Martes 10 de julio de 2018
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La clase política, casi a nivel mundial, no goza de los mejores índices de credibilidad ante la opinión pública. En nuestro continente, especialmente después del paso populista, su desprestigio es mayúsculo.
Si bien la principal causa de este descrédito es la corrupción pública, esta vez quiero detenerme en su adicción al poder, otro terrible mal que los aqueja. Lógicamente que toda regla tiene excepciones, pero son golondrinas que no hacen verano.
Buscar el poder, por el poder mismo, es una fatal distorsión de la política. La política es esencialmente una carrera para ciudadanos con vocación de servicio al pueblo, cualquier otro objetivo, desvirtúa su esencia. Por lo tanto, la política no es para cualquiera, ella está destinada exclusivamente a las almas nobles, gente que busque genuinamente el bien común, y no el beneficio propio o el de su partido. Líderes con sólidos valores morales.
Lo que ocurre a menudo, es que una vez los políticos llegan al poder se aferran a él uñas y dientes, buscan todo tipo de artimañas para forzar su relección. No se resignan a perder honores, privilegios y otras cosas menos santas. Se niegan a volver al pueblo de donde salieron, se deprimen de sólo pensarlo. Desde Porfirio Díaz hasta Evo Morales, cometen el mismo atropello. Su entorno palaciego y los estómagos agradecidos, los hacen creer que son insustituibles, que después de ellos el sol no volverá a salir. Y lo peor de todo, ellos se lo creen.