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Domingo 11 de marzo de 2018

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Cultural El Duende

El silencioso Gerardo Diego

11 mar 2018

Enterado de la muerte del poeta español Gerardo Diego Cendoya el 8 de julio de 1987, el ensayista español Julián Marías evoca su figura con un recuerdo personal

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Me he enterado de la muerte de Gerardo Diego volando a Santander, a su Santander natal, donde lo conocí hace cincuenta y tres años, largo tiempo. Era yo estudiante en la Universidad Internacional, recién creada el año anterior. Gerardo Diego explicaba y leía poesía y tocaba el piano. Había publicado la segunda edición de su antología Poesía Española, de tanto alcance como presentación de los poetas contemporáneos, y muy especialmente de los coetáneos suyos, de los que habían de llamarse después la "Generación del 27". (Esta segunda edición era más hospitalaria que la primera, y recuerdo que en Cruz y Raya apareció una crítica con el título "Parcialidad y su contrario en el antólogo".)

Gerardo Diego aparecía como introductor de una poesía que significaba, en conjunto, un estilo nuevo.

La amistad que se inició entonces entre nosotros nunca se interrumpió; y fue reforzada por una relación de vecindad: durante dieciocho años Gerardo y yo vivimos en casas fronteras de la calle de Covarrubias. Y desde que ingresé en la Real Academia Española, hace ya veintidós años, hasta que la edad hizo que Gerardo Diego dejara de asistir a sus sesiones, nos encontrábamos puntualmente casi todos los jueves porque ambos éramos asiduos. Ahora, "cargado de años" -así se hubiera dicho en otro tiempo-, se ha ido y me deja lleno de melancolía saber que no volveré a verlo en este mundo. En el otro, ambos lo hemos esperado siempre.

No puedo decir que he tenido, en tan largo tiempo, esas interminables conversaciones que han llenado otras amistades: Gerardo era silencioso; más aún que "de pocas palabras". Solía ser breve, casi no conocía el "párrafo"; pero lo más característico es que con frecuencia caía en profundo silencio. ¿Caía? O tal vez se elevaba, se remontaba. Porque se tenía la impresión de que se había ensimismado, se había ido a cualquier cielo privado, en busca de Dios o, quién sabe, de un vestido combo, proyecto de arcángel en relieve, o de una mano azul de grumete, o de una casa soriana que parece de cartón. En esos silencios Gerardo parecía bucear para salir con una perla lírica entre los dientes o elevarse como un ave de cetrería o como una alondra en busca de un verso huidizo, elusivo.

Recuerdo que una vez, hace muchos años, nos invitó a almorzar, con nuestras mujeres y alguna persona más, entre ellas nada menos que Gabriel Marcel y el encargado del Instituto Francés de Madrid, Paul Guinard.

La conversación fue muy animada; creo que Gerardo no quería desprenderse de su amado francés, su francés conyugal. Pero estaba allí, diríamos que de alma presente.

Ese silencio habitual que caracterizó toda la vida de aquel profesor de Instituto, como Antonio Machado, como tantos otros de nuestros mejores escritores, contribuyó sin duda a la calidad e intimidad de su obra, e hizo que no fuera muy traída y llevada, lo cual es una bendición. Pero ha tenido un inconveniente� para los demás: y es que muchos no se han enterado de ella. Hay nombres que andan en todas las bocas y especialmente en las que hablan mediante los fantásticos aparatos de nuestro tiempo; y que están en todos los periódicos y revistas. Esos nombres son conocidos, familiares; se declara geniales a sus poseedores y eso se acepta, "se supone", sin que sea menester confirmarlo mediante la lectura. Así se establecen escalafones y cuotas de popularidad.

No ha sido este el caso de Gerardo Diego. Los que leen poesía y entienden algo de ella saben, han sabido desde hace más de medio siglo, que Gerardo Diego era uno de los más grandes poetas de lengua española de este siglo, uno de los más creadores, innovadores, inventivos. Los poetas suelen ser precoces. He dicho a veces que si los poetas, por algún misterioso resorte de su corazón, murieran hacia los treinta años, este desastre no alteraría demasiado la historia de la poesía, a diferencia de lo que ocurriría con otras disciplinas: la novela, el teatro, la historia, la filosofía. Hay poetas acabados, concluso antes de rebasar la juventud; otros siguen añadiendo obras valiosas, acaso de gran calidad, muchos años -es frecuente que nos interesen sobre todo porque son del mismo autor que compuso los poemas juveniles-; en algunos casos, y muy ejemplarmente en el de Gerardo Diego, la creación no se interrumpe.

Gerardo Diego ha muerto después de cumplir los noventa años; por cierto, nunca perdió el aire de "joven poeta" que parece inherente a los de su generación, por viejos que sean; pero lo interesante, lo sorprendente, es que Gerardo nunca dejó de sorprender. Cada libro nuevo, cada poema que aparecía, cada vez que leía con gesto serio, con faz inexpresiva, unos versos a los postres del "almuerzo del Director", un domingo de enero, rodeado de sus compañeros de Academia, se encontraba uno con que, en lugar de "lo consabido", Gerardo Diego daba una novedad, no se sabía por dónde iba a salir. Mejor dicho, daba la consabida invención.

Esto hace más doloroso que su obra -el conjunto de su obra- no sea conocida por los que deberían poseerla, sobre todo los jóvenes. Me habló muchas veces, en los últimos años, de una edición de sus obras completas, que esperaba, si no me engaño, con mucha ilusión. No ha llegado a verla. Claro es que sus antologías y libros sueltos bastan para conocer su poesía; pero sus obras completas descubrirían que era capaz de resistir esa prueba, que pocos escritores pueden pasar: la de la lectura continuada y total. En muchos casos se ve que han dicho pocas cosas y la repetición descubre sus lados flacos y engendra el hastío. No hay peligro de que eso suceda con Gerardo Diego, con una poesía de hoja perenne, de verdor perdurable.

Y hay un aspecto del que rara vez se habla, que se pasa por alto, y que me parece esencial: Gerardo Diego como poeta amoroso -y hay tan pocos en nuestro tiempo-. Quiero recordar un solo libro, apenas un folleto, titulado La fundación del querer, de 1970, bien lejos de su juventud. No sé si se sabe que el título es resonancia de una copla andaluza: "Si usted me quisiera a mí / como yo la quiero a usted, / nos llamarán a los dos / la fundación del querer". Es una serie de romances encadenados; quiero decir que el último verso de uno es el primero del siguiente y así componen una unidad, no solo temática, argumental, sino rítmica. Gerardo lo explica muy bien al comienzo:

Un romance es un instante,

un romance es una vez,

un romance es siempre, siempre,

volver a empezar, volver.

Es el poema de su amor, de su gran amor de tantos decenios, que ve presentando sobria, púdica, se diría silenciosamente, desde su nacimiento hasta la imposibilidad de su muerte.

Te estoy viendo allí a la orilla

del mar con el viento aquel,

verde viento sur de octubre

que calentaba la sien, bajo tu boina marrón

tu pelo de oro de miel,

mejillas inverosímiles

de seda, de no sé qué.

Y el libro se termina con un "Cierre por soledades", en el que no faltan alusiones taurinas, y que cierra con esta promesa en tres versos:

Sé que te estaré queriendo

en la tierra y en el mar

cuando arriba nos juntemos.

De: "La Nación", Madrid, 1987

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