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Domingo 25 de marzo de 2018

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Cultural El Duende

El circo

25 mar 2018

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Los carteles lo anunciaban como un acontecimiento insólito, algo nunca visto en Atenas, la lucha a muerte entre un toro y un león. Uno traído desde Creta, el otro de África. Ya las noticias del desembarco de grandes jaulas de dos grandes trirremes en el puerto del Pireo habían contagiado de emoción al pueblo en general. Era sin duda un espectáculo de lujo por lo raro del enfrentamiento.

¿Pero cómo era posible que algo tan bárbaro y grotesco pudiera causar tanta emoción en un lugar donde se supone reinaba la cultura más refinada del mundo? La respuesta es simple, la violencia siempre va aparejada a la costumbre y los griegos sobresalieron en muchas batallas famosas contra multitud de enemigos, estaban pues acostumbrados a la guerra, a la violencia, así como también a las bellas artes. No olvidar que los griegos fueron navegantes como los argonautas y brillantes como Pericles, pero eran también aquellos bárbaros llamados espartanos que estrellaban contra las rocas a los niños físicamente defectuosos, iniciando así una costumbre de selección humana.

Este tipo de acontecimiento rompía tradicionalmente manifestaciones artísticas de bailables, audiciones musicales, recitales, encuentros poéticos, exposiciones pictóricas y seminarios filosóficos. Por eso se le recibía con regocijo, sobre todo entre la bulliciosa chiquillada que siempre se regocija ante lo desacostumbrado. Los convites, consistentes en desfiles de animales exóticos como elefantes, jirafas, osos, aves, caballos, monos y los artistas forzudos así como las mujeres bellas del elenco, eran un atractivo en las calles principales de la ciudad.

El programa del quinto día de circo -el

último- contemplaba el mencionado gran combate del león contra el toro como asunto estelar, pero en los anteriores se iban a presentar los mejores acróbatas del momento, los contorsionistas, el desfile de los animales educados, y un sinnúmero de atractivos, que al compás de tambores y cornetas creaban un efecto de contagiosa alegría. Habría diversión para todos los gustos y posibilidades económicas.

Los circos existen, de acuerdo a información histórica, desde tres mil años antes de Jesucristo. Los hubo en China, en Egipto, en la Mesopotamia; se fueron perfeccionando y ya para la época de la edad media habían mejorado la mayoría de sus números. Por eso los combates de grandes bestias eran acogidas por los pueblos del mundo occidental con beneplácito.

El más entusiasta de la familia de Dioclesiano fue su hermano Dionisio quien deseaba estar presente y ver lo que ya era una tradición: que el león ganara la batalla. Además no existían los zoológicos como fue algo común siglos después. Lejos se habían quedado los tiempos en que Alejandro Magno mandaba especies de fauna de todo tipo, desde los muchos países que iba conquistando, a su maestro Aristóteles para que tuviera el segundo zoológico de la historia, después del que fundó él mismo en Alejandría.

Dioclesiano no era partidario de esos eventos y mucho menos Irene que veía de soslayo la mera idea de ver un espectáculo tan deprimente. Sin embargo, los dos estuvieron presentes en aquella ocasión a insistencias de sus respectivas familias. El horario: las cuatro de la tarde.

El lugar para la instalación del circo había sido en el centro de la ciudad, en lo que había sido el proyecto de "Las Salas de Justicia" que nunca fueron terminadas y que mostraban en sus muros y columnas incompletos la desidia que suplió el original impulso renovador de los pobladores de Atenas. Así pues, el lugar convenía a todos y garantizaba excelentes entradas para los organizadores.

Se llegó el quinto día esperado, se levantó una cerca enorme de troncos y metales para contener a las fieras dentro de un perímetro, se colocaron redes de enormes lazos como techo y un enorme despliegue de soldados con lanzas rodeó el coso bestial previendo un posible accidente. Las dos puertas de salida de las jaulas que contenían al león y al toro fueron reforzadas y entonces las fieras salieron a la arena.

Las tribunas habían sido levantadas por maderos en menos de una semana. La práctica de aquella pequeña organización era ducha en estos menesteres como sus similares.

El poderoso león que presentaron contaba con tres victorias sobre otros tantos toros en diferentes ciudades como Antioquía, Acre y Constantinopla. Por tanto era fuerte favorito de las mayorías y todos se prepararon a observar el momento. Era de aquella extirpe que asombró a los griegos desde trescientos años antes de Cristo, o de aquellos que causaron sorpresa y temor entre los templarios del siglo XII al encontrarlos en las arenas árabes. Su melena era igual a la de los más sobresalientes ejemplares, enorme estaba hecha para impresionar y aminorar los golpes del enemigo. Aunque en este caso los golpes no eran la amenaza principal sino las astas del toro.

Por su parte, el toro era fuerte, se decía que había sido adquirido en Creta y que era su primer combate. Lucía imponente, lo cual preocupaba a los organizadores que nunca habían conseguido un ejemplar tan poderoso. Se anunciaba como descendiente de aquel otro que en la isla de Cnosos, en Creta, imperó para espanto de su generación llamado Minotauro, que en su palacio de pasillos sin fin, obra del insigne Dédalo, era alimentado según las míticas crónicas para que devorara a siete jóvenes varones y otro tanto de mujeres, como un tributo anual.

Primero dejaron salir al león, el cual al verse en un espacio mayor al de su jaula, corrió y rugió imponente causando viva impresión entre los presentes. Las carreras y los rugidos eran sin duda alguna el atractivo que mantuvo en suspenso a todos los asistentes.

Luego soltaron al toro, éste corrió un corto trecho desorientado, pero los rugidos del felino lo alertaron y al voltear y ver al enemigo que atacaba, embistió decidido a enfrontarlo. Los dos, con las armas que la naturaleza les dio, se enfrentaron en un duelo de poder. La táctica de combate que uso el león fue la misma que lo había hecho salir triunfador en sus combates anteriores, consistente en que, cuando bajaba la cabeza el toro para embestirle, saltara sobre la cerviz, atenzándolo con las garras y luego buscando tirarlo al suelo. Ahí, sabiéndose por intuición más rápido que la pesada bestia, se volteaba rápido mientras tiraba la tarascada al cuello y se prendía con las cuatro garras triturándole la espina dorsal, todo en una fracción de segundos.

Cuando el toro traspuso la puerta de la corraleta, avisado por su oído que la bestia lo esperaba por los rugidos emitidos, se lanzó a la arena, no como su antepasado mítico el minotauro, a los cómodos pasillos que lo conducían infaliblemente a devorar débiles víctimas, sino a otro, cuyo instinto le indicaba la presencia de la muerte.

Esta vez la embestida del toro fue distinta, tal vez casual, pero levantó antes la cabeza contra todo lo acostumbrado y el león se ensartó solo en uno de los cuernos que le traspasó el pecho como una puñalada letal destrozando el órgano vital del felino.

Por reflejo condicionado, las garras del león trataron de seguir haciendo lo suyo en su agonía arañando sin fuerzas la cabeza de la otra bestia; pero en ese instante lo alcanzó la muerte y cesó todo movimiento de inmediato. Aquel enorme ejemplar de león en los cuernos atrapado se veía como un muñeco gigantesco sacudido por la fuerza incontenible del toro. Este, corriendo y brincando un breve trecho con el enemigo a cuestas, terminó arrojándolo sobre la arena para darle ahí otras cornadas, hasta que al verlo inmóvil, comprobó que su rival estaba muerto. Luego, soltó varios bufidos imponentes en tanto que un grito colectivo se escuchó al unísono en las tribunas rubricando el lance. Se había dado la sorpresa: el aparentemente débil vencía al fuerte, el de menos recursos ganaba al poderoso y la emoción llegó al clímax. Era cosa de ver a miles de atenienses enronquecidos vitoreando el triunfo de una fiera que, frente a ellos, terminó dándole muerte a otra fiera supuestamente más poderosa.

Mientras su hermano Dionisio gritaba frenético por el resultado, la sangre de Dioclesiano hervía recordándole los lances de la guerra por defender Constantinopla, rememoraba a muchos de sus enemigos atravesados por lo certero de su accionar y lo frío del acero de su espada, al mismo tiempo, en fracciones de segundos, recordó la punzada causada por el cuchillo de Cimón cuando lo encajó en su carne y le hirió en la Academia. Dejó de estar presente en el circo y vertió avergonzado unas lágrimas por el comportamiento de su vida pasada. Confusión de recuerdos sin duda.

Irene, mujer sensible, se resistía a unirse al festivo delirio colectivo. Se limitó a escuchar asombrada el clamor de esa otra fiera, la multitud, que era más poderosa que el agresivo rugido del león.

Guillermo Razo Cuevas. Periodista, abogado y escritor mexicano.

De: "Aburrida contingencia de vivir", 2013

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