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Domingo 22 de abril de 2018

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Cultural El Duende

La ciudad

22 abr 2018

Arturo Oblitas

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La ciudad es un argumento, la aldea una estrofa.

Allí vive un pueblo que constantemente nos presenta un problema que trata de resolver; aquí mora un poeta que nos hace sentir y amar.

La ciudad es obra de los hombres; el campo, es obra de Dios.

Allí el pensamiento tiende a petrificarse; aquí el pensamiento sigue invisible, y pasa como la brisa, sin dejar rastro.

En la ciudad, el pensamiento se ostenta en sus templos, en sus palacios, en sus estatuas, en sus calles y en sus plazas. En cada momento, como lo hacía notar Víctor Hugo, hay una idea.

En el campo, en cada árbol, en cada rama, en cada onda, en cada flor, vibra una cuerda entre los dedos de una mano misteriosa.

En la ciudad se piensa y se quiere, porque se piensa; en el campo se ama y se piensa, porque se ama.

La humanidad, considerada como un gigante tendido en el mundo, tiene la cabeza en la ciudad; pero su corazón palpita en el campo.

Ante una magnífica fachada, cualquiera interroga a las columnas, al medio punto o a la ojiva y obtiene una explicación de la ojiva, del medio punto y de las columnas. La idea se ha congelado en cada construcción, como el agua en las cumbres. Así, el pensamiento del creyente, es una torre; la noción de la autoridad, un palacio y el principio de la justicia una estatua. Todo se vuelve a la materia.

La arquitectura anda siguiendo los pasos del alma: recoge en su camino todos sus pensamientos y va solidificándolos uno a uno, para amontonarlos después en la ciudad.

Aquí, el corazón no tiene monumentos; el dolor mismo es una idea; el hospital es su petrificación: la inclusa se ostenta como el derecho a la vida, dando origen a la protección del estado.

Lo que no encierra un pensamiento, no tiene razón de ser. En las ciudades, la mirada choca en los resaltos, se hiere en los ángulos, se corta en las filosas líneas: en el campo, la mirada se asienta, se dilata y reposa en el horizonte.

Lo bello en las ciudades es más subjetivo que real: disloca, casi siempre, nuestras facultades de pensar y de imaginar: por esto se acomoda en ellas el arte romántico. Lo bello en el campo pone en fácil juego nuestras facultades: es la belleza del arte clásico.

En el placer que nos da la ciudad hay algo de dolor; en los placeres del campo, la percepción es pura, sin mezcla.

La belleza que se contempla al través de la serenidad del campo es igual a la que inspiró a Hornero y a Virgilio, a Racine y a Rafael, a Mozart y a Sófocles. La belleza en la ciudad; belleza .de románticos, es la que inspiró las sinfonía de Beethoven, el Hamlet, Macbeth, el Rey Lear y; el Fausto.

El campesino tiene la pasión psicológica, tal como la consideran los cartesianos. El hombre de la ciudad padece las enfermedades del alma, sus pasiones son patológicas, violentas y cuando pierden su violencia, se tornan en males crónicos, en vicios incurables.

La casa de ciudad está llena, aun cuando los dueños estén ausentes: la choza del indio se vacía si sale el indio: éste puede decir al marcharse como Bías, el filósofo griego:

"No dejo nada: porque todo lo llevo conmigo"

En efecto, la riqueza del campesino está en sus brazos musculosos fuertes y siempre inofensivos.

Pero la ciudad y el campo no se odian; viven tocándose por los extremos.

La aldea es el punto de contacto.

Llegan hasta aquí, por un lado, los ecos distantes de la ciudad; los reflejos ya tenues de sus luces y por otro, hacen su entrada triunfal, la calma de los campos y su belleza incomparable.

¡La aldea!

Algunas casitas de barro, escalonadas, como nidos de pájaros, en la vertiente occidental de la montaña.

La aldea tiene molinos y apriscos. Por sus estrechas, clivosas y ásperas callejuelas, bajan de las cumbres, por entre musgos y helechos, arroyos transparentes y bulliciosos.

Las cabras ramonean la yerba en los breñales; los niños juegan en las aguadas; y las jóvenes tejen a la sombra de los sauces.

Arriba, el ojo inmóvil, sereno, azul del espacio, como clavado en esta lindeza de miniatura.

Cada aceña, cada rama, cada onda, es una nota, un latido, un poema.

Cuando callan los hombres hablan las cosas.

Parece que la vida circulara bajo la piel rugosa de la montaña; se la siente palpitar entre la piedra y el agua, entre la onda y la yerba, entre la yerba y el rebaño.

Aquí todo canta, porque todo ama, porque es el campo, porque es la obra de Dios, y lo poco que tiene de ciudad, revela un purísimo amor.

En la falda del monte, al pie de la aldehuela se conserva aún el vetusto, ruinoso y abandonado convento de los ermitaños de San Agustín.

En su campanario, ahora silencioso, anidan las aves, y la yedra crece en las junturas de sus piedras. En los claustros, en vez de las sandalias de aquellos solitarios, resuenan hoy los zapatos de los campesinos.

De la ausencia de luz, nacen las sombras, como de la ausencia de los seres, nacen los recuerdos; sombras y recuerdos contienen estos muros altos, seculares, cubiertos de liquen.

Alguna vez que otra, suele una mano encallecida despertar las campanas.

Entonces, se oye en el valle el lamento del bronce, medio queja, medio ruego, que se repite ascendiendo, en los ecos de la montaña, como si se fuera llevando el saludo de la tarde al encuentro de la noche que se avecina.

Todos los campesinos a esta señal se dirigen al templo, entre el claroscuro de la nave, que a la hora ésta se asemeja a un cuadro de Rembrandt, y cuando han llegado en la letanía de la Virgen a la más poética invocación, llamándola Estrella de la mañana, se nos figura que ante los ojos de Dios, aparece colgado del altar un racimo de aquellos buenos corazones.

El santuario de la aldea es el símbolo del amor: el templo de la ciudad es su más alta concepción.

Allí la plegaria palpita en el pecho; aquí la palabra busca la palabra en los labios.

En el santuario se siente y hasta se puede pensar; en una catedral se piensa y hasta se puede sentir.

Bajando un poco más, uno deja la aldea, las ruinas del convento, y empieza a descender al valle anchuroso, circundado a lo lejos de zafíreas montañas, cubiertas de doradas espigas, de bosquecillos incultos, poblados de rebaños, de pastores y de palomas.

Su silencio no se interrumpe con los balidos que en los pastos se oyen, ni con los gemidos que dan las tórtolas en la espesura. Como una fuente tranquila en cuya superficie trazan con el ala los insectos fugaces cifras que instantáneamente se borran sin agitar el agua, así en este silencio, sin alterarlo, abren efímeros surcos las voces del rebaño, los ecos de la montaña, los rumores de la tarde.

Valoración a "La Aldea" del abogado, crítico, novelista, narrador, periodista y músico Arturo Oblitas (1873-1921), por el escritor y crítico chuquisaqueño Carlos Medinaceli (1902-1949).

Esta antítesis que Oblitas traza entre la ciudad y el campo se realza con ciertos atisbos filosóficos que son admirables para su tiempo. Obvio que el autor no podía llegar a la filosofía profunda de un Spengler, pero asoman ciertas "intuiciones" que podemos llamar "prespenglerianas", especialmente cuando observa que en la ciudad "el pensamiento tiende a petrificarse", lo que Spengler afirma de la vida de la Urbe, donde ya sin la potencia de la cultura, se transforma en la mecánica civilización, "el espíritu se petrifica". "La Aldea -escribe el filósofo alemán- confirma al campo; es una exaltación de la imagen campestre, La ciudad posterior desafía al campo. La ciudad niega toda naturaleza. Quiere ser otra cosa, una cosa muy elevada", y en "El espíritu de la urbe mundial", añade: -"El coloso pétreo de la ciudad mundial señala el término del ciclo vital de toda gran cultura. El hombre culto, cuya alma plasmó antaño el campo, cae prisionero de su propia creación, la ciudad, y se convierte entonces en su criatura, en su órgano ejecutor, y finalmente en su víctima. Esa masa de piedra es la ciudad absoluta. Su imagen, tal como se dibuja con grandiosa belleza en el mundo luminoso de los ojos humanos, su imagen contiene todo el simbolismo sublime de la muerte, de lo definitivamente "pretérito". La piedra espiritualizada de los edificios góticos ha llegado a convertirse, en el curso de una historia estilística de mil años, en el material inánime de este demoniaco desierto de adoquines."

¡Si hubiese conocido esto Oblitas! El sólo se aleccionó en Víctor Hugo, cuyo culto extremoso de la antítesis le llevaba a extremar, diciéndolo hegelianamente, la "oposición de los contrarios", de la luz y la sombra, sin considerar la fina transición de los claroscuros, la delicadeza de los matices.

Este antitesismo huguesco sigue Oblitas en esta visión de "La Aldea". Pero "la aldea" del escritor cochabambino no es una aldea determinada, geográficamente especificada y ambientada con perspectiva realista, sino una aldea ideal, una especie de arquetipo platónico; no es la pintura de la aldea, sino la filosofía de la aldea, pero una filosofía idealista, romántica. Comparemos, por ejemplo, para hacernos entender mejor, dentro de la literatura nacional, esta "Aldea" de Oblitas, con la visión objetiva, precisa, real, que nos da Jaime Mendoza en Uncía en "Juezllamanpuni", o con la pintura del pueblo de Camargo y del tipo del cinteño que hace Ignacio Prudencio Bustillo en "Junto a la bodega". ¡Cuánta distancia del idealismo platónico del primero al realismo veraz de estos últimos!

La "aldea" del autor de "Marina" es una visión "poética", algo así como "La Aldea Perdida" de Palacio Valdés o, más aún "La aldea de ensueño" de Martínez Sierra.

En: Antología "Medinaceli escoge. La prosa novecentista en Bolivia" (1967).

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