No somos pueblo somos masa

El bien común es la razón de ser de toda autoridad política. El Estado, en efecto, tiene como misión primigenia la búsqueda del bien común. Es evidente que la persona concreta, la familia, los cuerpos intermedios no están en condiciones de alcanzar por sí mismos su pleno desarrollo; de ahí deriva la necesidad de las instituciones políticas, cuya finalidad es hacer accesibles a las personas los bienes necesarios -materiales, culturales, morales, espirituales- para gozar de una vida auténticamente humana. El fin de la vida social, consecuentemente, es el bien común temporal, con la participación de todos los miembros de la sociedad, y del que nadie está exento de colaborar.

¿En qué consiste este bien de la sociedad política? Pío XI lo explana en «Diuint Illíus Magistri» como «la paz y la seguridad de que gozan los sujetos en el ejercicio de sus derechos, y al mismo tiempo, el mayor bienestar espiritual y material posibles en esta vida, mediante la unión y la coordinación de los esfuerzos de todos».

El Papa Pío XII enseñó: «Como antítesis de este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad en un pueblo gobernado por manos honestas y próvidas, ¡que espectáculo presenta un Estado democrático dejado al arbitrio de la masa! La libertad, de deber moral de la persona se transforma en pretensión tiránica de desahogar libremente los impulsos y apetitos humanos con daño de los demás. La igualdad degenera en nivelación mecánica, en uniformidad monocroma: sentimiento del verdadero honor, actividad personal, respeto de la tradición, dignidad, en una palabra, todo lo que da a la vida su valor, poco a poco se hunde y desaparece. Y únicamente sobreviven, por una parte, las victimas engañadas por la fascinación aparatosa de la democracia, fascinación que se confunde ingenuamente con el espíritu mismo de la democracia, con la libertad e igualdad, y por otra, los explotadores más o menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o de la organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada y aun el mismo poder». Una radiografía profética.

Monarquía (uno), aristocracia (algunos) y democracia (todos), son los tres tipos fundamentales de autoridad política, así podemos encontrar que en todos los regímenes políticos se dan los tres principios, siendo por lo tanto innumerables sus combinaciones.

Nuestros días se caracterizan por una imperante confusión mental, que causa estragos en el campo de la política. Un neo-absolutismo ronda las entrañas del mundo con regímenes hereditarios y absolutistas como el castrismo cubano o el totalitarismo en Corea del Norte, donde tres generaciones de una sola familia llevan las riendas absolutistas del poder.

Como un ejemplo cercano, podemos citar a Juan Domingo y Eva Perón, que desenvolvieron una ideología híbrida entre nacionalismo y socialismo, expropiaciones, resentimiento y envidia, populismo y culto a la personalidad, control de los medios y los demás poderes democráticos: parlamento, justicia e instancias electorales. Los Kirchner hicieron lo propio.

Otro de los fenómenos más recientes totalitarios es el de Venezuela con el régimen castro-chavista, secundado hoy por Nicolás Maduro, que han exportado su «revolución» a varios países, entre ellos el nuestro con un marcado acento absolutista, opuesto a la sana democracia, ya que «los socialistas del siglo XXI» han fabricado una pseudo democracia fundada en las masas, por la cual se atribuyen «un poder sin frenos y sin límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las apariencias contrarias, pero vanas, puro y simple sistema de absolutismo».

«El absolutismo de Estado� consiste de hecho en el principio erróneo que la autoridad del Estado es ilimitada, y que frente a ella -aun cuando da rienda suelta a sus miras despóticas, traspasando los límites del bien y del mal- no cabe apelación alguna a una ley superior que obliga moralmente» (Papa Pío XII, «Benignitas et humanitas» 1944).

Es fácil llegar a ese estado de cosas, pero bastante difícil salir de él. La receta usada para instalar un totalitarismo casi siempre es la misma, y una de las formas «consiste en usar a los católicos, jerarquías o fieles, para sus propios fines, cediéndoles el poder, o parcelas controladas de poder, o ilusionándolos de que han obtenido o se les ha confiado el poder político. Puede también intentar embriagarlos con los éxitos que les permiten alcanzar, como pago del servicio que prestan los católicos a los fines que ellos no han fijado, y de la renuncia a su fe o a su identidad, en el ejercicio del poder político». Como expone San Ignacio de Loyola: el enemigo se disfraza de amigo con careta de «ángel bueno».

Hace veinte centurias, se le dio la posibilidad «democrática» al «pueblo» para que eligiese. Y el «pueblo» tuvo la posibilidad de optar entre un criminal llamado Barrabás y Jesús, el Justo e Inocente por excelencia.

La «mayoría democrática» prefirió a Barrabás, mientras Jesús fue injustamente condenado a sufrir lo indecible y a morir en la cruz.

Ese crimen, de gravedad infinita por tratarse de Jesús, parece haber inspirado a innumerables criminales a lo largo de la historia: jueces inicuos, tipo Poncio Pilatos, los hubo y los hay en abundancia. Así también en nuestros días.

«"¡Oh libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!", exclamó la famosa revolucionaria francesa Madame Roland, junto a la guillotina en que fue ejecutada por decisión del régimen del Terror. Contemplando la historia de nuestro perturbado siglo, se podría análogamente exclamar: "¡Pueblo, pueblo, cuantos desatinos, cuántas injusticias, cuantos crímenes cometen en tu nombre los demagogos revolucionarios hoy en día!» (Plinio Correa de Oliveira).