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Domingo 14 de enero de 2018

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Cultural El Duende

Berta van Suttner, precursora del Premio Nobel de la Paz

14 ene 2018

Harland Manchester refiere la historia de Berta von Suttner, la hermosa mujer que persuadió al gran fabricante de explosivos de que patrocinara la causa pacifista

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Detrás del premio de la Paz asoma la figura austera y excéntrica de Alfredo Nobel, que amasó una fortuna con los explosivos. Y, tras Nobel, se recata la imagen de una mujer hoy casi olvidada: la baronesa Berta van Suttner, quien por más de 20 años no dejó de incitar ardorosamente al duro magnate a que abrazara la causa pacifista, con lo que contribuyó a inspirar su magnífica fundación.

Cuando conoció a Nobel, Berta Kinsky (tal su nombre de soltera) era una condesita desilusionada y pobre que buscaba una colocación de secretaria. Hija de un mariscal de campo del ejército austriaco, no alcanzó a conocer a su padre porque él murió antes de que ella naciera, dejando la familia en malas condiciones pecuniarias. Berta creció en el ambiente irreal en que vivía entonces la aristocracia indigente de Viena; recibió una educación esmerada, aprendió idiomas y hasta escribió dramitas sentimentales. También estudió canto en París, pero al fin se agotaron los menguados fondos de la familia en el año 1873, y entró a servir en casa del barón van Suttner como institutriz de sus cuatro hijas.

Cierto día conoció a Arturo, el guapo hijo del barón. "Apenas entró en la habitación, me pareció que esta se iluminaba", escribió Berta más tarde.

Terminaron por enamorarse, mas la madre de Arturo se opuso al idilio, no solo por la falta de recursos de la institutriz, sino porque esta era siete años mayor que su hijo, que a la sazón tenía 26. Ante la insistencia de la baronesa, Berta renunció al empleo, y la dama, aliviada, le indicó amablemente un anuncio que había visto en la sección clasificada del diario matutino. Decía así: "Caballero rico y culto, de avanzada edad, residente en París; necesita secretaria y ama de llaves, también de edad madura, con conocimiento de idiomas..."

Berta contestó el aviso y tuvo una cordial respuesta de Alfredo Nobel. La baronesa le informó que era el inventor de la dinamita. Se convino en una entrevista en París.

La sorpresa fue mutua. Al llegar Berta, el "caballero de avanzada edad" que la saludó era un hombre como de unos 43 años, de aspecto sombrío, barba negra, modales amables aunque un poco encogidos. La dama de "edad madura" que él esperaba encontrar resultó ser una hermosa mujer de formas esculturales, facciones finas y grandes ojos negros, que de ningún modo aparentaba los 33 años que en realidad tenía.

Alfredo Nobel, ya rico y famoso, se había establecido en París en una lujosa mansión ricamente alhajada. Solterón empedernido, se rodeó de las mayores comodidades posibles: Contrató los servicios de un gran cocinero, aunque solamente podía gustar comidas sencillas, sin condimentos, porque los gases de la nitroglicerina le habían dañado el estómago. Compró caballos de pura sangre y un vistoso carruaje en el que daba solitarios paseos por el Bosque de Boulogne.

Frecuentaba una tertulia literaria y se apasionó, con una efusión melancólica, por la poesía, el drama y la filosofía.

Ceremonioso y cortés, Nobel hizo subir al coche a su condesa-secretaria para llevarla al departamento del hotel que le tenía reservado. Luego la invitó a almorzar. Descubrió que sabía escuchar con atención y habló con ella de política, de arte, de la vida y del porvenir de la humanidad. Al día siguiente por la mañana, Berta ocupaba su puesto en el despacho de Nobel.

Los conocimientos de las industrias bélicas que Berta adquirió en su calidad de secretaria, le causaron profunda impresión. Los socios de Nobel se mantenían en íntimo contacto con todas las tendencias políticas del mundo y vendían explosivos imparcialmente a todos los bandos. Sin embargo, Nobel albergaba en su fuero interno las ideas humanitarias del siglo XIX; tenía fe ciega en el mejoramiento de la humanidad por su propia virtud. Hacía donaciones generosas a institutos de caridad, de los cuales hablaba cínicamente, y le aseguraba a su secretaria que la única esperanza que le quedaba al mundo era que la gente naciera con más talento. Entre el dictado intercalaba a veces ingeniosos y sarcásticos comentarios.

Aunque la apasionaba su trabajo, Berta no podía olvidar a Arturo van Suttner. �l le escribía todos los días; las hermanas de él, muy a menudo, y le contaban que el joven vivía triste y taciturno. De pronto, mientras Nobel estaba en Estocolmo donde había ido a fundar una nueva fábrica de dinamita, Berta recibió una carta de Arturo que decía: "No puedo vivir sin ti".

Inmediatamente le escribió a Nobel dándole las gracias por sus bondades y pidiéndole disculpa por abandonarlo sin aviso previo; empeñó la única joya que poseía y compró pasaje en el próximo tren expreso para Viena.

Los enamorados se casaron a las pocas semanas en una iglesita parroquial, y se dirigieron a Mingrelia, minúsculo principado del Cáucaso que los rusos se habían anexado poco antes. La luna de miel les duró nueve años, pasados casi todos en alegre penuria. Arturo trabajaba de día como tenedor de libros en una fábrica de papel de empapelar. Entretanto, Berta enseñaba piano y canto a las hijas de los nobles.

En 1877, cuando Rusia le declaró la guerra a Turquía, todo el Cáucaso se convirtió en un campamento militar. Berta vio partir a los jóvenes para el frente, y regresar en trenes hospitales. No se cansaba de consolar a las madres desoladas, y se dedicó a preparar vendajes y a otros trabajos afines. En su adolescencia, la guerra le había parecido una aventura remota de la cual regresaban los héroes cargados de medallas a bailar el vals en los grandes salones de Viena. Hoy la veía de un modo distinto: rodeada de suciedad y miseria. No perdonaba a los estadistas ni a los generales que mandaban a esos hombres al matadero, y la exasperaba su impotencia.

No obstante, la guerra abrió nuevas rutas a las múltiples habilidades de Arturo, quien se dio a la tarea de emborronar cuartillas para un periódico de Viena. Terminado el conflicto, siguió escribiendo entretenidas crónicas acerca de aquella región y sus habitantes, y casi sin darse cuenta se convirtió en escritor próspero.

Berta, que contemplaba esos triunfos con un poco de envidia, escribió en secreto un pequeño ensayo y se lo remitió a la Presse, de Viena, firmado con el seudónimo "B. Ouloo, adelantándose al prejuicio masculino. A vuelta de correo recibió una alentadora carta acompañada de un cheque por 20 florines.

En su destierro del Cáucaso, los esposos Suttner escribieron seis novelas y un buen número de artículos. En 1885 regresaron triunfantes a Viena. Los padres de Arturo los perdonaron y les ofrecieron un departamento permanente en el castillo donde una vez la institutriz se atrevió a poner los ojos en el joven barón.

Mientras tanto, Berta y Alfredo Nobel continuaban por carta sus conversaciones de París. �l celebraba mucho sus éxitos literarios. Cuando los esposos Suttner lo visitaron en esa ciudad, lo hallaron más viejo y más melancólico, pero igualmente obsequioso. Nobel les invitó a comer, les enseñó su laboratorio particular y les habló de sus experimentos. Además les introdujo en su círculo favorito de amigos literatos.

Se charlaba allí de Bismarck y de la posibilidad de una guerra, y a Berta le chocó la actitud frívola que todos adoptaban ante la muerte y el desastre. Por primera vez supo que existía un movimiento pacifista, la Asociación de Paz y Arbitraje de Londres, y prontamente ingresó en ella.

Nobel admiraba el idealismo de la baronesa, pero le divertía la vehemencia de su interlocutora y le advirtió que conocía un método mejor para acabar con la guerra. "Consistiría en fabricar una sustancia, o una máquina de un poder destructor tan pavoroso, que el mismo terror inspirado por ella hiciera imposibles los conflictos armados". No obstante, poco a poco se fue interesando más y más en las ideas pacifistas de la baronesa, y contribuyó a la causa con donativos; pero le advirtió que, más que dinero, le hacía falta un programa definido.

Estimulada por sus comentarios, la baronesa juzgó que el movimiento necesitaba de un libro que hiciera estremecer a las masas. Diose a investigar hechos de guerra, no de la guerra romántica que alcanza a llegar a los salones y a los palacios, sino de aquella que está llena de detalles atroces. Habló con cirujanos del ejército, leyó sus informes, conversó con comandantes capaces de contarle a una mujer de qué modo se contraen los cuerpos de los soldados acribillados por las balas, cómo se portan al morir y qué parecen y a qué huelen después de tres días.

De todo esto resultó una vigorosa novela, ¡Abajo las armas! en que la autora vació toda su amargura y vehemencia.

El libro llenaba una necesidad, y tuvo un gran éxito popular. Recorrió todo el mundo en 12 idiomas y fue plagiado en Rusia. La baronesa von Suttner se hizo famosa. Tolstoi comparó su obra con La cabaña del tío Tom, y confió en que tuviera sobre la guerra el mismo efecto que la novela de Stowe había tenido sobre la esclavitud. No obstante, el tributo más valioso para la baronesa fue el que le rindió Nobel, quien ensalzó "la elevación de sus ideas" y predijo que con tales "armas" iría más lejos que con los novísimos cañones "y todos los demás inventos del infierno".

La baronesa aprovechó el entusiasmo del inventor y lo invitó a un congreso de paz en Berna. Nobel llegó de incógnito; no quería asistir a las reuniones, pero sí quiso que le dieran un informe detallado de las actas. "Tenedme al corriente. Convencedme y haré algo grande en favor del movimiento", dijo.

A medida que decaía su salud Nobel se hacía más humano. "Estrecho sus dos manos, las manecitas de la hermana querida y afectuosa", le escribió a Berta en una carta. A fines de 1896 le decía: "Me encanta ver que el movimiento pacifista gana terreno". Tres semanas después moría, y el Año Nuevo trajo la noticia de la instauración de los Premios Nobel.

Cuando se otorgaron por primera vez, en 1901, Henri Dunant, ganador con Frédéric Passy, del de la Paz, le escribrió así a la baronesa: "Este premio os lo debemos, ilustre señora, ya que por mediación vuestra Herr Nobel se interesó en el movimiento pacifista y por vuestra insinuación lo patrocinó"

Sería insensato pensar que el obstinado inventor millonario hubiese dispuesto de su fortuna cediendo únicamente a la porfía de la baronesa. Nobel pensó el plan cuidadosamente, lo consultó con muchas gentes capaces y destinó solamente parte de su donación al movimiento pacifista del particular interés de la baronesa. Sin embargo, fue ella quien descubrió en él desde el principio un áspero idealismo que deseaba expresarse en alguna forma, y supo encauzar ese sentimiento con seductora constancia.

No es, pues, de extrañar, que el 10 de diciembre de 1905, en el solemne acto que se celebró en Oslo, se acercara a la tribuna una mujer a recibir el Premio Nobel de la Paz: la baronesa Berta von Suttner.

Del: Reader´s Digest - Sel. 1960

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