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Domingo 17 de junio de 2018

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Cultural El Duende

Cherán: Todos los árboles del mundo

17 jun 2018

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Papá, ¿dónde nacen los alfileres que anidan en los muertos? ¿Quizá en el remolino donde tristeza y polvo truenan balas para llevarse a los que no volveremos a ver? Ahí donde huele a podrido y la lontananza es distancia cría comparada con el filo que la calle apedrea entre el llanto de automóviles. Nadie sale a la calle, ni a la luz. Ni las historias que alguna vez mamá nos contó. Ahora son relatos vagabundos con placas traseras y matrículas de fantasmas y cerros. Lugares donde se alimentan las banquetas con cuerpos desmoronados. Extraño el crepitar de la fogata, el sonido de la noche, tibio, al igual que el cabello de la abuela. No sé dónde está. Muchas personas desaparecen. Son fichas enterradas donde huellas las sumergen como dientes en maceta. Papá. Entiendo que platicas con mamá a escondidas, alcanzo a oler tu enojo. Múltiples siluetas de miedo, no absorbido, frente a ti y ante los nuestros. Parvadas que al tocarlas se pierden como alfileres clavados en la nuca. No sabes dónde empieza la bastilla de esta cabeza, ni la ruta por donde arropamos abandono. Sólo aire. Lo hurtamos a la fuerza con los puños porque la ausencia es lo único palpable y los hermanos y la desaparición de los hermanos. No quiero estar debajo de la cama ni escuchar los gritos de mamá. Quiero dispararle al miedo, hacerle frente y darle un puñetazo en la cara. No quiero ocultarme ante él. Aquí autos mueven silencio y encumbran oscuridad en la puerta. Golpes demoliendo candados. Papá, deseo cerrar los ojos de otra manera y que al abrirlos no golpeen la puerta para que nadie desparezca otra vez.

Vagar fantasmas en la cara. Sentir el fondo del caos e inhalar atisbos sin los primeros rostros desenmadejados. Sorber la eternidad y el origen de un huerto. Hoy, la velocidad es tarde en bolsitas de plástico, un refresco, la pulpa de un árbol, personas de vapor. Cerros abandonados a la fuerza. Puñetazos por la espalda. La desbandada de un barranco. Ojos en cruz. Troncos anudados. Personas que al marcharse nunca volverán. Mordida de un perro y alfileres de rabia en el ombligo. Despuntando árboles, cadáveres, el llanto. No dejo de recordar, no, no, no. Negarlos hasta el amanecer es creer que los sueños despiertan. Los pueblos, la madre tierra, los hermanos se escurren por la rendija. Destejo cuerpos de pan. Dientes esparcidos como recuerdos distantes. La placa de una vida mejor se renta en tiendas automáticas. Aserrín enrevesado. Placenta. Verde pálido. Verde muerto. La velocidad del dinero es el testimonio de nuestras manos. El tacto no tiene permanencia. Las huellas son estériles. Ningún sujeto se levanta del piso para devolver la bala incrustada en su cabeza. Nadie. Ni la saliva, ni el jadeo, ni el tiempo arremolinado en los párpados, ni el cráneo roto. Tengo fantasmas en la cara. Son las personas que se fueron y que nunca volverán. No dejo de recordarlos y por eso están en mi cabeza. Son árboles que no quiero arrancarme pero en otro lugar fueron arrebatados del bosque. Ellos están en mi mente: Mi abuela Lupita, el abuelo José, Francisco, Tadeo, Joaquín. Sus pómulos restriegan calor en mi cara. Sus pómulos son tu rostro, papá. Deshuesadero de troncos ventilando calzadas. La gruta para alcanzar un poco de comida. El tiro en los ojos. La camioneta destrozada. Un padre grabado en el lodo. Cherán. Bosque por brazos, vejiga por carreteras, cáncer por árboles. Las huellas se olvidan fácilmente si la herida del ojo está seca. El olvido jamás se secará.

(Detrás de la camioneta el bosque está de luto).

Armando Salgado. México, 1985. Narrador y poeta.

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