El gobierno ha comenzado a mirar con miedo a las fuerzas que desató con su entusiasmo de izquierdista desinformado. Al retroceder está produciendo escenas típicas de una retirada desordenada.
En este momento, los pueblos originarios que fueron alentados a la autodeterminación, la territorialidad propia y la autonomía, se han convertido en el peor dolor de cabeza del gobierno. Todas las organizaciones que reúnen a los pueblos precolombinos están decepcionadas del gobierno de Evo Morales.
Se les había dicho -y lo dice la propia constitución de Morales- que las riquezas naturales son de propiedad de ellos y no del Estado boliviano. Pues ahora ellos quieren llevarlo a la práctica.
Lo último que han hecho es pedir que las fronteras entre departamentos sean modificadas para dar cabida a los territorios ancestrales. Y la Asamblea del Pueblo Guaraní ha pedido que se decrete una tregua en la explotación del gas en el Aguaragüe (es decir que Bolivia deje de producir gas; sólo eso).
El presidente había preguntado hace un año a los pueblos originarios que quieren impedir la explotación del petróleo en la región amazónica, “¿entonces, de qué vamos a vivir?”. Traducido para sus seguidores, esa frase significaba “Y ahora, ¿qué hacemos con nuestra revolución?”
Pero los originarios siguen avanzando. Ahora hablan de cambio en las fronteras internas. Eso produjo una rabieta en el presidente. Quizá porque habrá imaginado el paso siguiente: que los originarios le pidan cambiar las fronteras externas del país. ¿Qué dirán los países vecinos?
Ante semejante arremetida, el gobierno ha dicho que las consultas ambientales para la explotación de recursos naturales son sólo eso: consultas, pero que la última palabra para esos proyectos la dará el Estado boliviano. Y punto. Lo dijo Evo Morales.
Antes de escribir “La Pachamama puede esperar”, yo había anticipado que esto podía terminar mal: “El método Frankenstein”. Acerté, lamentablemente.
El Estado, como lo enseñaron los romanos hace 2.000 años en la propia península ibérica, se establece en un territorio y todas las tribus que allí se encontraren se someten a sus leyes.
Esa es la regla para todos los Estados del mundo. Si queremos cambiar esa práctica dentro de Bolivia, tendríamos que esperar que lo hagan también los países vecinos. Sería un lío.
¡Cuidado con lo que deseas! O, traducido para estas circunstancias, ¡cuidado con los charlatanes en los que confías para que elaboren las bases de tu revolución!
Algunos de esos charlatanes tienen mentalidades precolombinas. Ellos son los culpables de que el cocalero Evo Morales, que sólo quería despenalizar la hoja de coca, se haya embarcado en un embrollo tan grande que ahora lo pone en la disyuntiva de decidir si Bolivia sigue existiendo o no.
Lo ha propuesto el político cruceño Juan Carlos Urenda: hay que cambiar la constitución. Tiene razón. Es que está muy mal hecha.
No sé si ayuda o perjudica decirlo, pero no me parece bien que el gobierno se desfogue de todo este lío expulsando a mi amigo Pablo Cingolani. Es un despropósito, pero sobre todo un error.
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