Loading...
Invitado


Domingo 28 de enero de 2018

Portada Principal
Cultural El Duende

El espíritu de caballería en el Nuevo Mundo

28 ene 2018

Gustavo Pereira

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

La invención de lo extraordinario siempre acompañó, ya se sabe, al género humano desde la más remota edad de su conciencia. Fue Platón quien por primera vez puso en boca de un sacerdote egipcio el nombre de la Atlántida, lejos de sospechar que su embelezo o creencia acarrearía durante tantos siglos tanta andanza y alucinación. Vislumbró el griego en el Timeo, por labios del egipcio, la posibilidad de nuevas islas en ultramar, al cabo de las cuales hallábase un continente que ya los atlantes conocían. También un griego, el historiador Teopompo de Quios, en el siglo IV a.C. inventó una tierra dichosa a la que llamó Meropia, ocupada por gentes felices y longevas al otro lado del Atlántico, aunque tres siglos antes que él, en la que habría de ser la más célebre historia natural del medioevo, Plinio había aseverado la existencia de continentes remotos habitados por pueblos de variada índole pero igualmente asombrosos: cíclopes, antropófagos, desnarizados, de pies de caballo, de pies invertidos, de orejas tan grandes que servían de cobijas, de ojos y bocas en el pecho, etc.

Las ficciones griegas y orientales y las sagas nórdicas dejaron en la fabulación europea mucha aspiración realizable o posible. Por eso las hallaremos casi literales en cuanta crónica o relato de viaje pergeña todo aventurero o letrado que cruza el océano.

Además del oro, "el oro en que el señorío consiste" -como escribiera Fernando Pérez de Oliva por 1520 o 1530- hallamos, no por casualidad en las páginas de Colón menciones a Marco Polo -a quien sus compatriotas venecianos llegaron a apodar "Messer Millione"- a Plinio, Platón y Aristóteles La Utopía de Thomas More (conocido en España y en el mundo castellano como Tomás Moro), que se ubica en isla presumiblemente americana y que aparece en 1516, unce en cierta manera el disconformismo humanista al desasosiego social y traslada al Nuevo Mundo las visiones alucinantes de esa especie de suprarrealidad irrevelada pero cierta que es América-Arcadia.

Hernán Cortés, tan remiso a dejar que sus emociones y su imaginación gobiernen su pluma, ante la visión de Tlaxcala no puede menos que desbordarse de asombro: "La ciudad es tan grande y de tanta admiración, que aunque mucho de lo que della podría decir deje, lo poco que diré creo es casi increíble, porque es muy mayor que Granada y muy más fuerte, y de tan buenos edificios y muy mucha más gente que Granada tenía al tiempo que se ganó, y muy mejor abastecida de las cosas de la tierra, que es de pan y de aves y caza y pescados de los ríos, y de otras legumbres y cosas que ellos comen muy buenas. Hay en esta ciudad un mercado que cuotidianamente, todos los días, hay en él de treinta mil almas arriba vendiendo y comprando, sin otros muchos mercadillos que hay por la ciudad en parte.

En este mercado hay todas cuantas cosas, así de mantenimiento como de vestido y calzado, que ellos tratan y pueden haber. Hay joyerías de oro y plata y piedras, y de otras joyas de plumaje, tan bien concertado como puede ser en todas las plazas y mercados del mundo. Hay mucha loza de todas maneras y muy buena, y tal como la mejor de España.

Venden mucha leña y carbón y yerbas de comer y medicinales. Hay casas donde lavan las cabezas como barberos y las rapan; hay baños. Finalmente, que entre ellos hay toda manera de buen orden y policía y es gente de toda razón y concierto.

Fray Pedro Simón, que historió la costa firme en los albores del siglo XVII, recoge algunas de las noticias habituales difundidas por diversos viajeros, algunas de las cuales parecían no sorprenderle tanto como a nosotros: "(...) Se han hallado hombres de varías y peregrinas composturas, como son las que cuenta el Padre Fray Antonio Daza en la cuarta parte de nuestra Crónica (pues allí las escribió hombre tan docto y diligente, escudriñador de verdades, tendría muy bien averiguadas las de éstos) que hay unos hombres que se llaman Tutanuchas, que quiere decir oreja, hacia la provincia de California que tienen las orejas tan largas que les arrastran hasta el suelo y que debajo de una de ellas caben cinco o seis hombres. Y otra Provincia junta a ésta que le llaman la de Honopueva, cuya gente vive a las riberas de un gran lago, cuyo dormir es debajo del agua. Y que otra nación, su vecina llamada Jarnocohuiclia, que por no tener vía ordinaria para expeler los excrementos del cuerpo, se sustentan con oler flores, frutas y yerbas, que guisan sólo para esto".

Y lo mismo refiere Gregorio García de ciertos indios de una provincia de las del Perú, "y que de camino llevan flores y frutas para oler, por ser éste el matalotaje de su sustento, como el de las demás comidas. Y que en oliendo malos olores mueren".

La obra de Simón enumera otros prodigios parecidos: Que a un tal Pedro Sarmiento de Gamboa, andando por el estrecho de Magallanes, le salieron "en exento paraje", una compañía de gigantes, de más de tres varas de alto y tan fuertes que para prender uno era menester la fuerza de diez hombres robustos. Que en sitio cercano al Cuzco, el capitán Alvarez Maldonado tropezó con pueblo de pigmeos "no más altos que un codo", y un tal Melchor de Barros contaba haberse hallado "unos árboles raros en sus distancias y grandezas, pues la de su altura era igual con el tiro de una saeta desprendida de un buen brazo".

No escapa el alemán Federmann a estas misteriosas anomalías indianas. En un capítulo de su narración dice haberse hallado ante una nación de pigmeos de no más de "cinco palmos de estatura y muchos sólo de cuatro" (los que por lo demás, según ha demostrado la arqueología, parecen haber existido efectivamente en la región central de Venezuela, aunque no tan minúsculos como los describe Federmann). Este anota: "Como no podíamos servimos de ellos a causa de su pequeña talla, no quise retenerlos aunque empezaban a faltamos porteadores. Casi todos los indios que teníamos dedicados al transporte de equipajes se habían fugado para volver a su país. Me contenté, pues, con hacerles bautizar y exhortarlos a la paz". Los hombrecillos obsequian a los europeos regalos de oro y otros presentes: "El cacique me dio una enana de cuatro palmos de alto, bella, bien conformada y me dijo que era mujer suya; tal es su costumbre para asegurar la paz. La recibí a pesar de su llanto y de su resistencia, porque creía que la daban a demonios, no a hombres. Conduje a esta enana hasta Coro, donde la dejé, no queriendo hacerla salir de su país, pues los indios no viven largo tiempo fuera de su patria, sobre todo en los climas fríos".

Se dice que el emperador Carlos V, antes de trasladarse al monasterio de Yuste, hizo llevar a este su último refugio un lote de novelas de caballería de las que era adicto lector.

El libro de caballería se había desarrollado en España y Portugal entre una amplia aceptación popular. Superado el ciclo carolingio, había encontrado en la guerra contra los musulmanes sensibles motivos, pero también había logrado trasponer sus propias tradiciones y esquemas temáticos. Para el español del siglo XV y comienzos del XVI el ideal del caballero no es ya tanto exaltar a los reyes o a los señores feudales como a sí mismo. En el gusto del público, la aventura ha desplazado los aparentemente bien acendrados arquetipos caballerescos del bajo medioevo. No se trata ahora de ofrendar la vida sin reparo por la causa del soberano, ni de liberar candorosas doncellas prisioneras de poderosos infieles, ni de inmolarse abrazado al crucifijo redentor (aunque se siguiera usando como divisa o estandarte). Cuando a partir de 1510 aparecen el Esplandín de Montalvo, el Palmerín de Oliva, la versión castellana del Tirant lo blanch, el Florisel de Niqueda, el Lucidante de Tracia o el Febo de Troya, que truecan la hazaña tradicional del caballero en aventura pura y simple o en expediciones mercantilistas a las tierras del Gran Turco, los nuevos ideales que nutren aquel afán mitificador quedan al descubierto.

Las secuelas de la larga conflagración han dejado en España una moral castrense justificada en las bulas papales (la justa guerra), una valoración excesiva del orgullo nacional traducida en el culto al héroe y al conquistador y una fuerte motivación religiosa. El libro de caballería agrega el gusto por la aventura y la exaltación de la hazaña. En adelante, pese a la prohibición expresa de trasladar novelas a las Indias (prohibición que en sí misma revela las nuevas direcciones del sentir colectivo), el libro de los nuevos paladines halla sitio secreto en el equipaje de los viajeros.

La primera novela de caballería española fue el Libro del caballero Zifar, que data de comienzos del siglo XlV. La más famosa fue el Amadis de Gaula, cuyos orígenes parecen remontarse a la misma época según las noticias suministradas por los escritores castellanos Juan García Castrogeriz, Pedro Ferrúz y el canciller Pedro López de Ayala) pero cuya primera versión es de 1508. En menos de ochenta años el Amadís alcanza veinticinco ediciones castellanas.

Pese a las prohibiciones reales, el interés por la lectura de obras de imaginación lo hallamos, aunque con obvias limitaciones. En América noticias de la época dan cuenta de que se lee aquí no sólo el Amadís sino también autores contemporáneos como Lope de Vega, quien ha llegado incluso a escribir obras de temas o personajes americanos como El Nuevo Mundo descubierto por Colón, La Dragontea (que trata del famoso corsario inglés Drake) La Conquista de Cortés o El Arauco domado.

Exponente típico de la ideología del señor feudal, pero también de las aspiraciones de los estamentos sociales que pugnan por alcanzar poder a través de la hazaña bélica, el libro de caballería, con los primeros indicios de producción capitalista, se ve sucedáneamente relegado. En su lugar se afianza un género desprovisto casi en lo absoluto del viejo contorno mítico-bélico, pero dotado de corrosivos poderes contra la nobleza gobernante: el picaresco. Pero hasta el siglo XVII se editan libros de caballería en España. Aunque la imprenta se ha establecido allí sólo en 1473, no menos de 49 títulos, entre 1508 y 1602, recoge un estudio de Thomas.

Si bien es difícil imaginar que las clases populares -mayormente analfabetas y a las que pertenecía la soldadesca conquistadora- hayan tenido acceso a tales publicaciones, es indudable el influjo romántico-fantástico tejido en la imaginación colectiva por las narraciones tradicionales y por las noticias de los primeros expedicionarios. En alguna proporción han tenido que contribuir éstas con la desmesura asumida en la Conquista. Como señala Américo Castro, "el hispanocristiano alcanzó la plenitud de su conciencia histórica como un combatiente vencedor, que al vencer iba encontrándose (...) instalado sobre unas gentes que le hacían las "cosas".

En su Historia de los indios de la Nueva España, fray Toribio Motolinia cita como una de las diez plagas que azotó aquellas regiones el trato que los estancieros o calpixques, encargados por los conquistadores encomenderos de cobrar los tributos y "entender en sus granjerías", daban a los aborígenes:

"Estos residían y residen en los pueblos, y aunque por la mayor parte son labradores de España, hanse enseñoreado en esta tierra y mandan a los señores principales naturales de ella como si fuesen sus esclavos; y porque no querría descubrir sus defectos, callaré lo que siento con decir, que se hacen servir y temer como si fuesen señores absolutos y naturales, y nunca otra cosa hacen sino demandar, y por mucho que les den nunca están contentos; a doquiera que están todo lo enconan y rompen (corrompen), hediondos (hediendo) como carne dañada, y que no se aplican a hacer nada sino a mandar; son zánganos que comen la miel que labran las pobres abejas, que son los indios, y no les basta lo que los tristes les pueden dar, sino que son importunos. En los años primeros eran tan absolutos estos calpixques que en maltratar a los indios y en cargarlos y enviarlos lejos (de su) tierra y darles otros muchos trabajos, que muchos indios murieron por su causa y a sus manos, que es lo peor".

Esta preeminencia etnocentrista despunta en casi todo capítulo de crónicas y escritos de la época. Así, aventura, fantasía y codicia parecen fundirse en un solo haz motivador y la novela de caballería, está allí, tras esos sueños o anhelos, como un alimento surreal.

* Gustavo Pereira. Escritor, poeta y crítico literario venezolano (1940).

Para tus amigos: