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La mayorÃa de las naciones latinoamericanas arrastran tradiciones autoritarias desde el pasado pre-ibérico y desde la época colonial, tradiciones que los regÃmenes populistas del presente revigorizan con notable virtuosismo. Los procesos incompletos de modernización fomentan la consolidación de los valores autoritarios de orientación polÃtica que provienen de los propios legados histórico-culturales. La mayorÃa de los procesos modernizadores puede ser calificada de parcial, pues estos han ocurrido sobre todo en los campos de la economÃa y la técnica y no en los ámbitos de la polÃtica y la cultura.
A partir del siglo XVI, en la entonces América hispana y particularmente en la región andina, México y América Central, se expandió una forma relativamente dogmática y retrógrada del legado cultural ibero-católico, que se destacó por su espÃritu autoritario, burocrático y centralista en el ámbito institucional. Estas aseveraciones crÃticas no se refieren a la esfera de las artes plásticas y las letras, las que, como se sabe, tuvieron un inusitado florecimiento. La Iglesia católica no produjo ningún movimiento cismático; le faltaron la experiencia del disenso interno y la enriquecedora controversia teórica en torno a las últimas certidumbres dogmáticas. Debido a la enorme influencia que tuvo la Iglesia en los campos de la instrucción, la vida universitaria y la cultura en general, todo esto significó un obstáculo casi insuperable para el nacimiento de un espÃritu crÃtico, cientÃfico y cosmopolita. Ha sido un catolicismo integrista y militante, pero simultáneamente una fe religiosa anti-intelectual, pobre en la producción de teologÃa y filosofÃa, rica en la generación de artes plásticas y música. Ha sido, en suma, un sistema disperso de creencias, profuso en fiestas, procesiones, santos, milagros, experiencias mÃsticas, vivencias extáticas, prácticas adivinatorias y rituales de todo tipoÂ? y escaso en bienes intelectuales. Esta atmósfera colectivista de ritos y fiestas, con presencia de un misticismo atravesado de sensualismo elemental, no fue y no es proclive al surgimiento de una personalidad autocentrada individualmente, que pueda guiarse por la llamada elección racional entre opciones de comportamiento y por el sopesamiento meditado de elementos pragmáticos en los campos ideológico, polÃtico y hasta propagandÃstico. En este ambiente básicamente religioso -aunque tenga la apariencia de un ámbito ya secularizado- surge el mito de la redención polÃtica mediante acciones casi siempre heroicas y revolucionarias, dirigidas por el hombre providencial, el gran caudillo. Distinguidos pensadores de muy diferente proveniencia ideológica -como Carlos Cullen, Enrique Dussel, Orlando Fals Borda, Ezequiel MartÃnez Estrada y Leopoldo Zea- han celebrado sus virtudes: los caudillos son vistos como los seres llamados por Dios (o por el destino) para corregir por cualquier medio a una sociedad que habrÃa perdido sus genuinas normas de justicia. Ellos tienen el trágico destino de cargar con los pecados de su pueblo y, guiados por los imperativos de la tierra y por el genuino espÃritu latinoamericano, cumplen con la sagrada misión de combatir el "imperialismo" del Norte y sus valores de naturaleza egoÃsta y foránea.
En América Latina lo que gusta a las masas es una modernización técnica y económica, que paradójicamente mantenga una atmósfera cultural, polÃtica y familiar dentro de los valores convencionales y las rutinas que vienen de muy atrás. En este ambiente religioso surgen las opciones polÃticas autoritarias apoyadas también por las iglesias protestantes y pentecostalistas, como hoy se puede advertir en América Central. Curiosamente las posiciones de izquierda preservan esa mencionada combinación de modernización técnico-económica y atmósfera conservadora en polÃtica y cultura. Como señaló el historiador mexicano Enrique Krauze, la vocación redentora y revolucionaria se da en un continente que conserva "un celo apostólico y un espÃritu de sacrificio propio de una cultura fundada en el siglo XVI por frailes misioneros".
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En lÃneas muy generales se puede afirmar que la consciencia cientÃfico-crÃtica no ha podido llegar a los niveles que la harÃan realmente relevante dentro del contexto de la esfera productiva nacional y de las relaciones internacionales. Dicho con otras palabras: en América Latina esta consciencia sigue siendo el privilegio intelectual pero inefectivo de pocas personas y de grupos sin gran poder de decisión o influencia. La consciencia intelectual rutinaria no pone en duda su propia metodologÃa y premisas teóricas y se reduce más bien a elaborar los procesos más rentables y adecuados para objetivos pre-establecidos, dejando a un lado la problemática de la transcendencia social y a largo plazo de su propia actividad. Llamo modernidad imitativa a los enormes esfuerzos que adoptan del llamado Primer Mundo las metas normativas obligatorias en los campos del progreso material, del consumo masivo y del fortalecimiento del Estado, pero que descuidan, a veces premeditadamente, lo que Max Weber y la Escuela de Frankfurt han denominado una racionalidad global, que incluya la dimensión de la cultura y el ámbito de la protección al medio ambiente. En una palabra: los "imitadores" quieren crecimiento y progreso, pero no les preocupa la democracia efectiva y la ecologÃa. El anhelo del crecimiento y el desarrollo, el cual se lo anhela en el plazo más breve posible y a cualquier precio, hace aparecer la cuestión relativa a los costes humanos y sociales en general y a la protección del medio ambiente en particular como un aspecto secundario, como una tarea de inspiración foránea o como un mero lujo.
La mayorÃa de los latinoamericanos, independientemente de su origen geográfico, social, polÃtico o étnico, es rutinaria y convencional en su vida cotidiana y en sus valores de orientación, pero no es conservacionista en la acepción ecológica: no cuida de manera conveniente y efectiva los vulnerables suelos y paisajes y más bien se consagra con genuino denuedo a destruir la naturaleza y a dilapidar los recursos naturales. A este respecto las élites plutocráticas, los partidos izquierdistas, los movimientos indigenistas y las corrientes revolucionarias no se diferencian en nada del resto de la nación respectiva. Casi todos los grupos sociales contribuyen, a veces sin sospecharlo, a una verdadera catástrofe medio-ambiental. Todos tratan de ensanchar la frontera agrÃcola incendiando los bosques tropicales, lo que significa llevar el progreso a la selva. Prósperos empresarios y trabajadores modestos son por igual responsables de este desastre. ¿Desastre? En el fondo todos están contentos -salvo algunos cultivadores marginales afectados directamente por el incendio-, pues ahora el terreno puede ser utilizado de manera mucho más rentable y fácil. En América Latina una superficie desboscada por el fuego es económicamente mucho más valiosa que una cubierta aun por la incómoda selva. Parece existir una consciencia conservacionista sólo entre algunas tribus indÃgenas de los bosques tropicales, pero hasta esto es dudoso.
Las actuales corrientes predominantes en América Latina -las postmodernistas y relativistas- no han podido reducir el peso de la cultura polÃtica del autoritarismo. Mario Vargas Llosa dijo sobre los postmodernistas que estos han cultivado una vocación iconoclasta y provocadora que se volvÃa mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. Tuvieron estos pensadores una propensión hacia el sofisma y el artificio intelectual. Es otra de las razones de la pérdida de autoridad de muchos pensadores de nuestro tiempo: no son serios, juegan con las ideas y las teorÃas como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen. El relativismo axiológico que ha resultado de todo esto tiende a exhibir indiferencia ante la calidad intrÃnseca de los regÃmenes polÃticos y ante el sufrimiento concreto de los habitantes de sistemas populistas o autoritarios. Y lo más notable es que este proceso ha ido acompañado por la elaboración de ideologÃas justificatorias de la facticidad polÃtico-histórica del momento, tarea subalterna que ha sido llevada a cabo por algunos de los representantes más ilustres del pensamiento progresista del siglo XX y del relativista del siglo XXI, quienes estudian la inmensa relevancia de las redes sociales y las utilizan con gran virtuosismo, pero otra cosa, mucho más grave, es ocultar la función a veces perversa de esas mismas redes, que impiden la formación de una opinión pública estable, crÃtica y razonable. El conformarse con las postverdades de estos autores es presuponer que la civilización del espectáculo y el sensacionalismo representan la última palabra de los esfuerzos teóricos.
El idioma alemán posee una notable expresión: la consciencia crÃtica de problemas. Hoy en dÃa la filosofÃa, dice Jürgen Habermas, sólo puede subsistir en cuanto crÃtica, es decir como análisis del fundamento de toda creencia y como elemento reflexivo de toda actividad humana. Como "resistencia consciente contra los lugares comunes" y "obligación de no ceder ante la ingenuidad", el impulso crÃtico-filosófico, afirma Theodor W. Adorno, todavÃa puede brindar eminentes servicios a la humanidad, puesto que representa un estÃmulo contrario a la resignación generalizada y a las certezas convencionales de la época. No se trata, en el fondo, de construir un sistema de certezas sobre la evolución histórica de una parte de nuestro planeta, sino de cuestionar algunas certidumbres que se han sedimentado y consolidado en la mentalidad colectiva de muchas sociedades contemporáneas Este impulso está opuesto a la actitud predominante hoy en dÃa en los campos académicos e intelectuales, donde lo habitual es plegarse a la moda del momento con genuina devoción.
Hugo Celso Felipe Mansilla.
Doctor en FilosofÃa.
Académico de la Lengua.
Fuente: H. C. F. Mansilla