Loading...
Invitado


Domingo 01 de julio de 2018

Portada Principal
Cultural El Duende

Las mañanitas

01 jul 2018

Fuente: Carlos Fuentes Macías. México, 1928-2012. Escritor, novelista y diplomático.

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Antes, México era una ciudad con noches llenas de mañanas. A las dos de la madrugada, cuando Federico Silva salía al balcón de su casa en la calle Córdoba antes de acostarse, ya era posible oler la tierra mojada del siguiente día, respirar el perfume de las jacarandas y sentir muy cerca los volcanes.

El alba todo lo aproximaba, montañas y bosques. Federico Silva cerraba los ojos para aspirar mejor ese olor único del amanecer en México; el rastro sápido, verde de los légamos olvidados de la laguna. Oler esto era como oler la primera mañana. Sólo quienes saben recuperar así el lago desaparecido conocen de veras esta ciudad, se decía Federico Silva.

Eso era antes. Ahora su casa quedaba a una cuadra de la gigantesca plaza a desnivel del metro de Insurgentes. Algún arquitecto amigo suyo había comparado ese cruce anárquico de calles y avenidas -Insurgente, Chapultepec, Génova, Amberes, Jalapa- a la Plaza de la Estrella en París y Federico Silva ya había reído mucho. El cruce de Insurgentes, más bien, era como un portavianda urbano: una vía alta, a veces más alta que las azoteas vecinas, por donde corren los automóviles, luego las calles cerradas por mojones y cadenas, después las escaleras y túneles que comunican con la plazoleta interna llena de restoranes de mariscos y expendios de tacos, vendedores ambulantes, mendigos y trovadores callejeros; y estudiantes, esa cantidad salvaje de jóvenes, sentados comiendo tortas compuestas, chiflando y mirando el paso lento del smog mientras el bolerito les limpia los zapatos, chuleando y albureando a las muchachas de minifalda, chaparritas, nalgonas, de piernas flacas; la jipiza, plumas, párpados azules, bocas espolvoreadas de plata, chalecos de cuero y nada debajo, cadenas, collares. Y finalmente la entrada al metro: la boca del infierno.

Le mataron sus noches llenas de amanecer. Su barrio se volvió irrespirable, intransitable. Entre los miserables lujos de la Zona Rosa, patético escenario cosmopolita de una gigantesca aldea y el desesperado aunque inútil intento de gracia residencial de la Colonia Roma, le habían abierto a Federico Silva esa zanja infernal, insalvable, ese río Estigio de vapores etílicos que circulaba en torno al remolino humano de la plazoleta, cientos de jóvenes chiflando, mirando pasar el smog, dándose grasa, esperando allí sentados en esa especie de platillo sucio que es la redonda y hundida plaza de cemento. El platillo de una taza de chocolate frío, grasoso y derramado.

-Qué infamia -decía con voz impotente-, pensar que era una ciudad chiquita y linda de colores pastel. Podía uno caminar del Zócalo a Chapultepec sin perderse nada: gobierno, diversión, amistad o amor.

Era una de sus tantas cantinelas de viejo solterón, aferrado a cosas olvidadas que a nadie le interesaban más que a él. Sus amigos, Perico y el Marqués, le decían que no fuera terco. Mientras no se moría su mamá (y mira que tardó en morirse la santa señora) estaba bien que respetara la tradición familiar y mantuviera la casa de la calle de Córdoba. Pero ahora, ¿para qué? Recibió magníficos ofrecimientos de compra, el mercado alcanzaría su tope y debía aprovechar el momento. Lo sabía mejor que nadie, él mismo era rentista, vivía de eso, de la especulación.

Luego pretendieron forzarle la mano construyéndole en cada costado de su propiedad un edificio alto; dizque moderno, porque Federico Silva decía que sólo es moderno lo que dura para siempre, no lo que se construye de prisa para que se descascare a los dos años y se venga abajo a los diez. Le daba vergüenza que un país de iglesias y pirámides edificadas para la eternidad acabara conformándose con una ciudad de cartón, caliche y caca.

Lo encajaron, lo sofocaron, le quitaron el sol y el aire, los ojos y el olfato. Y en cambio, le retacaron las orejas de ruidos. Su casa, aprisionada entre las dos torres de cemento y vidrio, sufrió sin comerlos ni beberlos el desnivel del terreno, las cuarteaduras de la presión excesiva. Una tarde se le cayó una moneda mientras se vestía para salir y la vio rodar hasta topar con pared. Antes, en esta misma recámara, había jugado a los soldados, había dispuesto batallas históricas, Austerlitz, Waterloo hasta un Trafalgar en su tina de baño. Ahora no la podía llenar porque el agua se desbordaba del lado inclinado de la casa.

-Es como vivir dentro de la Torre de Pisa, pero sin ningún prestigio. Ayer nada más me cayó caliche en la cabeza mientras me rasuraba y toda la pared del baño está cuarteada. ¿Cuándo entenderán que el subsuelo esponjoso no resiste la injuria de los rascacielos?

No era una casa verdaderamente antigua, sino uno de esos hoteles particulares, de supuesta inspiración francesa, que se levantaron a principios de siglo y dejaron de hacerse por los años veinte. Más parecida, en verdad, a ciertas villas españolas o italianas de techos planos caprichosas simetrías de piedra en torno a pálidos estucos y escalinata de entrada a una planta de recepción elevada, alejada de la humedad del subsuelo.

Y el jardín, un jardín umbrío, húmedo, solaz de las calurosas mañanas del altiplano, recoleto, en el que se reunió sin pena, todas las noches, los perfumes de la mañana siguiente. Qué lujo: dos grandes palmeras, un caminito de grava, un reloj de sol, una banca de fierro pintada de verde, un borbotón de agua canalizada hacia los lechos de violeta. Con qué rencor miraba esos ridículos vidrios verdes con que los edificios nuevos se defendían del antiguo sol mexicano. Más sabios, los conquistadores españoles entendieron la importancia de la sombra conventual, los patios frescos. ¿Cómo no iba a defender todo esto contra la agresión de una ciudad que primero fue su amiga y ahora resultó ser su más feroz enemiga? De él, de Federico Silva, llamado por sus amigos el Mandarín.

Es que sus rasgos orientales eran tan marcados que hacían olvidar la máscara indígena que los sostenía. Sucede con muchos rostros mexicanos: esconden los estigmas y accidentes de la historia conocida y revelan el primer rostro, el que llegó de la tundra y las montañas mongólicas. De esta manera, la cara de Federico Silva era como el perdido perfume de la antigua laguna de México: un recuerdo sensible, casi un fantasma.

Muy circunspecto, muy limpio, muy arreglado y pequeñito, dueño de esa máscara inconmovible y con el pelo eternamente negro, que parecía teñido. Pero ya no tenía los dientes blancos, fuertes y eternos de sus antepasados, debido al cambio de dieta. Pero el pelo negro sí, a pesar de la dieta distinta. Se iban agotando, para las generaciones que la abandonaban, las fuerzas esenciales del chile, el frijol y la tortilla, calcio y vitaminas suficientes para los que comen poco. Ahora miraba en la maldita Glorieta que parece una taza sucia a los jóvenes comiendo pura porquería, aguas gaseosas y caramelos sintéticos y papas fritas en bolsa de celofán, la comida-basura del norte, más la comida-lepra del sur: la triquina, la amiba, el microbio omnipotente en cada chuleta de cerdo, agua de tamarindo y rábano desmayado.

Cómo no iba a mantener, en medio de tantas cosas feas, su pequeño oasis de belleza, su personalísimo Edén que nadie le envidiaría. Voluntaria, conscientemente se había quedado a la vera de todos los caminos. Miraba pasar la caravana de las modas. Se reservó una de tantas, era cierto. Pero fue la que él escogió y conservó. Cuando esa moda dejó de serlo, él la mantuvo, la cultivó y la aisló del gusto inconstante. Así, su moda nunca pasó de moda. Igual que sus trajes, sus sombreros, sus bastones, sus botas chinas, los elegantísimos botines de cuero para sus pequeñísimos pies orientales, los sutiles guantes de cabritillo para sus minúsculas manos de mandarín.

Pasó esto durante muchísimos años, desde principios de los cuarenta, mientras esperaba que su madre se muriera y le dejara la herencia y él, a su vez, se fuera muriendo solo, en paz, como quería, solo en su casa, libre al fin de la carga de su madre, tan vanidosa, tan excesiva y al mismo tiempo tan ruin, tal polveada, tan pintada y tan empelucada hasta el último día. Los maquillistas de la agencia fúnebre se dieron gusto. Obligados a proporcionarle un aspecto más fresco y rozagante en la muerte que en la vida, acabaron por presentarle a Federico Silva, orgullosamente, una caricatura delirante, una momia barnizada. ?l la vio y ordenó cerrar para siempre el féretro.

Se reunieron muchísimos familiares y amigos los días del velorio y el sepelio de doña Felícitas Fernández de Silva. Gente discreta y distinguida que los demás llaman aristocracia, como si semejante cosa, opinaba Federico Silva, fuese posible en una colonia de ultramar conquistada por prófugos, tinterillos, molineros y porquerizos.

-Contentémonos -le decía a su vieja amiga María de los Ángeles Negrete-, con ser lo que somos, una clase media alta que, a pesar de todos los torbellinos históricos, ha logrado conservar a lo largo del tiempo un ingreso confortable.

El más antiguo nombre de esta compañía hizo fortuna en el siglo XVII, el más reciente, fundó la suya antes de 1910. Una ley no escrita excluía del grupo a los nuevos ricos de la revolución pero admitía a quienes, damnificados por la guerra civil, después aprovecharon a la revolución para recuperar su standing. Pero lo normal, lo decente, era haber sido rico lo mismo durante la Colonia que durante el Imperio que durante las dictaduras republicanas. El solar del Marqués de Casa Cobos databa de tiempos del Virrey O´Donojú y su abuelita fue dama de compañía de la emperatriz Carlota; los antepasados de Perico Arauz fueron ministros de Santa Ana y Porfirio Díaz; y Federico, por lo Fernández, descendía de un edecán de Maximiliano y, por lo Silva, de un magistrado de Lerdo de Tejada. Prueba de estirpe, prueba de clase mantenida por encima de los vaivenes políticos de un país tan dado a las sorpresas, tan dormido un día, tan alborotado al siguiente.

Todos los sábados se reunía a jugar mah-jong con sus amigos y el Marqués le decía:

-No te preocupes, Federico. Por más que nos choque, debemos admitir que la revolución domesticó para siempre a México.

No habían visto los ojos de resentimientos, los tigres enjaulados dentro de los cuerpos nerviosos a todos esos jóvenes sentados allí, mirando pasar el smog.

Fuente: Carlos Fuentes Macías. México, 1928-2012. Escritor, novelista y diplomático.
Para tus amigos: