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Domingo 11 de marzo de 2018

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Cultural El Duende

Vacación en Bahía

11 mar 2018

Giancarla de Quiroga

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�l, que nunca se sacó la lotería, que jamás ganó una torta en las rifas que organizaba la parroquia el día del Santo Patrono.

�l, que nunca recibió la herencia de una tía, porque todas las que tenía eran pobres de solemnidad, no podía creer que hubiese ganado "dos pasajes aéreos y cinco días de vacación en un lujoso hotel de Salvador de Bahía", por el solo hecho de haber comprado el periódico, haber llenado y recortado un cupón y haberlo depositado en la agencia del matutino, donde el sábado 6 de noviembre, a las tres de la tarde, en presencia de un Notario de Fe Pública, se procedería al sorteo que daría a conocer el nombre del afortunado ganador.

Su mujer tampoco podía creerlo y aseguró que debía tratarse de una "inocentada".

-Pero... ¡cómo va a ser una broma de inocentes, si estamos en noviembre! -argumentó él.

-No importa, para las decepciones no hay fechas -contestó ella, que no se caracterizaba precisamente por su optimismo.

Sin embargo, cuando él retornó de la agencia de turismo con los boletos y el vale por cinco noches de hotel, desayuno americano incluido -pero los extras: mini bar, servicio de lavandería y llamadas telefónicas a cargo del afortunado huésped-, venció el escepticismo de su esposa y prepararon el viaje.

Después de hacer escalas en Santa Cruz y San Pablo, tomaron el vuelo que los condujo a Salvador.

El clima era caluroso, las calles estaban llenas de gente con cuerpos bronceados, apenas cubiertos por mallas y bikinis.

El hotel quedaba frente a la playa, no era exactamente de lujo pero sí confortable, y en todo caso, aquella vacación inesperada les caía muy bien a los dos, porque siempre quisieron conocer el mar y el solo hecho de vivir en un hotel, así fuera por pocos días, era una maravilla.

Sus dos hijos estarían bien atendidos por las dos abuelas, se sentían como si fueran recién casados, disfrutando de esa luna de miel que les deparó la suerte.

La habitación era amplia y con vista al mar.

En cuanto llegaron abrieron la ventana y se quedaron contemplando aquella inmensidad verde-azul, el incansable vaivén de las olas y el incendio del sol cerca del horizonte.

Se ducharon e hicieron el amor.

Se volvieron a duchar, los dos juntos, y comieron los emparedados que ella insistió en preparar aquella mañana, antes de viajar, en previsión de que en el avión no les dieran de comer.

Se pusieron las mallas, shorts y bajaron a la playa.

Varias personas tomaban el sol de la tarde en la arena y unos muchachos se bañaban dejándose llevar por las olas.

-¿Vamos? -preguntó él, tomándola de la mano.

-Quisiera asolearme un poco, estoy tan blanca� después te doy alcance -respondió ella-. Pero no te alejes mucho.

�l no era un nadador experto; cuando niño solía nadar en el río o en la piscina del club Petrolero, al que pertenecía su padre; después, de vez en cuando, iba a la piscina con sus hijos, pero nunca había nadado en el mar, donde, según decían, se sentiría más liviano y ágil.

Caminó unos metros, hasta que el agua tibia le llegó al tórax y empezó a dar vigorosas brazadas, dejándose llevar por las olas que poco a poco se volvían más altas e imponentes, alejándolo rápidamente de la playa.

Cuando se dio cuenta de que estaba cansado de nadar, quiso dar media vuelta para retomar, pero no pudo, las olas lo arrastraban cada vez más lejos, sin que pudiera retroceder.

Cuando volteó la cabeza y vislumbró la playa en la lejanía, se dio cuenta de que le sería imposible regresar.

Entonces supo que cuando ya no tuviese fuerzas para mantenerse a flote, tendría que abandonarse al mar y dejarse morir.

Se dio cuenta de que el boleto premiado, el pasaje para dos y la vacación de cinco días en Salvador de Bahía, no eran otra cosa que el pretexto para que se cumpliera su destino.

Intentó gritar, esperando que alguien, algún bañista pudiera escucharlo y acudir en su ayuda, mas se sentía tan débil, estaba tan exhausto, que apenas logró articular un grito ronco que fue apagado por la sonoridad del mar.

-Qué absurdo morir lejos de mi país, de mi casa, morir de vacación... -pensó y esperó que su mujer, después de haberse asoleado unos minutos, iría a buscarlo, se daría cuenta de que había sido arrastrado por las olas y pediría ayuda.

Alguien decía que antes de morir se revive en pocos segundos todo lo vivido. A él no le estaba aconteciendo tal cosa, se ve que aún no había llegado su hora...

Cuando notó que las fuerzas lo estaban abandonando definitivamente y que ya no podía nadar, pensó en su madre y en sus dos niños.

Se preguntó si encontrarían su cadáver o si unos monstruos marinos devorarían su cuerpo.

Al final, eso sería lo mejor, porque lo que lo angustiaba más, era pensar en su mujer acompañando el féretro hasta su ciudad natal.

Imaginó los comentarios de sus compañeros de trabajo, su madre de luto, sus niños llorando...

-Lo que es yo, donde me muero, me quedo -había declarado en una conversación en el velorio de su compadre, pocas semanas antes, después de escuchar el relato de las peripecias del cadáver de un paisano que tuvo la ocurrencia de morir en Hong Kong.

Esperó que su mujer no lo hubiese olvidado.

Le dolían los brazos, se dejaba arrastrar por las olas gigantescas, se sumergía en ellas, desaparecía en las profundidades marinas y cuando ya le faltaba el aire y no podía respirar, volvía a flotar y volvía a vivir.

Sentía que su cuerpo era presa de dos fuerzas extrañas y antagónicas.

Una que lo atraía, lo succionaba hacia el fondo, y otra que lo levantaba y lo mantenía a flote.

El agua que tragaba involuntariamente, le quemaba la garganta, sus pulmones estallaban, los ojos se le salían de las órbitas, tenía las piernas acalambradas y los pies ya no le obedecían.

Ya no podía hacer nada más, pensó otra vez en su madre, en sus niños, en su mujer, resolvió dejarse morir, esperando que fuera rápido.

Fue en aquel momento que sintió un brazo rodeándole el cuello, se aferró a él con desesperación, vio una cabeza, un cuerpo oscuro próximo al suyo, hasta que lo embistió una ola enorme y perdió el sentido.

Se hallaba en la playa, dos manos fuertes como tenazas le comprimían el pecho rítmicamente, intentando reanimarlo, mientras una voz repetía:

-Uno, dois, tres, uno, dois, tres.

Su esposa sollozaba con desesperación y le besaba la frente, los párpados, la boca.

Se escuchó la sirena de una ambulancia, lo levantaron y lo pusieron en una camilla.

Su esposa le agarraba la mano y continuaba besándolo.

El enfermero le preguntó algo en portugués, ella no entendió, él repitió la pregunta y ella contestó entre sollozos:

-No. Una vez él dijo: "Donde me muero, me quedo".

* Giancarla de Quiroga.

Novelista, narradora y licenciada en Filosofía.

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