La historia del DÃa de la Madre, data desde que "en la antigua Grecia, ya se rendÃa homenaje a Rhea, la Madre de Zeus, Hades y Poseidón. Los griegos celebraban esta fiesta venerando a la madre de los dioses que adoraban, y ya no era solamente la madre de sus dioses, asimismo, fue considerada la diosa de la fertilidad, de la madre tierra, Isis la Gran Diosa Madre de los faraones.
En el afán de recordar a la madre ausente, transformada en ángel, lluvia, beso o estrella, me atrevo a describirla, a este ser que arrulló nuestra infancia.
No ha de ser fácil llegar a retratarla, por todo lo que representa: orbe que gira e ilumina, aglutina a los hijos, es centro y en torno a ella todo gira.
Recorre todos los caminos, tiene amor eterno, es imposible que alguien como ella con el trazo de hacer crecer en ese espacio maternal, no sienta ese lenguaje perdurable, no vislumbre los ojos más largos y profundos de aquel ser que ama profundamente, el hijo que vivió, vive o vivirá en sus entrañas.
Las Madres de antes, del siglo pasado solÃan asumir el compromiso de amamantar, proteger, consciente e inconscientemente, que no fuera uno, sino varios capullos. Y estaba allà sin más experiencia que la vida misma, soporte inequÃvoco en las buenas y en las malas, siendo el hogar escuela que regÃa el orden, disciplina y respeto. El tiempo le otorgaba cariño indescriptible hacia los hijos quienes siempre fueron y serán todo, esperanza, presencia extendida hasta en la sombra de sus ojos.
Ese amor sublime es único, no tiene duplicado, lleva carga y sobrecarga de algún retoño que no reflexiona, tiene arritmia, la palabra no es su vocación.
Ese sabor agridulce por entregar la miel del conocimiento, es verosÃmil, se torna irresoluto, se diluye. Ella, irremplazable y diáfana con mesura alcanza la plenitud, la cima de la meditación. Su afán de llegar al pedazo de su carne e invocar para que escuche, no tiene resultados.
Madre de todos los encantos, siempre ha de desencadenar la visión e integración, en sacrificio, ha de desgarrarse en silencio y verá el abismo por la existencia de los hijos cerca o lejos y nadie como ella, ha de sangrar para demostrar que arriesgó todo por llegar al mar de la armonÃa.
A pesar de los abrojos que encuentra a su paso, está el vestigio, la impronta del amor natural.
Madre, labras, eres huerto, tus manos florecen, siempre están en movimiento, aunque se encojan porque se mantuvieron en aguas cálidas o heladas, que importan los dolores, los instantes más cruciales. Cuando ves al hijo, ay... todo cobra vida, las gemas de los dedos se tornan color rosa, hay más hálito de vida.
Madre, quien y como seas, eres glamour perdurable, inextinguible, la dimensión del amor que habita en ti es colosal.
Por esa razón, Dios te ha hecho única y especial. Benditas sean las Madres que están vivas y las que están ausentes de cuerpo más no de su espÃritu, porque queda la esencia de su pureza, madero indestructible, rezo cotidiano de pedir su protección, igual que al Creador.
Alabado sea Dios porque nos dio el acierto de ser Mamá.
Por Marlene Duran Zuleta
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