¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...
Los muchachos trepaban al muro en una parte semiderrumbada, y avanzaban, con grandes precauciones, por la cima. Uno de ellos se aferró a las ramas de un árbol que estorbaban el paso, pero ante las violentas protestas de sus seguidores tuvo que continuar. Pronto las paredes de la casa lo ocultaron.
-¡La vuelta al mundo! ¡La vuelta al mundo! -gritaban, y las voces permanecÃan vibrando en la tarde aletargada, calurosa.
Cuando estuvo arriba, vio el tejado de planchas oscuras, calcinadas por el calor. Los gritos llegaban desde lejos. Ninguna brisa, bajo el sol ardiente, removÃa el aire.
-¡No tengo nada que ver con ellos! -pensó Pedro, frunciendo los labios con furia-. ¡No debà venir a la fiesta!
Los primeros comenzaron a descolgarse del muro. En grupos desiguales, se acercaron a la casa. Don Ernesto se hallaba tendido en la silla, con los pies cruzados y entrelazadas las manos. Por su rostro extendÃase una plácida sonrisa: -¿Ninguno se rompió algún hueso?
La expresión de las señoras, sin embargo, era tensa.
-¡Cómo sale la sangre! -dijo alguien.
La visión de su sangre le habÃa producido a Pedro una mezcla de inquietud y orgullo. Ã?l era, de pronto, el personaje principal de aquella tarde.
La señora Soledad, que no habÃa podido verlo hasta ese instante, contrajo los músculos faciales y se llevó una mano al mentón: -¡Está pálido como un muerto!
-Ven -dijo don Ernesto. Lo empujó suavemente por un hombro-. No es nada tu herida; un poco de yodo y se te sana.
Los muchachos lo dejaron pasar y aprovecharon para observar su mano con extremada atención. �l la llevaba en alto, para no mancharse con la sangre.
Al oÃr hablar de yodo, uno de ellos puso una expresión adolorida: -¡Eso arde como caballo!
Pedro sintió que sus piernas apenas podÃan sostenerlo. Se nublaba su vista. Ante la perspectiva del dolor, preferÃa, sin duda, que la herida no sanara tan luego. Caminó despacio, mientras el malestar amainaba.
-Bueno, niños -dijo don Ernesto, una vez que llegaron a la galerÃa-. Ustedes sigan jugando, no más. No se preocupen de Pedro.
Lo hizo penetrar en un gran salón semioscuro y de agradable frescura; el calor del verano, al parecer, se habÃa detenido en los umbrales.
Pedro se acomodó en el diván, pese a que las últimas palabras no lo tranquilizaron por completo.
La señora Amelia trajo un frasco muy pequeño y un pedazo de algodón.
Tomando el algodón, don Ernesto lo empapó en el yodo que le ofrecÃa la señora Amelia, y lo aplicó sin demora, con vigor, sobre la herida.
-¿Cómo te sientes ahora?
-Bien... -dijo Pedro, colocando la copa de coñac encima de una mesa. Su rostro estaba rojo, y sentÃa, por todo el cuerpo, un calor reconfortante.
-Diles a los niños que vengan un rato, si quieren -dijo don Ernesto a la señora Amelia-. Mejor que este hombre aún descanse un poco.
Pedro sentÃa una sensación muy agradable; una profunda calma. Ni siquiera recordaba su exasperado sentimiento de soledad y humillación; ahora era como si todos giraran alrededor suyo.
Los muchachos comenzaron a entrar en la pieza en penumbra muy serios y en correcto orden. Poco a poco lo fueron rodeando.
-Muy bien -dijo Pedro-. En el jardÃn nos juntamos... Y gracias por la visita... -Esbozó una sonrisa.
-Hasta más rato -dijeron ellos. Salieron lentamente, sin atropellarse, y se alejaron por un corredor. Luego Pedro los oyó precipitarse al jardÃn y resonaron sus gritos, confusos y lejanos. Ã?l se sintió contento de poder estar unos minutos solo, aunque no dejaba de temer que una de las señoras llegara, con el propósito de hacerle larga compañÃa. Los gritos, entretanto, de nuevo despreocupados e indiferentes, llegaban desde muy lejos, desde la cercanÃas del muro semiderruido.
¡Oferta!
Solicita tu membresÃa Premium y disfruta estos beneficios adicionales:
- Edición diaria disponible desde las 5:00 am.
- Periódico del dÃa en PDF descargable.
- FotografÃas en alta resolución.
- Acceso a ediciones pasadas digitales desde 2010.