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Domingo 31 de diciembre de 2017

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Cultural El Duende

Dos cuentos de Teresa Constanza

31 dic 2017

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DESIDERIO

A la media tarde, me sorprendo con tu cara ref1ejada en el metal de la tetera o en la superficie de este cafecito. No es que verte reflejado me inquiete, es la cara que pongo cuando te descubro. Tienes las mismas facciones que yo, pareces mi hermano gemelo. Levanto las cejas, las levantas tú. Achino mis ojos y saco la lengua, tú me remedas. Revuelvo el café, desapareces.

No me has dicho todavía qué magia usas para hacerte humo. Confieso que tan pronto como te pierdes en el vapor del café, me arrebata un qué sé yo y olvido mi nombre. Tengo ganas de gritar pero disimulo. No quiero que me lleven al cuarto, tú ya sabes. En donde estés, Desiderio, tienes que darme una señal, cualquiera que sea.

Ahora estás en la cucharilla, ¿cómo lo hiciste? En esta sobreimpresión de ambos, siento que tu ausencia temporal nos acerca más y llegamos a ser uno, como siempre. Entonces, no importa que vayas a perderte de nuevo; pero sí, tienes que decirme qué magia usas.

Andas obsesionado por capturar el presente, por hacerlo tuyo sin perder tu pasado íntimo ni tu futuro vasto. A veces te conviertes en mono solitario y no hay quién te saque una palabra.

Otras ocasiones atraviesas a brazadas el río Beni y ellos tienen que soltar el agua de la tina del baño hasta la última gota para que salgas. O te da por meditar día y noche subido en el papayo. Ahí te sientes seguro, Desi. Te aprietas a la frágil rama como perico. No pueden bajarte.

Acabo de zambullir la cucharilla en el café, te me vas de nuevo. Qué solo me siento cuando desapareces. Para que veas que no te olvido, me viene a la memoria ese amigo tuyo que traía una pila de novelas policiacas. Asentaba sus posaderas en la silla más ancha de la terraza, mirando al río.

Muchas veces fui con el pensamiento a buscar mi honda certera para darle en el blanco del ojo y ocasionar un desenlace fatal. No sabes cuánto lo aborrecía. Me disgustaba su uniforme.

También recuerdo a tu amiga, la que venía con paquetes de chambergos y tablillas. Aceptábamos con gusto sus mimos. ?ramos tan golosos, Desiderio, que no nos dábamos cuenta de sus intenciones hasta ver la gruesa jeringa, llena de tranquilizante.

Tu amiga nos clavaba la punta filosa y se iba dejándonos más chambergos de consuelo y la serie Los doble vida en la televisión.

Regresa, Desiderio, apúrate; ya los de blanco me están diciendo que deje de hablar con la tetera y la cucharilla y tome por fin el café. Esos ñatos están cada vez más locos, pero tengo que obedecer. De otro modo, me traen la camisa de fuerza y se acabó.

LA VÍBORA

Vine a despedirme para siempre, niño Santiago. Me voy por el camino que agarró Juan Felipe. Sólo tengo el tiempo preciso hasta que en la casona noten lo que acabo de hacer y suban a la colina por mí.

Desde hace tres años, usted escucha mis penas debajo de esta cruz, a la sombra del tajibo que va creciendo para convertirse en un árbol grandote, como hubiera llegado a ser usted si no nos abandonaba.

Se nos fue el único heredero, porque la dueña de estas tierras era su madre, alma bendita; y no la tal doña Sibila, que ya le dio una hija al patrón. Con el permiso de la mamita de Cotoca, me hubiera gustado enterrar a la Sibila en lugar de mi verdadera señora.

Bien recuerdo esa mañana de lunes. El rocío reflejaba el cielo claro, como los ojos de usted, Santiaguito. Yo venía de recoger leña pa´ la cocina y usted jugueteaba con una bolsa de yute.

De pronto, una víbora se asoma de la bolsa. Cuando usted la quiso agarrar, santo cielo, que se le enreda en el brazo. Todavía siento sus gritos llamándome, Nana Tenchi, nana Tenchi. Los sirvientes tratamos de ayudarlo pero el mal ya estaba hecho.

A la coralillo ni matarla pudimos -yo no la perseguí por mi gordura-, se escabulló entre unas trancas como si tuviera prisa. No nos quedó más que rezar desde que se lo llevaron en la camioneta. Dicen que usted iba desvanecido en los brazos fuertes del mozo Pitungo, la piel como sebo de vela y los ojos que se le volteaban pa´rriba. A la nochecita nos dieron la noticia: el veneno le había paralizado el corazón.

El mismo lunes de la desgracia, Juan Felipe, el mozo más viejo de la hacienda, llegó a caballo con la luz parda del anochecer; había estado en el pueblo desde el viernes. La choca Sibila, en la tranquera, toda ensombrerada, con sus pantalones cortitos y los puños sobre la cintura, dijo en tono de mandona: -Te me largas, viejo criminal. ¡La bolsa era tuya!

Conchita y Vicente pelaron los ojos, Pitungo largó la jeta, yo sentí un gusanote en el estómago. Felipe no pudo defenderse, ni chance que hubiera tenido. Aquí sabemos que más vale obedecer a doña Sibila, pues lo tiene embrujado a don César, quien no dice ni hace nada sin consultarle primero.

Esa noche el patrón llegó tarde, había ido a la ciudad en la madrugada para entregar los moldes de queso. Llegó a medio velorio, ni siquiera saludó a don Germán, el veterinario, que vino a consolar a la señora desde temprano. En mis sesenta años de vida nunca había visto llorar a un hombre como a su padre. Estaba enloquecido, mandó buscar a Felipe, que lo trajeran a cualquier precio.

Salieron unos veinte hombres armados de rifles y linternas. Qué no se hizo para dar con Felipe -algunos dicen que se había escondido en una de las cuevas que él conocía de memoria, otros que encontraron sus zapatos y restos de carne fresca; se lo habría comido el tigre. No sé cómo no esperó la llegada del patrón; así hubiera aclarado las cosas directo con él y se hubiera defendido. Siempre tuvo buen trato con don César; aunque él ya no es el mismo.

Antes se reía con nosotros, hacía chistes; ahora nos mira con desconfianza, vive callado. Ni la presencia de su hija, la nueva heredera, puede ahuyentar la nube oscura que lo envuelve. Cuando no sale pa´ la ciudad, se hunde en la hamaca, toma harto aguardiente y mira el tajibo de la colina, donde sus ojos se quedan horas como si fueran de vidrio.

Ya empezaron a cantar las cigarras. Pronto las luciérnagas escribirán sus tintes de luz en el fondo oscuro. Aparecerá la luna menguante, y yo, Santiaguito, llevo el corazón y la cabeza entreverados: Antes del mediodía, en lo que limpiaba a fondo el costurero de doña Sibila, vi un sobre caído detrás de un cajón.

Diga que era la escritura de don Germán; con el permiso de la Virgencita, me enteré de lo que realmente había pasado la mañana en que la víbora lo mordió a usted. Qué diría don César si leyera esto, me dije.

Y hace un rato nomás, cuando atizaba el fuego pa´ hacer la comida, se me ocurrió que sería bueno mostrarle a don César el escrito, pero me vino la duda; mejor dejo las cosas como están, dije pa´ mí. Llené la olla con agua de la tinaja, la puse en el fogón y trocé los pollos. Antes de destruir la carta, quise verla de nuevo.

-¿Qué estás leyendo? -una voz rabiosa me sobresaltó. Era doña Sibila que miraba fijo el papel amarillento. Se me abalanzó con fuerza y las dos caímos a la tierra dura. Sus ojos eran dos canicas lechosas con un puntito azul en cada una. En medio de los revolcones, hasta sentí una piel áspera y fría.

-Gorda cochina, ¿de dónde sacaste eso? -Se enredó tanto en mí, que yo no podía ver su cara con la que siempre se mostraba a la gente, si no la escondida, la de coralillo. Me arrebató el papel y lo tiró al fuego. De ahí se irguió para contemplar los bordes luminosos que iban tragándose las palabras de amor. Yo aproveché el momento y la empujé contra la ollota de caldo.

La Sibila tambaleó y fue a caer en las llamas, retorciéndose. Entretanto, el humo de las letras subía en una espiral serpentina para desaparecer por la ventana.

Teresa Constanza Rodríguez Roca.

Narradora, escritora y profesora cruceña

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