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Domingo 11 de febrero de 2018

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Cultural El Duende

La Academia de Ciencias: logros y problemas

11 feb 2018

H. C. F. Mansilla

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Segunda y última parte

Quisiera mencionar un ejemplo elocuente de la carencia logística y administrativa en que se mueve -y siempre se ha movido- la investigación científica en Bolivia. El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, creado a fines del siglo XX, representó una típica institución que existía sólo en el papel, sin haber ejercido ningún ascendiente sobre su campo específico, que es la interacción entre educación, investigación y desarrollo económico propiamente dicho. Este organismo y sus antecesores han producido bastante papel, como los Lineamientos de política científica y tec­nológica, la Estrategia Nacional de Desarrollo y otros documentos, que los propios involucrados (es decir: las autoridades nacionales, los catedráticos universitarios, los investigadores, los educadores y los empresarios) nunca han tomado en serio. Desde la fundación de la República y especialmente desde la presidencia del Mariscal Andrés de Santa Cruz nunca hubo en este país falta de organismos y procedimientos muy avanzados, pero las instituciones burocráticas y los estatutos legales no bastan para modificar mentalidades colectivas y pautas sociales de comportamiento que están profundamente enraizadas en las tradiciones culturales practicadas cotidianamente por toda la comunidad.

La misma evaluación negativa puede aplicarse a las actividades de protección al medio ambiente que el Estado boliviano dice llevar a cabo. En los últimos tiempos y paralelamente a las actividades pro-ecologistas de la Academia de Ciencias y de individuos aislados, el Estado y la sociedad en su conjunto se han consagrado a depredar los ecosistemas del país con una intensidad y un alcance inusitados. Menciono a propósito el Estado, pues la fundación del Ministerio de Desarrollo Sostenible y Medio Ambiente en 1993 y la organización de numerosas reuniones inter­nacionales del más alto nivel destinadas al llamado desarrollo sustentable -como las Cumbres internacionales de Santa Cruz y Cochabamba, para mencionar únicamente las del siglo XX- se debieron a cuestiones de relaciones públicas, adopción de consignas de moda y captación de fondos externos y no al designio de preservar realmente los ecosistemas en peligro. Con respecto a un hábil tratamien­to de las relaciones públicas algunas instancias gubernamentales han sabido desplegar un notable virtuosismo, muy redituable en la esfera económica, cosa que le ha faltado a la Academia de Ciencias.

Nunca las agencias estatales bolivianas hablaron tanto de protección ecológica como en las últimas décadas, y jamás se ha destruido tanto el bosque tropical (y con tal intensidad) como en este periodo. Sería obviamente una tontería establecer un nexo causal obligatorio entre la modernización -superficial, por lo demás- de las instancias gubernamentales, por un lado, y el continuado aniquilamiento de la selva húmeda, por otro, pero no hay duda de que muchas medidas estatales aparentemente pro-ecologistas han servido de cortina de humo para encubrir los intereses privados de corto aliento del llamado aprovecha­miento de las regiones tropicales, sin preocuparse mayormente de las consecuencias a largo plazo. Es altamente probable que porciones mayoritarias de la sociedad boliviana estén de acuerdo con la apertura e utilización indiscriminadas de las zonas tropicales. En este terreno el conocimiento científico se estrella contra prejuicios populares y corrientes de opinión pública de enorme peso y profundo arraigo.

En el terreno ecológico ha habido, sin embargo, una institución que ha trabajado silen­ciosamente por evitar los peores desastres: la Academia de Ciencias ha realizado una acción pionera de inves­tigación y preven­ción, que merecería ser divulgada más ampliamente. Es de justicia mencionar el hecho de que a nivel continental la Academia boliviana fue una de las primeras instituciones en abogar por la preservación de ecosistemas amenazados por la acción del Hombre. En este campo hay todavía mucho por hacer, y es el deber de la Academia frente al futuro seguir investigando una problemática altamente compleja y proclive a ser manipulada por intereses político-sociales de gran envergadura y escasa ética.

Los nexos entre población, medio ambiente y desarrollo social nos dan la pista de otro de los grandes problemas nacionales, que consiste en una visión colectiva acrítica acerca del crecimiento económico y el progreso material. La ya mencionada rutina burocrática se entremezcla con otra, también de vieja data: en lugar de generar tecnologías propias o, por lo menos, de adaptar imaginativa­mente las provenientes del extran­jero, se supone que es menos oneroso y más rápido y simple el comprar en el exterior maquinarias y procesos en bloque. Es curioso consignar que el Estado siempre ha dispuesto de fondos para adquirir aviones, satélites, infraestructura de todo tipo, armamento de toda especie, plantas de fundición u otros proyectos de notable escala, que precisamente a causa de su gigantismo y de su presunta cualidad de flamante modernidad técnica han seducido y seducen a no pocos ciudadanos y gobernantes de este país. Como se sabe, adquisiciones y proyectos de este tipo abren la posibilidad de actos de corrupción de gran escala, lo que se ha incrementado paradójicamente con el advenimien­to de la democracia y la modernización superficial del aparato estatal.

Por lo general la Academia de Ciencias no ha podido desplegar una estrategia investigativa a largo plazo, financiada de forma autónoma, y que incluyera un equipo relativamente numeroso de científicos de la propia corporación. Son los miembros de número de la institución quienes llevan a cabo labores de inves­tigación y divulgación de carácter más bien unipersonal, basadas ocasionalmente en financiamien­to externo. Entre los trabajos implementados por miembros de esta corporación se hallan con seguridad los esfuerzos científicos más importan­tes realizados en Bolivia durante la segunda mitad del siglo XX. En un breve recordatorio como este es de justicia señalar, aunque sea someramente, los proyectos pioneros de los primeros tiempos, que en retrospectiva han demostrado poseer una inmejorable calidad científica y que fueron implementados con fondos relativamente pequeños y, en cambio, con una motivación encomiable. Entre ellos se encontraban el Laboratorio de Física Cósmica de Chacaltaya, el Instituto de Energía, la Estación Biológica del Beni, el Museo Nacional de Historia Natural, el Obser­vatorio Astronómico de Santa Ana de Tarija y otros. Los académicos Ismael Escobar y Carlos Aguirre en el campo de la física, Teresa Gisbert y José de Mesa en la arquitectura, la estética y la salvaguardia del patrimonio artístico de la nación, Armando Cardozo e Ismael Montes de Oca en el área de la geografía y la ecología, y muchos otros llevaron a cabo un trabajo ejemplar, silencioso y perseverante que hubiera merecido el reconocimiento de la nación. No puedo juzgar, por supuesto, los emprendimientos en ciencias naturales y medicina, pero me permito mencionar aquellos que han sido afines a las ciencias sociales, como la concepción en torno a la lógica trivalente del idioma aymara de Iván Guzmán de Rojas, los estudios sobre la historia de las ideas de Salvador Romero Pittari y la teoría comunicacional de Raúl Rivadeneira Prada, todos ellos miembros de número de esta corporación.

La Academia de Ciencias ha organizado o promovido un número muy crecido de conferencias del más alto nivel científico, con invitados del país y del exterior; la Academia ha llevado a cabo innumerables reuniones, simposios y seminarios con el objetivo de divulgar en nuestra sociedad los avances más notables del esfuerzo científico en otras latitudes. Y todo esto, hay que aclarar, con fondos muy exiguos.

Lo que ha faltado a la Academia es, aparte del aspecto financiero, un buen órgano para divulgar los logros y esfuerzos de sus miembros y de sus institutos afiliados. Desde su fundación la República ha carecido, por ejemplo, de revistas científicas con alto nivel teórico y con­tinuidad temporal, que merezcan realmente esa denominación y que susciten interés en el extranjero. La publicación de un órgano científico de gran calidad y continuidad representa una de las asignaturas pendientes de nuestra Academia. La opinión pública no sabe casi nada de la Academia de Ciencias y tampoco espera gran cosa de ella. La situación es similar con respecto a las Academias de la Lengua y de la Historia. Las academias clásicas tienen la fama de ser cenáculos elitistas y poco creativos, muy formalistas y poco favorables a la innovación. Esta opinión, por más expandida que fuera, no refleja la realidad, que siempre resulta más compleja y hasta sorpresiva de lo que suponen los prejuicios colectivos. Pero existe también lo que podríamos llamar la opinión pública esclareci­da, muy minoritaria, naturalmente, y ella espera mucho de la Academia, no solo en el campo de las ciencias naturales, sino también de las sociales, económicas e his­tóricas. Después de todo, lo que el país padece es una crisis de los valores y modelos de orientación. La sociedad espera que alguna institución le brinde una explicación coherente de tanto esfuerzo y sacrificio. Aquí también residiría una de las tareas pendientes de la Academia, y una que puede tener gran relevancia pública.

Fin

* Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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