La agenda de los principales desafíos de América Latina es, por supuesto, abundante y compleja, pero en los últimos tiempos contempla un tema que se ha posicionado dramáticamente como elemento común, se llama corrupción. No sólo es transversal, sino que ha golpeado dramáticamente a la política.
La primera constatación es que se acabó la idea de que hay una diferencia cualitativa de carácter ético en razón de la ideología. Este virus contagia por igual a gobiernos de derecha, de centro y de izquierda. El tamaño del dragón es demasiado grande y hace muy difícil que los cortafuegos controlen el problema. La sucesión de gobiernos en nuestras naciones ha venido aparejada de un compromiso tajante, hacer de la lucha contra la corrupción una bandera, pero, salvo contadas excepciones, esa acción no se ha hecho realidad. Como consecuencia, el debate de ideas, las propuestas económicas y sociales distintas en función del soporte teórico de cada gobernante, han quedado sepultadas por un problema que ha demostrado ser una combinación de estructura y sistema, instalada no sólo en la región, sino en gran parte del planeta.
El grave desorden que vive la política latinoamericana de hoy, la incertidumbre como regla, la dramática pérdida de credibilidad de personalidades, partidos y la propia esencia de nuestra defensa de los valores democráticos, no están vinculadas como hace unos años a las tendencias ideológicas de candidatos, gobernantes y partidos, sino, por el contrario, a una cierta percepción de que la corrupción es dueña del escenario, independientemente de las bizantinas discusiones ente liberalismo y socialismo, libre comercio o estatismo, nacionalismo o globalización.
La desazón se ha instalado en los ciudadanos que se dan cuenta de que hay algo de fondo que funciona mal, que ha tocado y manchado profundamente a la actividad más noble de una sociedad, la política, entendida hoy como un gran estercolero. No se trata sólo de la necesidad de revisar el pasado y preservar el presente, se trata de la dramática constatación en muchos de nuestros países de que, o carecemos de un instrumento judicial con la fuerza suficiente o, peor que eso, tenemos instrumentos judiciales completamente cooptados por el poder, cuya falta de credibilidad e independencia los inhabilita para llevar adelante la tarea que les toca.
Pero, sin duda, el mayor drama regional es el futuro. Líderes de talla continental están en la picota en razón de la corrupción, países enteros enfrentan una situación única en su historia, el cuestionamiento de los actos de varios gobiernos que han desmantelado su ya golpeado sistema de partidos. Pensemos por un instante en un ex funcionario revoleando bolsas con millones de dólares para deshacerse de pruebas?es casi una historia surrealista.
Por todas estas razones el debate no pasa por el tamiz de las ideologías, porque la retórica de la defensa de la ética desde la trinchera del progresismo o la revolución, ha quedado completamente desbaratada por la cruda realidad.
¿Puede la sociedad combatir el flagelo? Ese es el desafío. La única respuesta está en ella misma. A fin de cuentas, el comportamiento colectivo se transfiere a la responsabilidad pública, pero es evidente que este argumento es insuficiente. Se debe dotar a las instituciones del Estado de una fortaleza en la que se sumen la idoneidad, la transparencia y los límites al poder. Hoy, más que nunca, es imprescindible contar con una separación de poderes real, no escrita en papel mojado. Cobra sentido y plena fuerza la necesidad inescapable de impedir cualquier mecanismo que ayude a la discrecionalidad de los poderosos, sea a través de instrumentos legales que en los hechos estén por encima de la Ley de Leyes, sea por la vía de la permanencia indefinida en el poder nacional, regional o local. Nunca había cobrado tanto sentido la afirmación de que el poder total corrompe totalmente.
América Latina está perdiendo la fe en sus instituciones, en los partidos políticos que forman el espectro del juego democrático y en sus líderes, no únicamente en quienes gobiernan, también en quienes representan las opciones alternativas de la oposición. Este descreimiento colectivo afecta seriamente los pilares que sostienen la democracia.
Y no lo olvidemos, comprobamos también que en la esfera de lo privado, en la de las grandes empresas que se han jactado de su eficiencia y excelencia, el virus ha penetrado con todo su impulso. A fin de cuentas, en esta historia como en la del tango, la corrupción necesita para existir de quien da y de quien recibe.
La política de aquí en más, debe mirarse con los ojos de ciudadanos que quieren transparencia como uno de los ejes motores de nuestra vida en común. Menos discursos ideológicos de ideas que sólo construyen superestructuras poco inteligibles y más acciones para probar la verdad de lo que se predica. Sólo un Estado republicano con poderes separados e independientes y con un instrumento judicial idóneo, honesto y fuerte, puede comenzar a desvelar la espesa niebla que cubre a la mayor parte de América Latina.
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