados, no son apreciados y medidos por su espíritu crítico, sino por su capacidad de seducción y entretenimiento .

Como señala Mario Vargas Llosa, la respetabilidad y la honorabilidad -formas prácticas de ejemplaridad- representan bienes escasos entre los intelectuales progresistas, pues la mayoría de ellos se comporta en la prosaica realidad de una manera sustancialmente diferente a aquello que proclama en la teoría. El resultado sería "la devaluación del discurso, el triunfo del estereotipo y de la vacua retórica". Estas actitudes son parcialmente comprensibles, dice este mismo autor, si tomamos en cuenta las estrategias de supervivencia que hay que adoptar en sociedades precarias, considerando, además, la exigencia de reconocimiento que elevan los intelectuales de modo perentorio. Precisamente esta demanda de reconocimiento, a menudo insaciable, no es congruente con la escasa ejemplaridad que exhiben los intelectuales, lo que también se da en todas las otras élites latinoamericanas.

En 1984 el historiador británico Malcolm Deas describió así lo que permanece incólume de la atmósfera intelectual colombiana a través de largos periodos históricos: "el autobombo periodístico y la arrogancia de los columnistas; los testimonios oculares de segunda mano; el anti-yanquismo de reflejo; la superficialidad en el juicio disfrazada por citas de moda; la pereza como distinción; la culpa siempre ajena". Esto es aplicable a toda América Latina. Hoy en día todo esto ha sido popularizado mediante la idea central del relativismo postmodernista: no existe y no puede existir ninguna concepción de objetividad y verdad en sentido enfático, y por ello todo pensamiento profundo y todo impulso ético se convierten en algo superfluo. Contra todo esto no hay un remedio claro: sólo nos queda cultivar persistentemente un espíritu crítico, diferenciado e incómodo.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en Filosofía. Académico de la Lengua.

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