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Domingo 11 de marzo de 2018

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Cultural El Duende

Casandra

11 mar 2018

Cristina Wolf

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(Fragmento)

Hago la prueba del dolor.

Lo mismo que un médico, para saber si está muerto, que pincha un músculo, así pincho yo mi memoria.

Quizá muera el dolor antes de que muramos nosotros. Eso, si fuera así, habría que difundirlo, pero ¿a quién? Aquí no habla mi idioma nadie que no vaya a morir conmigo.

Hago la prueba del dolor y pienso en las despedidas, cada una fue distinta. Al final nos reconocíamos por saber que se trataba de una despedida. A veces sólo levantábamos levemente la mano. A veces nos abrazábamos. Eneas y yo no nos tocamos ya. Un tiempo infinitamente largo, me parece, puso en mí sus ojos, cuyo dolor no podía yo sondear. A veces, seguíamos hablando, como hablaba yo con Mirina, para que se pronunciara por fin el nombre que tanto tiempo habíamos callado: Pentesilea.

De cómo yo la había visto a ella, Mirina, tres o cuatro años antes, entrar por aquella puerta al lado de Pentesilea y su banda armada. De cómo el asalto de sentimientos irreconciliables -asombro, emoción, admiración, horror, desconcierto y, sí, incluso una infame hilaridad- desembocó en un ataque de risa, que me afligió a mí misma y que Pentesilea, sensible como era, nunca pudo perdonarme. Mirina me lo confirmó. Se sintió herida. Eso y nada más, dijo Mirina, fue la causa de la frialdad que Pentesilea me demostró. Y yo le confesé a Mirina que mis ofertas de reconciliación no eran totalmente sinceras; aunque sabía, sin embargo, que Pentesilea caería. ¡Por qué! Me preguntó Mirina con un asomo de su antigua violencia, pero yo no estaba ya celosa de Pentesilea. Los muertos no sienten celos entre sí. Cayó porque quiso caer. ¿O por qué crees que fue a Troya? Y yo tenía razones para observarla atentamente, y lo vi. Mirina guardó silencio. Más que cualquier otra cosa en ella me había encantado siempre su odio a mis predicciones, que desde luego nunca hacía cuando ella estaba delante pero le comunicaban siempre presurosamente, incluida mi certeza, casualmente mencionada, de que me matarían, y que, a diferencia de los otros, ella no quiso dejar pasar. Qué derecho tenía a hacer tales vaticinios. Yo no respondí, y cerré los ojos, de felicidad. Otra vez la punzada ardiente en mi interior. Otra vez la debilidad por ser un humano total. Cómo conmovía. No me había sido simpática, Pentesilea, aquella guerrera asesina de hombres. ¿Qué? ¿Es que creía yo que ella, Mirina, había matado menos hombres que su comandante? ¿Probablemente más, tras la muerte de Pentesilea, para vengarla?

Sí, caballito mío, pero eso fue distinto.

Eso fue tu denso despecho y tu llameante duelo por Pentesilea, que yo, qué te crees, comprendí.

Eso fue su timidez profundamente escondida, su miedo a todo contacto, que yo jamás herí, hasta que pude enroscar mi mano en su cabellera rubia y supe así qué fuerte había sido el deseo que hacía mucho tenía de hacerlo. Tu sonrisa en el minuto de mi muerte, pensé y, como no me privaba ya de ninguna ternura, dejé largo tiempo el terror atrás. Ahora se me acerca otra vez, oscuro.

Mirina se me metió en la sangre en el instante mismo en que la vi, clara y atrevida y ardiente de pasión junto a la oscura Pentesilea, que se consumía interiormente. Ya me trajera alegría o tristeza, no podía dejarla, pero no deseo tenerla ahora a mi lado. Vi contenta cómo ella, una mujer, fue la única que se armó cuando los hombres de Troya, sin hacer caso de mi protesta, metieron en la ciudad el caballo de los griegos; la apoyé en su decisión de velar junto al monstruo, y yo con ella, desarmada. Contenta, otra vez en ese sentido pervertido, la vi precipitarse sobre el primer griego que, hacia la medianoche, surgió del corcel de madera; contenta, sí; ¡contenta la vi caer y morir derribada de un solo golpe! A mí, porque me reía, me respetaron como se respeta a la locura.

Todavía no había visto bastante.

No quiero hablar más. Todas las vanidades y costumbres se han consumido, se han agostado los lugares de mi ánimo donde podían volver a crecer. No tengo más lástima de mí que de los otros. No quiero demostrar ya nada. La risa de esa reina, cuando Agamenón pisó la alfombra roja, era superior a cualquier demostración.

Quién encontrará otra vez, y cuándo, el lenguaje.

Será alguien a quien el dolor parta el cráneo. Y hasta entonces, hasta él, sólo los bramidos y las órdenes y los gemidos y los síseñor de los que obedecen. El desamparo de los vencedores, que, mudos, comunicándose entre sí mi nombre, rondan el carruaje. Ancianos, mujeres, niños. Por la atrocidad de la victoria. Por sus consecuencias, que veo ya ahora en sus ojos ciegos. Golpeados por la ceguera, sí. Todo lo que tienen que saber se desarrollará ante sus ojos, y ellos no verán nada. Así es precisamente.

Ahora puedo utilizar lo que toda la vida he practicado: vencer mis sentimientos con la mente. El amor antes, ahora el miedo. Este me asaltó cuando el carruaje, que los cansados caballos habían arrastrado lentamente montaña arriba, se detuvo entre las murallas sombrías. Ante esta última puerta. Cuando el cielo se abrió y el sol cayó sobre los leones de piedra, que miraban por encima de mí y de todas las cosas que siempre mirarán por encima. Verdad es que conozco el miedo, pero esto es algo distinto. Quizá surge en mí por primera vez, sólo para ser destruido enseguida. Ahora arrasan su semilla.

Ahora mi curiosidad, orientada también hacia mí, está totalmente libre. Cuando me di cuenta, grité fuerte, durante la travesía; yo, miserable, como todos, zarandeada por aquella mar gruesa, calada hasta los huesos por la espuma que me salpicaba, molesta por los lamentos y las emanaciones de las otras troyanas, no bien dispuestas hacia mí, porque siempre sabían todos quién era yo. Nunca me fue dado sumergirme en su multitud, lo deseé demasiado tarde, y había hecho demasiadas cosas, en mi vida anterior, para ser conocida. También los autorreproches impiden que las preguntas importantes se reúnan. Entonces la pregunta creció, como el fruto en su cáscara, y, cuando se liberó y estuvo ante mí, grité fuerte, de dolor o de dicha:

¿Por qué quise sin falta el don de profecía?

Ocurrió que, en ese mismo momento, el "muy resuelto" (¡dioses!) me arrancó aquella noche tormentosa de la maraña de los otros cuerpos, mi grito coincidió con ello, y no necesité otra explicación. Yo, yo había sido, me gritó, fuera de sí de miedo, quien había levantado a Poseidón contra él. ¿No había sacrificado él al dios tres de sus mejores caballos antes de la travesía? ¿Y Atenea? dije fríamente. ¿Qué le sacrificaste a ella? Lo vi palidecer. Todos los hombres son niños egocéntricos. (¿Eneas? Tonterías. Eneas es un adulto). ¿Escarnio? ¿En los ojos de una mujer? Eso no lo soportan. Aquel rey victorioso me hubiera matado -y eso era lo que yo quería-, si no hubiera tenido aún miedo también de mí. Ese hombre siempre me ha tenido por hechicera. ¡Yo tenía que apaciguar a Poseidón! Me empujó a la proa, me levantó los brazos en el gesto que consideró apropiado. Yo moví los labios. Pobre infeliz, ¿qué te importa ahogarte aquí o ser asesinado en tu casa?

Si Clitemnestra era como yo me la imaginaba, no podía compartir el trono con aquella nulidad...

Es como me la imaginé. Y además está llena de odio. Cuando él la dominaba aún, es posible que aquel débil, como hacen todos, la hubiera tratado depravadamente. Como no conozco sólo a los hombres, sino, lo que es más difícil, también a las mujeres, sé que la reina no puede perdonarme la vida. Me lo ha dicho antes con sus miradas.

Mi odio se perdió, ¿cuándo? Sin embargo lo echo en falta, mi odio henchido y jugoso. Un nombre, lo sé, podría despertarlo, pero prefiero dejar ese nombre impensado aún. Si pudiera. Si pudiera borrar ese nombre no sólo de mi memoria, sino de la memoria de todos los seres humanos con vida. Si pudiera extinguirlo en nuestras mentes... no habría vivido en vano. Aquiles.

No hubiera debido acordarme ahora de mi madre, Hécuba, que viaja en otro barco con Ulises hacia otras riberas. Quién es responsable de lo que recuerda. Su rostro demente cuando se la llevaron a rastras. Su boca. La más horrible maldición que se ha lanzado desde que existen los hombres fue para los griegos, y mi madre Hécuba los fulminó con ella. Resultará cierta, sólo hay que saber esperar. Su maldición se cumpliría, le grité. Y entonces fue mi nombre, un grito de triunfo, su última palabra.

Cuando pisé el barco, todo enmudeció en mí.

De noche la tempestad, cuando yo la "conjuré", amainó pronto, y no sólo los otros cautivos, sino también los griegos, hasta los rudos y ávidos remeros, retrocedían ante mí, tímidos y respetuosos.

Le dije a Agamenón que perdería mi fuerza si me obligaba a ir a su lecho. Me dejó. Su fuerza hacía tiempo que había desaparecido, la muchacha que vivió con él en su tienda el último año me lo reveló. Para tal caso -la revelación de su secreto indecible- la había amenazado con hacerla lapidar por las tropas con cualquier pretexto. Entonces comprendí de repente su exquisita crueldad en la lucha, lo mismo que comprendí que cada vez enmudeciera más profundamente, a medida que, viniendo de Nauplia, nos acercábamos por caminos polvorientos a través de las planicies de Argos, para llegar finalmente a su ciudadela: Micenas. A su mujer, a la que nunca había dado motivo para tener compasión de él cuando mostraba debilidad. Quién sabe a qué miseria lo arrancará ella si lo asesina.

¡Que no sepan vivir! Que eso es la verdadera desgracia, el auténtico peligro de muerte... sólo lo he comprendido muy poco a poco. ¡Yo la adivina! ¡La hija de Príamo! Cuánto tiempo fui ciega para lo evidente: que tenía que elegir entre mi abolengo y mi oficio. Cuánto tiempo estuve llena de miedo ante el horror que yo, si era imparcial, tenía que despertar entre mis gentes. Ese miedo se ha apresurado a precederme sobre la mar. Las gentes de aquí -ingenuas si las comparo con los troyanos; no han conocido la guerra- muestran sus sentimientos, tocan el carruaje; los objetos extraños; las armas del botín; y también los caballos. A mí no. El auriga, que parece avergonzarse de sus compatriotas, les dijo mi nombre. Entonces vi algo a lo que estoy acostumbrada: su horror.

Los mejores, desde luego, dice el auriga, no son los que se quedan en casa. Las mujeres se me acercan otra vez, me evalúan sin vergüenza, atisban bajo el chal que me he echado por hombros y cabeza.

Discuten si soy bella; las viejas dicen que sí, las jóvenes lo niegan.

¿Bella? Yo, la terrible. Yo, que quise que Troya sucumbiera.

* Christa Wolf. Alemania, 1929-2011. Novelista, ensayista y guionista

cinematográfica

De la novela: "Kassandra", 1983

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