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Domingo 22 de abril de 2018

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Cultural El Duende

Immanuel Kant

22 abr 2018

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Kant (1724-1804) fue el filósofo justo en el sitio justo. Para él, que era profesor de la Universidad de Königsberg, la filosofía no era afición sino oficio. Parecía haber estado esperando que le tocara el turno: estaba listo para asumir su tarea ("Iniciaré mi carrera, y nada me lo impedirá"), asimiló las mejores ideas que le podía aportar el pensamiento contemporáneo y las integró a una filosofía propia que ofrecía efectivamente un saber nuevo y, sobre todo, convincente en un nivel más elevado. Todo eso Kant lo consiguió siendo un trabajador del espíritu enormemente industrioso, preocupado ciertamente por el "interés de la humanidad», pero que por lo demás siguió siendo un hombre modesto, pues no quiso ser «más inútil que el obrero corriente".

Siendo de origen pobre (era el cuarto de los once hijos de una familia de artesanos), Kant conoció muy pronto la dureza de la vida. Gracias a su talento y a ocasionales ayudas de terceros, pudo asistir desde los dieciséis años a las clases de la Universidad de Königsberg, donde estudi6, entre otras cosas, matemáticas, ciencias naturales, teología y filosofía; se cuenta que se costeaba los estudios dando clases de repaso, así como mediante su habilidad en el juego de billar. Tras la muerte del padre se vio obligado a aceptar un empleo de preceptor. En 1755 regres6 a la Universidad, se doctoró con una tesis Sobre el fuego, y poco después concluyó su tesis de habilitación. A pesar de su baja estatura, pasaba por ser un gigante del espíritu; pero era de modales demasiado modestos como para llamar la atención más de lo conveniente. Siguieron largos años de escrupuloso trabajo; Kant ejercía de profesor auxiliar y, durante una temporada, de bibliotecario, hasta que en 1770 fue nombrado catedrático titular de metafísica y lógica de la Universidad de Konigsberg. Libre ya de preocupaciones económicas, se consagró a su tarea vital, la filosofía, mientras siguiera "marchando el reloj de la vida".

Kant se planteaba las cuestiones, vigentes en cualquier tiempo, de la filosofía; cuestiones que a primera vista parecen sencillas, pero que son infinitamente intrincadas; motivo por el cual se continúa filosofando hasta el día de hoy, cual si de una especie de manía del espíritu se tratara: "¿Qué puedo saber?" "¿Qué debo hacer?" "¿Qué tengo derecho a esperar?" "¿Qué es el hombre?" Para empezar, Kant proporciona al saber un fundamento relativamente firme, zanjando con una solución verdaderamente salomónica la disputa entre el empirismo y el racionalismo sobre la cuestión de si en el proceso de conocimiento tiene mayor importancia la conciencia o la realidad. Según Kant, el hombre que quiere conocer algo se encuentra ante una realidad que le suministra los datos de los sentidos; pero se aproxima a esta realidad con unas formas determinadas del entendimiento y de la intuición. Estas formas "trascendentales" (entre otras, espacio y tiempo, causa y efecto), que existen a priori, es decir, independientemente de toda percepción sensible, y que son, por consiguiente, "universales y necesarias", se imponen al material percibido y moldean la experiencia. Mediante sus actos cognoscitivos, el hombre somete las cosas a una estructura y un orden determinados. Por consiguiente, las cosas sólo se le pueden manifestar tal como él las entiende; las ve, por así decir, a través de unos lentes que son comunes a todos y que remiten, independientemente de su estructura trascendental, a una predeterminación filogenética. Un conocimiento objetivo de la realidad puede darse, por tanto, sólo en un sentido restringido: resulta imposible en lo que se refiere a las "cosas en sí", pero sigue siendo posible si la ciencia se mide por el proceso de experiencia común, orientado únicamente en función de los hombres y sus capacidades de comprensión. Este modelo del conocimiento parece tan convincente, entre otras razones, porque da cuenta de las sospechas que a los hombres reflexivos tarde o temprano se les ocurren por sí solas: hay una realidad que existe independientemente de nosotros, pero nosotros nos formamos una imagen de ella con la cual se puede vivir y trabajar. y a veces incluso obtener progresos. Todo lo que rebase el verdadero horizonte del conocimiento humano se convierte en especulación; pero no por ello carece de utilidad ni de sentido. Dios, el alma y el mundo son «ideas regulativas», que sirven a nuestro saber de puntos de referencia de un valor atemporal.

A la pregunta "¿Qué debo hacer?" Kant ofrece también una respuesta convincente. El hombre se debe guiar por la razón, .que le permite ir más allá del interés egoísta y lo obliga a actuar de una forma que sirve al bien común. El criterio supremo de una conducta racional y, por tanto, ética es el llamado «imperativo categórico", que alcanzó particular celebridad. En su forma un poco más detallada dice: «Actúa de tal manera que la máxima que guía tu voluntad pueda valer en cualquier momento como principio de una legislación universal. Actúa como si la máxima que inspira tu actuación debiera convertirse por tu voluntad, en una ley universal de la naturaleza. Actúa de modo que utilices a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y jamás como un simple medio." La buena ola mala acción concretas quedan a cargo de cada individuo, que está sometido al "deber" y debe decidir; el imperativo categórico le ofrece solamente el criterio general que debe orientar la decisión específica acerca de lo que hay que hacer o dejar de hacer. Kant no admite la excusa de que uno sólo puede actuar como tiene que actuar, puesto que el hombre se halla sometido a las leyes de su realidad particular: según Kant, el hombre, como ser racional, es libre; se puede elevar por encima de las cosas y superar las constricciones externas; lo mismo que le dice su conciencia: "¡Puedes porque debes!"

En cuanto a la pregunta acerca de lo que el hombre tiene derecho a esperar, Kant la remite a la religión, a la que recomienda cierta tolerancia: "Hay sólo una religión (verdadera), pero puede haber muchas formas de fe" La religión a su vez no debería declarar "irreflexivamente la guerra" a la razón, puesto que "no la podrá sostener". Así pues, la religión por la que abogaba Kant debió de ser, en última instancia, una religión de la razón de tono personal; a diferencia de la devoción habitual de la Iglesia, se mantiene receptiva a lo bello, lo sublime y lo grande. Para hallar en semejante religión consuelo y una esperanza lo bastante firme para que ayude a vivir, no hace falta entregarse a pensamientos grandiosos, sino que bastan ocasiones mínimas: "El sereno silencio de un atardecer de verano, cuando la trémula luz de las estrellas atraviesa la parda sombra de la noche y la luna solitaria brilla encima del horizonte", y "poco a poco crecen elevados sentimientos de amistad, de desprecio del mundo, de eternidad...".

En lo que se refiere a la pregunta de qué es el hombre, Kant, la delega a la "antropología". �l mismo no quería excederse en los límites de los derechos de la razón, cuya validez reivindicaba, también en el terreno de lo demasiado humano. A veces, sin embargo, el bondadoso Kant se permitía algún rasgo de malicia: "Cabría sospechar que la cabeza humana es, en el fondo, un tambor que sólo suena porque está vacío", anotó, por ejemplo, para añadir acto seguido con magnanimidad:

"No debemos molestarnos los unos a los otros; el mundo es lo bastante grande para todos."

Otto A. Böhmer en: Diccionario de Sofía.

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