Sábado 17 de febrero de 2018
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Gran parte de la culpa de que muchas personas no sepan entender a Dios, o no sean capaces de creer en ?l como creen los que tienen fe, se debe al hecho de pretender llegar a su conocimiento o clarividencia a través de la mente.
Ya se ha repetido en numerosas ocasiones que la mente y el corazón hablan idiomas distintos, y que es imposible que lleguen a entenderse entre ellos porque no hay traductor posible o intermediario que haga comprender al otro las razones del uno.
La mente, por lo general, tiene una programación especulativa de lo que es Dios, unos conceptos inculcados, unos prejuicios, y todo lo que se salga del patrón donde lo tiene archivado no le encaja.
Así que cuando alguien dice que para él Dios es la naturaleza, o se le ve en un amanecer, que se presenta como una emoción, o que no tiene ni necesita explicación o definición, a la mente estricta, incapaz de salir de su propia cuadratura, le resulta imposible de aceptar.
Es por eso que esas personas tienen dificultad para encontrar a Dios: le buscan del modo equivocado y en el sitio donde no está.
Todos hemos oído decir en alguna ocasión que en muchas circunstancias es mejor dejar de luchar contra la corriente, es mejor no oponerse, es mejor confiar, y este es uno de esos casos: es mejor conformarse con un sentimiento al que no hay que darles razones, porque no las pide, y es preferible quedarse con esa convicción que es innata -o aprendida de alguna experiencia transpersonal o de cualquier otro calibre- que hace sentir que hay algo superior, algo que no necesita tener un nombre ni un cuerpo ni una identidad, sino que se queda -y muy a gusto- en el mundo de lo indefinible, de lo que se siente o se sabe o se intuye o se vive, sin más.
Fuente: naxio.com