Recorrer las fronteras físicas de Bolivia es transitar por nuestra miseria y por lo que parece ser nuestro destino fatal; puede mejorar el centro pero poco o nada parece cambiar en esas orillas de la nación.
En otras épocas, sobre todo bajo los regímenes de la Doctrina de Seguridad Nacional, la frontera era aquello que dividía, aquello que generaba miedo o esperanza. Desde la era democrática que gozan la mayoría de los habitantes en América Latina, tanto la teoría diplomática como la cotidianeidad han transformado ese obstáculo en la vivencia del encuentro, del abrazo, de decenas de historias amorosas.
Los límites son siempre fascinantes. Literatos y cineastas se han inspirado en ello, como evidencian materias sobre la Guerra Civil española o las guerras mundiales. Como periodista y como historiadora preferí aquellos reportajes que me llevaban a los extremos de los puntos cardinales.
En Estación Abaroa compartían tres centinelas y un aduanero era cruceño quemado por el sol del desierto y sin conseguir ser amigo de los silenciosos comunarios. Sin agua, sin luz, con escaso almuerzo. Al frente, un equipado cuartel chileno.
En Pisiga prosperan alojamientos, fiestas y mercados. Al otro lado, aunque es la zona chilena más pobre, prefieren atención sanitaria y bonitas escuelas. Un puñado de policías intenta sobrevivir con sus propios recursos, bajo la sombra de famosos contrabandistas protegidos por el Tata Sabaya.
En Challapata vimos a niños ir al colegio a tres cuadras de distancia en sus autos chutos y policías y militares nos contaron la imposibilidad de enfrentar al conjunto de la población. Compartimos su escaso almuerzo de fideos y papas hervidas.
En Yacuiba, policías y presos ocupan un mismo espacio. La canícula afectaba a los andinos uniformados. Como en muchos sitios, los únicos que quieren ser policías son los aymaras. Esa vez había una muchacha detenida por complicidad en asesinato. Mientras se esperaba su traslado a Tarija, dormía bajo un techo porque no había cuarto para ella. Para burlar el aburrimiento, también el pánico, cocinaba para todos. La pulpería sólo alcanzaba para calmar el hambre, el botiquín era pasado.
Frente a Puerto Maldonado y la extensa frontera con el centro peruano, zona roja, sólo encontramos a un apasionado teniente que intentaba enseñar a nadar a tres chicos de Munaypata que ahí cumplían su servicio militar. Sobrevivían con lo que pescaban, con lo que cultivaban, hirviendo el agua oscura. Aquella ocasión cubrían un viejo cementerio del abandonado pueblo. Llegar hasta allá es desafiar la tupida floresta. Al frente, el cuartel peruano tenía motor de luz, un refrigerador para cuidar las raciones de comida fresca que llegaban desde lejos.
Los militares y los policías bolivianos destinados en la frontera son patriotas que no gozan de la más sencilla comodidad. Son muchas las anécdotas que vivimos en Villazón, en Curahuara, en Cobija o en Puerto Suárez.
Antes de comprar armas que aumentan la deuda externa boliviana, mejor aprovechar la oportunidad de destinar recursos y, sobre todo, emplear administradores técnicos para que los optimicen. Sólo cuando cambie ese rostro fronterizo, Bolivia será otra.
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