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Domingo 28 de enero de 2018

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Cultural El Duende

La experiencia interior

28 ene 2018

Fragmento de la "Crítica de la servidumbre dogmática (y del misticismo)" por el escritor, antropólogo y pensador francés Georges Bataille (1897-1962), también conocido bajo los seudónimos Pierre Angélique, Lord Auch y Louis Trent

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Entiendo por experiencia interior lo que habitualmente se llama experiencia mística: los estados de éxtasis, de arrobamiento, cuando menos de emoción meditada. Pero pienso menos en la experiencia confesional, a la que ha habido que atenerse hasta ahora, que en una experiencia desnuda, libre de ligaduras, incluso de origen, con cualquier confesión. Por esta razón no me gusta la palabra místico. No me gustan tampoco las definiciones estrechas.

La experiencia interior responde a la necesidad en la que me encuentro -y conmigo, la existencia humana- de ponerlo todo en tela de juicio (en cuestión) sin reposo admisible.

Esta necesidad funcionaba pese a las creencias religiosas; pero tiene consecuencias tanto más completas cuando no se tienen tales creencias.

Las presuposiciones dogmáticas han dado límites indebidos a la experiencia: el que sabe ya, no puede ir más allá de un horizonte conocido.

He querido que la experiencia condujese a donde ella misma llevase, no llevarla a algún fin dado de antemano.

Y adelanto que no lleva a ningún puerto (sino a un lugar de perdición, de sinsentido).

He querido que el no-saber fuese su principio en lo cual he seguido, con un rigor más áspero, un método en el que destacaron los cristianos (se adentraron por esta vía tan lejos como el dogma lo permitió).

Pero esta experiencia nacida del no saber permanece en él decididamente. No es inefable, no se le traiciona si se habla de ella, pero, a las preguntas del saber, hurta al espíritu incluso las respuestas que aún tenía.

La experiencia no revela nada, y no puede ni fundar la creencia ni partir de ella.

La experiencia es la puesta en cuestión (puesta a prueba), en la fiebre y la angustia, de lo que un hombre sabe por el hecho de existir.

Aunque en esta fiebre haya algún tipo de aprehensión, no puede decir: "He visto esto, lo que he visto es tal"; no puede decir:

"He visto a Dios, el absoluto o el fondo de los mundos"; no puede más que decir: "Lo que he visto escapa al entendimiento", y Dios, el absoluto, el fondo de los mundos, no son nada si no son categorías del entendimiento.

Si yo dijese decididamente: "He visto a Dios", lo que veo cambiaría.

En lugar de lo desconocido inconcebible, salvajemente libre ante mí, dejándome ante él salvaje y libre, habría un objeto muerto y la cosa del teólogo a lo que lo desconocido estaría sometido, pues, bajo la especie de Dios, lo desconocido oscuro que el éxtasis revela está esclavizado a esclavizarme (el hecho de que un teólogo haga saltar después el marco establecido significa simplemente que el marco es inútil; éste no es, para la experiencia, sino una presuposición a rechazar).

De cualquier modo, Dios está unido a la salvación del alma -al mismo tiempo que a las otras relaciones de lo imperfecto con lo perfecto-. Pero, en la experiencia, el sentimiento que tengo de lo desconocido es inquietamente hostil a la idea de perfección (la servidumbre misma, el "deber ser").

Leo en Dionisio Areopagita (Los nombres divinos, 1, 5): "Los que por el cese íntimo de toda operación intelectual entran en unión íntima con la inefable luz� no hablan de Dios más que por negación."

Así sucede desde el momento en que es la experiencia la que revela y no la presuposición (a tal punto que, a los ojos del mismo, la luz es "rayo de tinieblas"; llegará a decir, según Eckhart: "Dios es la nada"). Pero la teología positiva -fundada sobre la revelación de las Escrituras- no está de acuerdo con esta experiencia negativa.

Unas cuantas páginas después de haber evocado ese Dios que el discurso no aprehende más que negando, Dionisio escribe:

"Posee sobre la creación un imperio absoluto�, todas las cosas se refieren a él como a su centro, le reconocen como su causa, su principio y su fin..."

Respecto a las "visiones", a las "palabras", y otros "consuelos" comunes en el éxtasis, San Juan de la Cruz da muestras, si no de hostilidad, al menos reserva. La experiencia no tiene sentido para él más que en la aprehensión de un Dios sin forma y sin modo. La misma Santa Teresa no daba en última instancia valor más que a la "visión intelectual".

Del mismo modo, tengo a la aprehensión de Dios, aunque fuese sin forma ni modo (su visión "intelectual" y no "sensible"), por un alto en el movimiento que nos lleva a la aprehensión más oscura de lo desconocido: de una presencia que no es distinta en nada de una ausencia.

Dios difiere de lo desconocido en que una moción profunda, que proviene de las profundidades de la infancia, se une primeramente en nosotros a su evocación.

Lo desconocido nos deja por el contrario fríos, no se hace amar antes de haber derruido en nosotros toda cosa, como un viento violento. Igualmente, conmovedoras y los términos medios a los que recurre la emoción poética nos afectan sin dificultad.

Si la poesía introduce lo extraño, lo hace por la vía de lo familiar. Lo poético es lo familiar, disolviéndose en lo extraño y nosotros con él.

No nos desprovee nunca de todo en todos los aspectos, pues las palabras, las imágenes disueltas, están cargadas de emociones ya experimentadas, fijas a objetos que las unen a lo conocido.

La aprehensión divina o poética está en el mismo plano que las vanas apariciones de los santos en el aspecto de que podemos todavía, por medio de ella, apropiarnos de lo que nos supera, y, sin captarlo como un bien propio, al menos religarlo a nosotros, a lo que ya nos había afectado antes.

De esta manera, no morimos del todo: un hilo, tenue sin duda, pero un hilo, une lo aprehendido al yo (aunque hubiera ya roto su noción ingenua, Dios sigue siendo el ser cuyo papel ha expuesto la Iglesia).

No nos desnudamos totalmente más que yendo sin hacer trampas a lo desconocido.

Es la parte de lo desconocido lo que da a la experiencia de Dios -o de lo poético- su gran autoridad.

Pero lo desconocido exige en último término un imperio no compartido.

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