Leonardo García Pabón. La Paz, 1953. Poeta, escritor y crítico literario. Es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Oregon, EEUU. Ha publicado los poemarios Paso cerrado (1979); Discurso de tu imagen y tu presencia (1982); Río subterráneo (1984); Agua, palabras, arena (1988) y Sol de invierno (2000). Como crítico: La Patria íntima (1998).
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Mujer pariendo a mujer
Llegado a este abismo
donde el viento de la locura
toca mis cabellos
adivino tu origen
de mujer pariendo a mujer,
y tu sonrisa en el viento
destinada a quebrar
el invierno de mi voz,
a mostrarme que la abertura en mi frente
era para mirarte a ti,
para proclamar la continuidad entre tú y yo
como la del mar y la oscuridad.
Llegado a este confín,
entiendo que en mi límite de hombre estás tú,
en mi límite de piel,
de pensamiento,
en el punto de fusión entre mi alma y mi cerebro.
y mi ser es saber que haber llegado a ti
fue recorrer esta frontera,
para por fin hallar,
sin mentiras ni verdad
sin alfabetos ni guion;
pero es también saber qué solo
y descalabrado estoy,
que anidado quedo en mis actos
y que silencioso me abandono
al borde de mí mismo,
sin ti y sin mí
con este pensar, con el penar
de no ser tú y de no ser yo.
(Sol de invierno)
Río subterráneo
Aquí te asfixias,
en los micros, en las aceras,
en la sopa de lagua, en el ruido de
los muertos que sufren,
te asfixias.
Como un pobre recién llegado,
estás con la boca abierta, para
comer, para beber, para besar,
para buscar más aire;
la ciudad, sutil, te deja
apenas sobrevivir,
para que veas cómo tu alma se va.
Ni en Calacoto
ni en Villa Victoria estás mejor,
el polvo del altiplano
te está quemando el aliento.
Minero renegado:
estás cavando
la muerte en tus pulmones
pensando que la ciudad es tu vida.
Porque sólo la ves
en las noches sin luna,
y no la ves de verdad.
En verdad, en verdad,
ella te sueña
como su dimensión perdida,
el punto donde las calles se juntan
para perderse en el vacío,
el centro centro de la ciudad.
Ni siquiera cuando ves
al Illimani la ves,
porque el Illimani -que
no es una montaña
y tampoco una palabra,
que es el orden que,
en tu alma, geométrico y laberíntico,
no refleja a Dios y a ti no te
da sentido-
te abre para que la ciudad
se te meta bien adentro.
El infarto o la bala en el pecho
son la misma cosa.
El río, el perro,
el ají amarillo
y el sombrero borsalino
son iguales. La piedra, el
monoblock, los ojitos pintados
y el gentío en la Pérez Velasco
son también lo mismo.
Tú y yo somos lo mismo:
garabatos, borrones, corazones
dibujados y desfigurados
en alguna puerta,
en algún bar:
señales:
aquí alguna vez
se habló de amor.
(Río subterráneo)
Y me pregunto en esta distancia
si estos signos podrán convocarte
a los torreones donde viví
esperando el fulgor de lo amado.
Me pregunto si aquí,
en este rostro desfigurado,
verás el rostro
que quise inventar:
ni el tuyo ni el mío
el de todos los que esperaron
la canción imperecedera
el estoque de luz
penetrando por los ojos.
Y me pregunto
si será posible
que todas esas muertes
y esta sangre
puedan reconstruir este castillo
de pasadizos y anaqueles
con voces cambiantes
hambrientas de saber,
de amor, de vida
como tú
ahora, allí
esparciéndote por el mundo.
Y no quiero preguntar
cuál rostro vuelve
aquí
en el fin de las tierras
cara al sinfín
del negro mar interior:
extrañaría demasiado su sonrisa
tu grito en el aire frío
mi soledad tan tuya.
Y no nos está permitido
(ay, pobre carne,
pobre sangre)
desfigurar o borrar nuestro rostro;
sólo reinventar
lo que pudimos parecer,
construir en el silencio
un cuerpo muerto
que te pueda cuidar
aun sin poderte conocer.
(Río subterráneo)
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