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Invitado


Domingo 28 de enero de 2018

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Cultural El Duende

Claudio Rodríguez

28 ene 2018

Claudio Rodríguez. España, Zamora 1934 - Madrid 1999. Enmarcado en la Generación del 50. Ha publicado: Don de la ebriedad (1953), Conjuros (1958), Alianza y condena (1965), El vuelo de la celebración (1976), Casi una leyenda (1991) y Aventura (2005)

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Gestos

Una mirada, un gesto,

cambiarán nuestra raza. Cuando actúa mi mano,

tan sin entendimiento y sin gobierno,

pero con errabunda resonancia,

y sondea, buscando

calor y compañía en este espacio

en donde tantas otras

han vibrado, ¿qué quiere

decir? Cuántos y cuántos gestos como

un sueño mañanero,

pasaron. Como esa

casera mueca de las figurillas

de la baraja: aunque

dejando herida o beso, sólo azar entrañable.

Más luminoso aún que la palabra,

nuestro ademán, como ella

roído por el tiempo, viejo como la orilla

del río, ¿qué significa?

¿Por qué desplaza el mismo aire el gesto

de la entrega o del robo,

el que cierra una puerta o el que la abre,

el que da luz o apaga?

¿Por qué es el mismo el giro

del brazo cuando siembra

que cuando siega,

el de amor que el de asesinato?

Nosotros, tan gesteros pero tan poco alegres,

raza que sólo supo

tejer banderas, raza de desfiles,

de fantasías y de dinastías,

hagamos otras señas.

No he de leer en cada palma, en cada

movimiento, como antes.

No puedo ahora frenar

la rotación inmensa del abrazo

para medir su órbita

y recorrer su emocionada curva.

No, no son tiempos

de mirar con nostalgia

esa estela infinita

del paso de los hombres.

Hay mucho que olvidar

y más aún que esperar.

Tan silencioso

como el vuelo del búho, un gesto claro,

de sencillo bautizo,

dirá, en un aire nuevo,

su nueva significación, su nuevo

uso. Yo solo, si es posible,

pido, cuando me llegue la hora mala,

la hora de echar de menos

tantos gestos queridos,

tener fuerza, encontrarlos

como quien halla un fósil

(acaso una quijada aún con el beso trémulo)

de una raza extinguida.

Al fuego del hogar

Aún no pongáis las manos junto al fuego.

Refresca ya, y las mías

están solas; que se me queden frías.

Entonces qué rescoldo, qué alto leño,

cuánto humo subirá, como si el sueño,

toda la vida se prendiera. ¡Rama

que no dura, sarmiento que un instante

es un pajar y se consume, nunca,

nunca arderá bastante

la lumbre, aunque se haga con estrellas!

Este al menos es fuego

de cepa y me calienta todo el día.

Manos queridas, manos que ahora llego

casi a tocar, aquella, la más mía,

¡pensar que es pronto y el hogar crepita,

y está ya al rojo vivo,

y es fragua eterna, y funde, y resucita

aquel tizón, aquel del que recibo

todo el calor ahora,

el de la infancia! Igual que el aire en torno

de la llama también es llama, en torno

de aquellas ascuas humo fui. La hora

del refranero blanco, de la vieja

cuenta, del gran jornal siempre seguro.

¡Decidme que no es tarde! Afuera deja

su ventisca el invierno y está oscuro.

Hoy o ya nunca más. Lo sé. Creía

poder estar aún con vosotros, pero

vedme, frías las manos todavía

esta noche de enero

junto al hogar de siempre. Cuánto humo

sube. Cuánto calor habré perdido.

Dejadme ver en lo que se convierte,

olerlo al menos, ver dónde ha llegado

antes de que despierte,

antes de que el hogar esté apagado.

Salvación del peligro

Esta iluminación de la materia,

con su costumbre y con su armonía,

con sol madurador,

con el toque sin calma de mi pulso,

cuando el aire entra a fondo

en la ansiedad del tacto de mis manos

que tocan sin recelo,

con la alegría del conocimiento,

esta pared sin grietas,

y la puerta maligna, rezumando,

nunca cerrada,

cuando se va la juventud, y con ella la luz,

salvan mi deuda.

Salva mi amor este metal fundido,

este lino que siempre se devana

con agua miel,

y el cerro con palomas,

y la felicidad del cielo,

y la delicadeza de esta lluvia,

y la música del

cauce arenoso del arroyo seco,

y el tomillo rastrero en tierra ocre,

la sombra de la roca a mediodía,

la escayola, el cemento,

el zinc, el níquel,

la calidad del hierro, convertido,

afinado en acero,

los pliegues de la astucia, las avispas del odio,

los peldaños de la desconfianza,

y tu pelo tan dulce,

tu tobillo tan fino y tan bravío,

y el frunce del vestido,

y tu carne cobarde...

Peligrosa la huella, la promesa

entre el ofrecimiento de las cosas

y el de la vida.

Miserable el momento si no es canto.

A mi ropa tendida

Me la están refregando, alguien la aclara.

¡Yo que desde aquel día

la eché a lo sucio para siempre, para

ya no lavarla más, y me servía!

¡Si hasta me está más justa¡ No la he puesto

pero ahí la veis todos, ahí, tendida,

ropa tendida al sol.

¿Quién es? ¿Qué es esto?

¿Qué lejía inmortal, y que perdida

jabonadura vuelve, qué blancura?

Como al atardecer el cerro es nuestra ropa

desde la infancia, más y más oscura

y ved la mía ahora. ¡Ved mi ropa,

mi aposento de par en par! ¡Adentro

con todo el aire y todo el cielo encima!

¡Vista la tierra tierra! ¡Más adentro!

¡No tenedla en el patio: ahí en la cima,

ropa pisada por el sol y el gallo,

por el rey siempre!

He dicho así a media alba

porque de nuevo la hallo,

de nuevo el aire libre sana y salva.

Fue en el río, seguro, en aquel río

donde se lava todo, bajo el puente.

Huele a la misma agua, a cuerpo mío.

¡Y ya sin mancha! ¡Si hay algún valiente,

que se la ponga! Sé que le ahogaría.

Bien sé que al pie del corazón no es blanca

pero no importa: un día...

¡Qué un día, hoy, mañana que es la fiesta!

Mañana todo el pueblo por las calles

y la conocerán, y dirán: "Esta

es su camisa, aquella, la que era

sólo un remiendo y ya no le servía.

¿Qué es este amor?

¿Quién es su lavandera?"

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