Loading...
Invitado


Domingo 01 de julio de 2018

Portada Principal
Cultural El Duende

Juan Francisco Bedregal: La pereza, la gracia y la ironía

01 jul 2018

Fuente: * Porfirio Díaz Machicao

Juan Francisco Bedregal. La Paz, 1883 - Cochabamba, 1944. Abogado, escritor, poeta, narrador y crítico ensayista. Como correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua, fundó la Academia Boliviana de la Lengua, siendo su primer presidente. Presidió la Fundación Universitaria Patiño. Fue catedrático y rector de la Universidad Mayor de San Andrés en La Paz. Obras. Ensayo: La Máscara de Estuco (1924) y Estudio sintético de la literatura boliviana (1925). Narrativa: Figuras Animadas (1924) de fondo filosófico, entre los que plasma una evocación cervantina titulada "Don Quijote en la ciudad de La Paz".

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

I

Me hago presente en esta página, invocando el espíritu de Bedregal en sus tres fases primordiales: la pereza, la gracia y la ironía. Todo su volumen humano estaba encerrado en los tres lados de e se triángulo que hizo de él una figura magnífica de caballero andante de nuestra literatura. En otro ambiente, se habría equiparado, tal vez, a Ramón del Valle Inclán. Pero él se quedó, modestamente, con el monóculo pintoresco, en la muy señorial cuenca de su tierra natal, La Paz, en donde fue delicia de quienes le conocieron.

Muchas veces he meditado, con entera decisión, en lo que significa la pereza. Para definirla habría que seguir la espiral de una molicie interpretativa, un mareo dulce, como un veneno heroico, que culmina con la inanición. Pero, comencemos por decir que la pereza es, por brillante paradoja, la mecánica activa del pensamiento. La quietud es fuente creadora. El producto es hijo legítimo de la contemplación.

Don Juan Francisco Bedregal fue un varón de letras demasiado cómodo. Gustábale gravitar en la serena y productiva pereza, aun cuando fuera con el escándalo de su propia conciencia. Digo mal: no es la conciencia la que interviene en estas citas. Con grave escándalo de la incomprensión circundante, diré mejor. Solía reposar largamente, delante de la cátedra, en la quietud del hogar y hasta en el ritmo de su andar cauteloso. ¡Cuántas veces le vimos gozar de la fruición incomparable de ese premio altiplánico que es el sol de La Paz!

Pero hablemos del tema de este primer capítulo sin demasiados justificativos. Los hombres de letras constituyen signos de interpretación. Bedregal fue un divino perezoso, dueño y señor del estupendo recurso de hacer callar hasta a los relojes para dar paso a la fuerza avasalladora del temperamento. De esta manera delineó su figura y su personalidad en el pandemónium de los círculos literarios de nuestro país.

Recordémole, pisando y pasando por las calles de torrentera de Nuestra Señora de La Paz, irrumpiendo con su volumen abacial, el rostro entre admirativo y tristón, los ojos con un dejo de lágrimas, el chambergo colocado con elegante desgano, el bastón y los guantes, parecía que aquel hombre fuese ex profesamente un abad llamado a tocar las campanas del descanso en el convento sagrado de la ciudad.

Este juicio mío no tiene falla -porque no lleva en sí equivocada tendencia al manifestarse-. Viene en mi apoyo el precioso decir de Gregorio Reynolds en sus sonetos a la memoria Bedregal:

"Â?un poco tarambana y haragana,

como la vida mía, fue su vida".

Como quiera que yo, caros amigos, conozco los secretos inviolables de la haraganería y sé que muchas veces el desorden nos abrió las puertas de la tristeza, pudo nomás oficiar tranquilamente la primera parte de esta misma sensual de la pereza. Ya podéis, pues, aceptar mi Evangelio. Llevo el hábito "tarambana y haragán" y toda la cofradía ha de arrodillarse conmigo en este recordatorio resignado de la gran estampa lírica de nuestro Maestro, Don Juan Francisco Bedregal.

II

Pasemos a la gracia.

Hace algunos días, cuando murió Bedregal, mi diario, en una nota muy seria, decía que este hombre era como una flor que la ciudad llevaba en el ojal de la solapa.

Ratifico el criterio aquel, si recuerdo perfectamente que todos le teníamos como al mejor adorno espiritual de la gallarda aldea. Su cátedra estuvo en los luminosos paseos de la Alameda donde antes teníamos palomas y cisnes y leíamos los versos de Rubén Darío. Y veíamos pasar la venerable persona de Don Rosendo Villalobos, poeta coronado. O la de José Eduardo Guerra que, entonces, usaba unas luengas barbas que eran el prestigio de nuestro instituto de Filosofía y Letras. Nuestra alameda de La Paz está como si alguien se hubiera llevado el ornamento de ella: Don Juan Francisco.

Ahora, pensad, buenos amigos, que sobra el sol en el Prado. Bedregal no está con él, con su aire zumbón y ácido, hablando de las cosas, interpretándolas con reglas de una sociología muy particular, modo "sui géneris" de emplear el calificativo, haciendo resaltar el concepto hondo de una fundamental filosofía en medio de la chirigota audaz o del decir serpenteante. Bedregal tenía gracia para opinar y jamás su cátedra estuvo vacía de gentes. Su prosodia era singularmente atractiva porque sus palabras tenían el canto juguetón de quien confunde la armonía con el dolor, la protesta con la socarronería y deja en el espíritu el tableteo de la mordacidad. Al despedirse de él las gentes no podían dejar de propalar sus dichos: -¡Hace un momento Bedregal expresaba que�!

Y la gracia admirable de aquel estupendo animador criollo rebasaba el contenido de la popularidad.

¿No le conocíais? Era aquel hombre del monóculo, circular, triunfante en la curva y el peso. Aquel amable charlador que podía cautivar la atención de salones parlamentarios, universidades y tabernas. Era el caballero integral que ha había concertado en su alma la cita de la pereza, la gracia y la ironía.

¿No le habéis oído? Era aquel señor que preguntaba interesadísimo por la suerte de los muchachos que había educado en colegios, institutos y universidades. Era aquel buen señor que hizo, por sobre todas las cosas, la máxima gracia de ser un buen amigo: noble, caballeroso, firme en el afecto y radicalmente honesto para distribuir la excelencia de sus apreciaciones. Era aquel caballero de los mofletes y el monóculo, aquel que llamaba la atención por su continente y su contenido.

Su ausencia en La Paz ha de ser siempre llorada. ¿Dónde está el señor que retornaba, a la hora del meridiano, rodeado de políticos, estudiantes, financistas y hasta frailes, de la Universidad al hogar? ¿Dónde está el caballero de gracia cuyas palabras quedaban impresionando permanentemente el ánimo porque rasgaban la oscuridad y rompían la telaraña de las cosas establecidas?

No lamentéis, sin embargo. No se ha perdido. Porque fue hombre que, pese a sí mismo, estaba ganando la posteridad por fuerza de su propia Destino.

III

En un ambiente que deja gravitar la tristeza indígena, la indecisión mestiza y la fuerza telúrica del medio, lo exquisitamente logrado, dentro del temperamento, tenía que ser la ironía. Bedregal fue su expresión constante y permanente. En las páginas de "La máscara de estuco" las apreciaciones son de tono doloroso, por lo profundamente irónicas.

¿Qué puede producir un ambiente torvo y bravo como el nuestro? La ironía.

¿Qué puede producir un medio equivocado en el cual la selección se hace a la inversa y asciende la estolidez humana con preterición del talento y de la personalidad? La ironía.

¿Qué puede producir, en política, un ambiente en el cual la ansiedad de nivelación no reconoce límite y en donde el Sargento Mamani cree necesario ponerse a ras de gloria con el Gran Mariscal de Ayacucho? La ironía.

¿Qué puede producir, en arte y literatura, un pequeño mundo en el cual se juega al fútbol con el pensamiento? La ironía.

Sí, caros amigos. Pertenecemos a un universo forjador de lo contradictorio, en donde la máxima expresión del pensamiento tiene que ser lo irónico. Y sabéis que en este término confluye el equilibrio del sarcasmo y de la tristeza, del dolor y de la risa.

Juan Francisco Bedregal nos ha dejado el lineamiento de una filosofía de amables y cáusticas expresiones. Pudo ahondar más y más en nuestra vida. Pero, inteligente y bondadoso, ha preferido dejarle el tono de la protesta al gran señor de la misma: Don Alcides Arguedas.

La verdad, yo no tengo la suficiente cultura capaz de interpretar los hechos sociológicos. No sé Historia, carezco de conocimiento y apenas si mi criterio es producto de una espontaneidad que me acompaña débilmente en estas tareas del homenaje a los hombres que he estimado por sobre todas las cosas. Es por eso que, humildemente reconfortado, prefiero refugiarme en la honda admiración que profeso por mis buenos amigos: lo mismo por Bedregal que Guerra; por Antonio José de Sainz que Ortiz Pacheco; por Gregorio Reynolds que Juan Capriles.

En esta virtud, pongo el cintillo de luto sobre la ironía aprendida de los maestros para presentarme a oficiar esta charla que ha procurado mantenerse serena y justa, espontánea y cordial, sobre el meridiano oscurecido por la muerte que cobija a Juan Francisco Bedregal.

Mi espíritu penetra en la tiniebla y espera también, como el suyo no retornar un día de la calma, inequívoca y sin sonrisas, de la muerte.

* Porfirio Díaz Machicao. La Paz, 1909-1981. Escritor, periodista, biógrafo e historiador.

De: "El Ateneo de los Muertos" 1956.

Fuente: * Porfirio Díaz Machicao
Para tus amigos: