Domingo 25 de febrero de 2018
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Vuelvo a visitar la iglesia casi en ruinas de un convento abandonado, en cuyo recinto, en mis años juveniles, me embriagó la dulzura de un idilio amoroso. Allà está el lugar de la cita en el jardÃn antiguo. El musgo crece junto a la piedra del camino. Mi cuerpo tiembla con un temblor extraño, mientras el sendero me conduce al sitio predilecto y olvidado.
Sueños vagos e inefables acarician mi espÃritu. A veces siento el deseo de poseer algo que no alcanzo a precisar; pero el deseo es una fuente de dolor y desconsuelo. Quisiera leer un libro fuerte y hondo, consolador y amargo, que me revelase la razón suprema de mi existencia, la verdad última de mi destino; me alucina un grande amor, un amor inmenso que llene mi vida entera; me conmueve el ansia de oÃr una música extraña, nostálgica, evocadora de un tiempo lejano, de un lejano paÃs donde vive una pálida virgen que puede amarme; sueño con un largo viaje por tierras ignoradas y por mares desconocidosÂ? Un anhelo de imposible y de infinito se apodera de mi ser.
¡Cuán vana, variable y ondulante es mi alma!
Un vaso de vino me embriaga. El recuerdo de un perfume me exalta. Voy caminando por los viejos parques, tierno y ansioso como un niño. Mi carne se estremece con languideces de mujer al sentir el olor de la tierra húmeda y el aroma de la hierba caldeada por el sol.
Pausadamente, en menudas gotas, ha caÃdo la lluvia. El plomizo velo de la niebla se extiende sobre las casas de la aldea, flota y se dispersa en la llanura. Siento el efluvio de una rosa que se deshoja en un rincón del patio. El muro, el viejo muro silencioso, sueña bajo la lluvia; lentas y largas lágrimas resbalan por sus vetustos flancos.