Cuando se habla de vocaciones, la gente en general se refiere a la vocación sacerdotal o religiosa, incluso hay entre el clero y los religiosos quienes encasillan las vocaciones en esos dos rangos, ese enclaustramiento es algo arbitrario, siendo también vocaciones, el matrimonio y la vida de soltero célibe, es que el ambiente inmoral hedonista y neo pelagiano de nuestros días, ha acallado casi por completo la virtud de la pureza. El modernismo progresista estima por ejemplo respecto de la castidad, que predicar acerca de esta virtud resulta ser oscurantista y errónea y hasta morbosa, es decir que para esta ideología «el mundo tiene la razón y la doctrina católica es errónea».
La Iglesia es objetivamente santa por tres motivos: primero, en cuanto es el Cuerpo cuya cabeza es el hombre-Dios. Segundo, porque posee la Eucaristía, que es por esencia el Santísimo y el Santificante, todos los sacramentos son una derivación de la Eucaristía. Tercero: porque posee de modo infalible e indefectible la verdad revelada. No son los bautizados las que hacen santa a la Iglesia de Cristo, es la Iglesia la que los santifica.
Es que todos, más o menos conscientes estamos traicionando la esencia misma del Evangelio. Los cuatro pilares fundamentales de la enseñanza de Jesús son:
Primero: la malicia del hombre que con el pecado se opone al amor de Dios, y al deseo que tiene de salvar a toda la humanidad.
Segundo: la bondad exquisita de Dios que olvida el pecado del hombre dignamente arrepentido, y le eleva a la dignidad envidiable de la filiación divina.
Tercero: el Reino de Dios que es la invitación permanente de Jesús a que todos los mortales consigan su salvación que supone regresar a la Casa del Padre, para sumergirse en la felicidad completa y eterna.
Cuarto: el abismo inevitable de la eterna condenación en el que se sumergen quienes desprecian el amor divino y prefieren seguir las invitaciones del enemigo del género humano.
La vocación sacerdotal ha existido desde el mismo nacimiento de la Iglesia. El sacerdote católico es «alter Christus» y, a semejanza de su divino Maestro, debe ser una hostia inmolada a la gloria de Dios y consagrada a la salvación de las almas. Puede ser un sabio, un reformador social, un genial organizador; pero si no es más que esto, no responde a las miras que Dios tenía puestas en él. No cabe error más funesto para el sacerdote que el subestimar la dignidad sacerdotal. Su deber más sagrado consiste en formarse una alta idea de la misma. La opinión hoy muy popular según la cual el sacerdote es un hombre como los demás es superficial y falsa, va contra el dogma del sacramento del orden, que unos cristianos reciben y otros no, quedando así diferenciados ontológica y, por tanto, funcionalmente.
El problema se agrava cuando se confunde la necesidad de que el sacerdote esté en el mundo con la (pretendida) de «pertenecer» al mundo: «No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno». Por supuesto que el sacerdote ha de estar en el mundo, puesto que de otro modo no podría acercarse a sus hermanos, compartir su existencia, o hacerse todo para todos (1 Cor 9, 22). Pero, al mismo tiempo, es necesario que sus hermanos lo vean como distinto de ellos; lo cual, en último término, es debido a la necesidad que tiene de dar testimonio de Aquél que, habiéndose hecho uno de nosotros (Jn 1, 11.14; Flp 2, 7), permanece siendo sin embargo el «Absolutamente Otro».
La teología de la liberación que convierte al sacerdote en «líder», pretendido defensor de unas libertades puramente políticas y de una utópica justicia social, han acabado con el fundamental papel de inmolación y victimación que Dios había escrito para él. Y sin el cual, además, tampoco existe posibilidad alguna de salvación para el mundo. El Sacerdote ha dejado de ser entonces el hombre que comparte la Pasión de Cristo dando de ello testimonio ante sus hermanos, como un grano de tri¬go que muere para dar fruto, para convertirse simplemente en uno más entre los hombres, feroz vengador de las injusticias sociales y preocupado exclusivamente por las cosas que atañen a este mundo. «Todos buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (San Pablo a los filipenses 2, 21).
Decía el gran Papa Pío XII: «Quien aspira al sacerdocio movido quizá por padres mal aconsejados, quisiere abrazar tal estado con miras de ventajas temporales y terrenas que espera encontrar en el sacerdocio (como sucedía con más frecuencia en tiempos pasados); quien es habitualmente refractario a la obediencia y a la disciplina, poco inclinado a la piedad, poco amante del trabajo y poco celoso del bien de las almas; especialmente quien es inclinado a la sensualidad y aun con larga experiencia no ha dado pruebas de saber dominarla; quien no tiene aptitud para el estudio, de modo que se juzga que no ha de ser capaz de seguir con bastante satisfacción los cursos prescritos; todos éstos no han nacido para sacerdotes, y el dejarlos ir adelante, casi hasta los umbrales mismos del santuario, les hace cada vez más difícil el volver atrás, y quizá les mueva a atravesarlos por respeto humano, sin vocación ni espíritu sacerdotal.
La responsabilidad principal será siempre la del obispo, el cual, según la gravísima ley de la Iglesia, no debe conferir las sagradas órdenes a ninguno de cuya aptitud canónica no tenga certeza moral fundada en razones positivas; de lo contrario, no sólo peca gravísimamente, sino que se expone al peligro de tener parte en los pecados ajenos; canon en que se percibe bien claramente el eco del aviso del Apóstol a Timoteo: "A nadie impongas de ligero las manos ni te hagas partícipe de pecados ajenos"? porque, como dice San Juan Crisóstomo, dirigiéndose al obispo, "pagarás también tú la pena de sus pecados, así pasados como futuros, por haberle conferido la dignidad"» (Encíclica A d Catholici Sacerdotii).
german_mazuelo_leyton@yahoo.com
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