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Domingo 31 de diciembre de 2017

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Cultural El Duende

Herencias de la literatura boliviana

Las instantáneas

31 dic 2017

Ignacio Prudencio Bustillo

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Primera de dos partes

Recorrer Berlín por primera vez casi a ciegas o enceguecido, por las antiparras tácitas del sudaca en trance de serse, con el cóctel, siempre voluntario, de jet lag más la obvia desorientación natural -para igual con esto nada explicar y de movida- en un medio urbanita con el consecuente y veloz desplazamiento en y entre los signos cotidianos.

Sin conocer la lengua germana, cualquier cartel ofrece su golpe ideogramático de vista. El alivio de no entender una palabra de lo que muchos alrededores dicen y dicen, en diversos ámbitos públicos de esta multifacética, polifacetada colectividad. Aparte, por trabazón de casi toda lengua, salvo asirse a la isla flotante y como a la deriva de una sólo intuida lengua antematerna, la canoa de falso salvaje empero vero transterrado, incapacidad temporaria de fijar en su extensión los nombres de una strasse o una platz y las combinatorias posibles a estudiar en cuanto a las opciones del transporte público de variado formato e ilación sinérgica.

Junto a esa especie de rigor favorable a la circulación, un mar luminoscuro de información multicentrada a incorporar, sin fijar cuántas revoluciones por milenario segundo, lo cual, además, no tiene importancia. Aunque en algunas calles o barrios de Berlín hasta la llovizna intermitente de quince días seguidos llega a hacer lo suyo, como si calara el barómetro mental. Lo cual no es alcanzar lo callado del silencio interior, pero que al menos cuenta con la gracia sensacionista de la deriva en cuanto tiraje del paseo. El mismo sudaca siendo otro reconoce unos gramos de envidia (¡sana!) en cuanto a la falta de paranoia, salvo en cierto barrio de mansiones de embajadores, eso que el cuerpo americano sabe sin que nadie se lo cuente, sabiéndolo a la manera de un bicho al que ya le habrán apuntado alguna que otra arma, fogosa o blanca, en algún recodo de su experiencia por las calles natales o adoptivas de origen.

La revolución calidoscópica del color en las microcoloraciones que de alguna manera consagran al viajero medio ilusorio medio irresponsable, en cierto modo turista de sí mismo e igual de arisco, consagran la entera sensación. Hay sensacionismos impensables en el olor de las voces y el deyavú de las luces, lenguas mezcladas y el goce infante de sabernos una vez más lejos de casa, vía la magia mecánica en menos de veinte horas de traslado. El ilusionismo de nuestras realidades cotidianas gana así ese relieve que al trastorno lo vuelve simpático y hasta curativo, si nos dejamos llevar por la corriente de los ínfimos impactos y sus rozamientos. Y es que se viaja en el espacio pero para mover la esfera del tiempo en que se ocupa la conciencia.

Mientras, el incalculable cuerpo irá llegando de a poco, por ratos, no todo entero en el incómodo avión, sino mediante consabido escalofrío, tal certeza de lo desconocido, quién sabe si no secretamente deseado, con lo difícil que resulta conocerse, y para mayor erizamiento, filo gozoso, aun en pleno ámbito de urbanidades supuestamente reconocibles, dado el entrenamiento previo. Ocurre, ya se sabe, muy hasta cierto punto a menos de desatenerse al redondeo para seguir lo saltarín de nuestras vidas mezclándose, entre el desorden y la sincronía, a la par que si viajando, bien se sabe, la parca más que nunca dejándose sentir, cercana, pariente de las molestias con su sacrificio homeopático, hasta con cierta confianza, inclusive, sacando tantas caras, indecible su cosquilleo que no veo si veo, pero pienso, armándose viene, con este, su presentimiento. Pasear al acaso de semejante preparación. Probarle al menos el pregusto a la intemperie.

De ahí lo poseso precario del inocultable turista en el extranjero que viaja, no el migrante forzado ni el exilado autogestionario, por ende ridiculez cuasi prosaica de la cepa quizá peor, ya si se quiere, de la vid de la vida, este amplio margen para el desborde del marco o el deshilache referencial, las potencias siempre aún de la docta ignorancia, para desocultación si cabe de las luces y sendas oscuridades sucesivas, todo remixado en el amasijo festival o desfile o cruza de las danzas respiratorias y pulsantes que nos mestizan los gusaneos de lesa muchedumbre. Y ello hasta mucho más acá de lo acotable si en términos de relator, cada vez más ímprobo, de algún viaje que se pudiese certificar. Como si tuviera un sentido. Como si importase. (Y entonces� ¿importa?)

Mientras, podría despensarse, así porque sí, dado que la idea prendida vuelve, parpadea o sigila según el punto de vista, mientras uno, en cualquiera, camina, de reojo es que capta y olvida. Anda borrador de paso, se va yendo lo que viene: cultiva este trastorno jugoso cuerpo adentro, pese a las ampollas de kilómetros, suelto a contrasentido hasta el cansancio, en la prueba de un probarse al límite horizontal de fuerzas deslizantes y en relación jovial a un tipo de presente desacostumbrado.

Pasear sería nada más la sensación percatándose. Para la sensación mera, sin referencias sensoriales de lo que se podría hallar el próximo paso, o a la primera vuelta de cuál esquina. ¿Quizá la desaparición del absoluto esquinero? Curvas de todas maneras del serpenteo del turista atípico, mientras subraya sin pretensión de estilo ni nada el vicioso goce accidental de sacar o tomar fotos, cleptomanía vía la lente, la neutra, se supone, aunque quién sabe si tan neutral, ni tan natural, cuando la foto hace de quien la produce un compositor de accidentes.

Un antiaccidente como una rima, según creí escuchar en un disco de Caetano Veloso. En todo caso, pasear acaso traiga otras rimas.

Pero el viaje físico pone en evidencia, esfuerzo en que mental y corpóreo descansan juntos, en un grado amable de la supervivencia. La intensa desprogramación en la práctica supersimple del paseo se debe a que se pone en presente al instante.

Pero qué más previsible que la herramienta identificatoria con que el turista se escuda y/o ejercita en las supersticiosas suspicacias y revelaciones no necesariamente gratas de su cámara, aunque sea una tableta, en estos ya se sabe tiempos de la imagen, segunda o por qué no primera naturaleza del urbanita o su coevo forzado el urbanoide, o sea aquel que arrastrado por la necesidad más exacta cruza por las ciudades del mundo sin atenerse necesariamente a un mismo mundo. Menos que menos el autoproclamador por excelencia, hasta lo injusto que todos mal que mal reconocemos entre las fibras principales del curtidor trance del contraste en que alinean nuestras precarias e inestables pero de tal suerte eternas experiencias de paseantes en su deseo. Sincronizar ese deseo de pasear sin rumbo por unas calles desconocidas, tomando fotos, quizá jugando con aclararse los puntos y acaso las texturas huyentes de la imagen, cuando y donde no identificable, desde ahora, aquí, o aquí, con La Realidad, sino en toda instancia rehuyéndole al real en tránsito del pasajero las delimitantes de la identificación.

Continuará

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