Cuantos ojos miran y remiran, cuantas manos apedrean, cuantos otros no hacen nada, después el sepulcro negro marcha con nuestras calaveras blancas de miedo, negras de pena. Gritan y lloran, maldicen, todos los que apedrearon, en lo más íntimo, cada uno de los más de diez millones de bolivianos, miran sus manos llenas de sangre, cierran sus ojos para no seguir viendo la matanza en la que todos hemos participado.
De que valen los diezmos en las casas de Dios, si en las plazas se desgarran de frío, los niños y mujeres de los ayllus potosinos, de que valen los rezos y los cercos, si el alcohol esta corrompiendo el alma de los ayllus, en cada ciudad de esta patria que no llora, que no mira a su próximo prójimo.
Ni siquiera la limosna, es ya suficiente para lavar nuestras conciencias, pobre limosna, pobre, ensucia más el alma. Los locos gritan y regritan a nuestras almas y obedecemos la ley del fariseo, ellos esgrimen la ley y para salvarnos prontos y prestos vamos y apedreamos, caiga en nosotros ésta sangre.
Vemos la crónica roja, blanca o amarilla, de niños calentados del frío en la terminal de buses, pasamos y repasamos, tienen sus ropas las que desechamos mugrientas y no los reconocemos porque los vestimos de nuestra podredumbre, atrás quedaron las monteras y los calzones negros y blancos, las chaquetas y el lucho bordado por manos de hombre, atrás sus glorias guerreras.
En sus aldeas mueren sus ideas con letras impuestas, mueren sus cantos con música de radio, mueren ellos de hambre y frío, mueren sus achachilas y la cruz por el dios dinero, mueren a bala por el crimen, mueren apaleados por el ladrón de corbata, por el ladrón de a pie, por el comerciante, mueren, mueren y con ellos también morimos.
La ira se acumula y cuando mascullan su pena, siembran iras y vientos, adentro de su alma, muy adentro, pero es tan poco ésta ira que cuando el sol sale para el tinku se disipa, vuelve con el alcohol y el espejito que la limosna les regala, la ira es también un río que alimentamos cada uno de nosotros, en nosotros y en otros. Una guerra de siglos y siglos, guerra unas veces veladas otras abiertas y sangrantes, han muerto rostros morenos y blancos, como son blancos y morenos los rostros de éstos confederados de pueblos guerreros, son nuestros rostros y carcomen nuestras calaveras la sal de nuestras lágrimas.
El látigo fluirá implacable, la ley grita apedrear, y apedrearemos, cada cual a su modo y no bastará limosna alguna que lave nuestra conciencia.
¿Qué haremos?, ¿Qué haremos?. Nos miramos y remiramos como en un principio. Cuando vayan los uniformes de la ley, cuando vayan las levitas doctas, cuando vayan los ataviados de la moda del aguayo y bayeta, empezaremos por ver en justicia todo lo ocurre, en las siete muertes cruentas, los cuatro muertos, muertos diez y mil veces muertos, en las incontables muertes de niños y ancianos que tienen y no se ven. Levantemos su justicia, nuestra justicia, hagamos que los doctos bajen y vean lo docto de la justicia comunitaria, que puedan los ayllus penar sobre lo que han hecho, y penemos sobre lo que hemos hecho y la libertad gritará bendiciones y la muerte verterá su llanto cuando las calaveras nuestras recuperen sus pieles y atavíos.
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